Por Mariana Komiseroff*
Foto: Cristina García Rodero
Ese domingo, el día libre de Miguel, encerré a los dos nenes en el cuarto. No puse llaves. No hacía falta. A ninguno se le hubiese ocurrido salir. No pude zafar de los gritos y los golpes que me dio en la cocina. Esperé a que Miguel se durmiera la siesta, saqué la moto que estaba al costado de la casa hasta la vereda. Los nenes entendieron y me siguieron en silencio.
Miguel no se imaginaba que al regalarme una moto, aunque fuera un scooter 80, me estaría dando un arma. Me había llevado a vivir muy lejos de mi familia. Para visitarlos tenía que viajar tres horas desde La Reja a Torcuato.
Nos íbamos con lo puesto. Le pegué una patada al arranque del scooter, pero nada. Volví a patear varias veces con fuerza. El corazón me latía de miedo a la nueva vida.
−Arrancá −pedí en voz alta como si creyera en dios.
Cuando la motito encendió, suspiré de alivio. El escape largó un chorro de humo caliente cerca de la pierna de la nena que se asustó, dio un paso atrás y pisó un hormiguero. Tuve que dejar de acelerar para sacarle las hormigas coloradas. La moto se apagó. Levanté en brazos a la nena y me metí a la casa a lavarle el pie. Miguel estaba despierto. Entró la moto y al nene más chico sonriendo.
Nos fuimos meses después, un día de semana. Aunque sabía que Miguel estaba trabajando y que no llegaría hasta las seis de la tarde, junté algunas pocas cosas temblando. Preparé a los chicos. No preguntaban, eran nenes reservados. Mi hermano me esperó en la puerta con el auto en marcha. Cuando nos subimos vi al Killer por la ventanilla, el perro policía que teníamos. De asesino solo tenía el nombre. Tragué saliva y arrancamos. Cuando llegamos a la ruta le pedí a mi hermano que volviera. Subí al Killer al auto, apenas entraba entre las bolsas de ropa y los chicos.
Una tía ya me había conseguido trabajo de empleada doméstica, nos había alquilado el lugar de los caseros atrás de una casona antigua, en un barrio del centro de Don Torcuato, en frente de la plaza, en la zona linda. Carla, mi hermana adolescente, se iba a vivir con nosotros para cuidar a los nenes cuando yo trabajara. Pasamos a buscarla por lo de mi mamá, estaba entusiasmada como si se fuera a vivir sola. Subió al auto como pudo, el Killer le chupó la cara, los nenes al fin sonrieron.
En la puerta de entrada nos recibió Isabel, la dueña de la casa de adelante. Una señora de pelo blanco, la cara huesuda y las encías anchas sobre las que intentaban encajar los dientes postizos.
−Perdón por el perro, no tengo dónde dejarlo.
−¿Y a los chicos? ¿A los chicos tampoco tenés dónde dejarlos?
No era una pregunta que necesitara respuesta. Pasamos por el costado, por el garaje. Isabel me dijo que, como ellos no tenían auto, le alquilaban la cochera a un tipo.
−La casa es demasiado grande y tenemos que pagar gastos.
Atravesamos un patio como de treinta metros hasta llegar a la que sería nuestra casa. Se entraba directamente a una cocina diminuta, a la izquierda había una sola habitación donde dormiríamos los cuatro en un colchón de dos plazas. A la derecha estaba el comedor y al fondo, una habitación chiquita y vacía, gris del revoque, con los caños del inodoro, que aún no estaba colocado, a la vista. Isabel nos explicó que pronto iban a terminar el baño, que mientras tanto podíamos usar uno de los de la casa grande. El que estaba atrás de la casa de ellos, apenas atravesábamos el patio y abríamos la puerta. Nos llevó a verlo, el baño estaba limpio pero el olor espeso de la cloaca o los caños tapados inundaban todo, un olor que se pegaba a la nariz y a la piel. No me importó. En un par de horas el padre de los chicos nos buscaría rabioso por todos lados. Pagué el mes por adelantado con los ahorros que me había llevado de mi casa, de la casa de Miguel.
La casita estaba destruida, pero tenía algunos muebles. Carla había traído sábanas que le dio mamá. Armamos la cama y nos acostamos las dos con los nenes. Carla nos contó historias y nos hizo reír a carcajadas. Cuando los chicos se durmieron planeamos los arreglos que le haríamos a la casita. Taparíamos con enduído los agujeros y pintaríamos todo de blanco. Haríamos cortinas y colgaríamos fotos de los nenes. Todo mejoraría.
La nena se despertó con ganas de hacer pis. Abrí la puerta y traté de prender la luz de afuera pero no había foquito. No me animaba a atravesar el patio para llevarla al baño. Llevé un balde al cuartito sin terminar, ayudé a la nena a ponerse en cuclillas.
−No puedo mamá.
−Dale, intentalo, así no tomamos frío.
−Aguanto hasta que volvamos a casa con papá.
Le subí la bombacha y la agarré fuerte de la mano. La luz del auto del tipo que alquilaba la cochera nos encandiló, el Killer empezó a ladrar desesperado, metía el hocico entre las maderas del portoncito. Le grité para calmarlo, pero no había caso. El tipo puso las bajas y ahí corrimos hasta la puerta de la entrada trasera de la casa de Isabel. Entramos despacio, la nena hizo pis, yo también aproveché. Cuando salimos las luces del auto todavía iluminaban el patio como un gesto de generosidad del tipo, hice una seña de agradecimiento y nos metimos en la casa. El Killer ya no ladraba. Carla se despertó.
−Mañana me voy temprano a trabajar. Los chicos no salen ni a la vereda.
Tenía miedo de que alguien los reconociera y le contara a Miguel. Por eso me sorprendió de mí misma cuando al salir de trabajar viajé hasta La Reja, dispuesta a discutir, pero Miguel no estaba y me robé mi propia moto de mi propia casa. Un exceso de seguridad. Una provocación innecesaria.
El balde quedó en el cuartito y finalmente reemplazó al inodoro. No iba a dejar que nadie cruzara el patio a la noche por si Miguel nos había encontrado o mandaba a alguien a vigilarnos. Al otro día a la mañana limpiaba todo antes de que los nenes se despertaran y, antes de salir, le preguntaba varias veces a Isabel cuándo empezarían las obras para terminar nuestro baño.
− Pronto −Respondía ella.
Una vez la nena me dijo que su papá me había metido el pito.
−¿De dónde sacaste eso?
−Isabel me dijo que así se hacen los bebés −me respondió.
Le pregunté a Carla si la había dejado salir y me juró que solo al patio.
La noche que se cortó la luz, fui a preguntar a la casa grande si se podía fijar en las térmicas.
−Está todo en orden, mañana Padua se va a ocupar.
Entré al Killer a dormir con nosotros. Al otro día me levanté para ir a trabajar, la electricidad había vuelto. Dejé salir al perro, les di un beso a los nenes, le dejé plata a mi hermana para que comprara unas salchichas y me fui. A la tarde cuando volví me encontré con el tipo que alquilaba la cochera. Saludé con un hola al aire y pasé por el costado de su auto.
−¿El perro es tuyo? −Me preguntó. −Cada vez que vengo a buscar el auto hace quilombo. Enseñale a no ladrar porque te lo mato.
Entré al Killer a la casa, hice chocolatada para los nenes y para mi hermana. Al ratito se cortó la luz.
Volví a atravesar el patio. Golpeé la puerta de atrás de la casa grande, la que siempre dejaban abierta para que pudiésemos pasar al baño, nadie contestó. Intenté abrir, estaba cerrada. Golpeé varias veces hasta que se escuchó la voz de Isabel del otro lado.
−Hay que ahorrar −dijo y escuché como se alejaba.
Los días siguieron así. Me corté el pelo y para salir a trabajar me ponía lentes oscuros. Mis hijos y mi hermana quedaban escondidos en la casa. A la tarde nos cortaban la electricidad y prendíamos velas o nos quedábamos a oscuras. Carla ya no nos hacía reír. Nos acostumbramos a todo, incluso a que el Killer empezara a caminar de costado por la patada en la cabeza que le había pegado el tipo que alquilaba la cochera. Los nenes no hicieron preguntas. Actuaban como si el perro fuera un juguete medio roto que todavía se podía usar. De la misma manera que actuaron esa mañana, aún vivíamos con Miguel, cuando se despertaron y a mí me faltaban dos dientes.
Me di cuenta de que nos teníamos que ir ese fin de semana que me había animado a llevar a los nenes a ver a mi mamá. Volvimos antes de que se hiciera de noche para estar en la casa antes de que nos cortaran la luz. Abrimos la puerta y nos sobresaltó la imagen de un viejo parado al lado de la cocina, vestido de pijama de franela, nos miraba fijo mientras la hornalla prendida calentaba la pava de agua. Ni él ni nosotras nos movimos. Pensé que lo había mandado Miguel. No alcancé a preguntar nada, apareció Isabel, y se metió en la cocina con él. Nosotras seguíamos afuera
−Estas son las nuevas inquilinas, Padua −dijo Isabel al viejo y nos miró a nosotras−. No se asusten, no hace nada.
El viejo Padua hizo un ruido con la boca, un murmullo que no parecía significar nada. Nosotras liberamos la puerta de entrada, Isabel lo empujó y quedó afuera de la casa al lado nuestro.
−Nos quedamos sin gas −dijo Isabel desde adentro y esperó a que el agua hirviera. Apagó la hornalla y cerró la garrafa como lo hacía yo antes de irme
Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones, 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos, 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé, 2019) y el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus, 2022).
Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Stret para la diplomatura en Derechos Humanos de la Mujer de la Universidad Austral de Salamanca en 2018.
Comentarios recientes