Un neologismo para testear las intensidades que surcan las nuevas conflictividades en los barrios como efecto de una crisis disimulada que viene gestándose en la última década y que explica algo del presente que vivimos.

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

 

Pertenezco a una generación que se dio manija haciendo pogo y arengando un estribillo tribunero que hoy aparece como telón de fondo de la candidatura de Javier Milei: “Se viene el estallido, se viene el estallido…”

Pero los estallidos no son siempre los mismos estallidos. Aquel estadillo festejado era una explosión, un estallido ostentoso, hecho de emociones compartidas, rabiosas pero solidarias, o más o menos solidarias. En la década del ‘90 y principios de este siglo, los estallidos tuvieron bastante prensa, mucha pancarta, bandera, consigna, mucho tachín-tachín de las cacerolas, mucho olor a goma quemada, y también muchas piedras. Me estoy refiriendo, ustedes ya se habrán dado cuenta, a las puebladas del interior, a los piquetes, a los saqueos, a las manifestaciones urbanas que confluyeron en las paradigmáticas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001.

Pero hay otros estallidos más silenciosos, anónimos, opacos, que no se dejan ver fácilmente, que no tienen prensa ni banderas, aunque igualmente surcan el subsuelo de la patria-sin-fuerzas-para-sublevarse. Son también estallidos anímicos, pero hechos de emociones profundas o pasiones tristes. Gente que pendula entre el odio y la depresión, entre la ira y la angustia, entre el resentimiento y la intranquilidad.

La implosión es una crisis interiorizada, replegada hacia adentro. Un estallido sin onda expansiva. En otras palabras: un estallido puede explotar o estallar hacia afuera, o puede implosionar o estallar hacia adentro.

Las implosiones, nos dicen Leandro Barttolotta e Ignacio Gago, autores del libro Implosión. Apuntes sobre la cuestión social en la precariedad (2023), no se vienen venir, se viven. No llegan con una alerta roja previa, están siendo. Las implosiones no están hechas de euforia, sino de cansancio, mucho cansancio acumulado. Las explosiones son más o menos organizables, pero las implosiones son caóticas, difusas y esquivas. Las implosiones no son insurrecciones, sino procesos de larga duración donde se van incubando violencias de distintas intensidades, violencias que pueden escalar hacia los extremos sin derramarse. Porque las violencias en los barrios implosionados son como las Mamushkas: una violencia adentro de otra violencia. Violencias horizontales y difusas pero compartimentadas, que van del espacio público al espacio privado y viceversa, pero sin encadenarse.

Este libro, escrito por los integrantes del Colectivo Juguetes Perdidos, es la continuación de las reflexiones ensayadas en Por atrevidos (2011); ¿Quién lleva la gorra? (2014); y La gorra coronada (2017). Los autores construyen categorías novedosas para tomarle el pulso a la vida cotidiana en los barrios del Conurbano. Categorías que no tienen la pretensión de estabilizar lo que nombran, sino de moverse con la realidad que se proponen pensar en voz alta. Categorías generosas, que permanecerán abiertas, porque, en última instancia, son una invitación a pensar con ellas las pequeñas transformaciones sociales que palpitan en la vida cotidiana.

Este libro, entonces, habla de implosiones, no de explosiones. Tal vez una buena metáfora para que el lector se haga una idea de qué se trata la implosión pueda buscarse en aquel mini submarino con cinco tripulantes que se sumergió para explorar el Titanic, ese barco que a principios del siglo XX chocó contra una gran masa de hielo y se hundió a medida que explotaban sus calderas y motores. Este pequeño submarino se sumergió en aguas frías, oscuras y profundas, hasta que de repente se perdió toda comunicación con sus tripulantes, y ya nunca más no se supo nada de él, no hay rastro, no hay esquirla que haya salido a flote. Nos dijeron que había implosionado producto de la excesiva presión que había soportado, y que ya no podía soportar.

En otras palabras: la implosión se refiere a un fenómeno en el que un objeto colapsa o se destruye violentamente hacia adentro debido a una presión exterior mucho mayor que la que hay dentro del objeto. En el contexto de un submarino en el fondo del océano, pero también de una casa en un barrio profundo del Conurbano bonaerense, la implosión ocurre cuando la presión circundante se vuelve tan intensa que supera la resistencia estructural del submarino, o de la casa o esquina, lo que provoca su colapso hacia adentro. La implosión, entonces, es algo que sucede en el bajo fondo por la presión que le metieron a la gente que está en la profundidad, en el fondo del tacho, rascando el fondo de las ollas.

Implosionan los barrios, implosionan las casas, implosionan las esquinas, los clubes, las escuelas, los centros de salud… Noten que los autores no están hablando de barrios implosionados o que implosionaron, sino de barrios que están implosionando. La diferencia es sutil pero sustancial. Está para señalar que la implosión no es un hecho establecido y acabado, un evento consumado en el pasado, un estado o acontecimiento, sino un proceso abierto y pendiente, que se viene dando en cámara lenta, que se presenta como un campo social fragilizado, hecho de resignación y voluntad, de mucho empecinamiento en no dejarse caer.

La implosión es lo que viene después de la fragmentación social y la vida precaria o, mejor dicho, con la persistente fragmentación y precarización que no terminan de esmerilar los lazos sociales. Hay una continuidad entre la fragmentación, la precariedad y la vida ajustada. La implosión hay que buscarla en ese tiempo continuo que impone la hipermovilización. En otras palabras, la implosión es lo social re-saturado, cargado de mucha presión exterior, con gente cansada, fundida, quemada, que se va quedando sin batería. La implosión es lo que queda después de tanto aguante. Cuando el aguante no alcanza, empieza la implosión.

Ahora bien, la implosión puede combinarse con la explosión. De hecho, hay barrios donde los vecinos pendulan entre la implosión y la explosión. Es una explosión caserita, sin onda expansiva más allá de las réplicas que dejen en su propio barrio, en las biografías plebeyas. Estoy pensando en la acción colectiva violenta y punitiva que todas las noches la señal de Crónica TV transmite en vivo y en directo: protestas vecinales contra un transa, un ladrón que mantiene en vilo al barrio, un usurpador que se niega a devolver una casa, un abusador. Lo digo con las palabras de los autores: “implosionan y pueden estallar”. Pero “estalla, siempre, sobre lo social implosionado”. “Y un estallido seguro cargará con su gemelo siniestro: la dimensión de la implosión, seguramente más oscura, ambigua, que la que deja ver una escena de estallido”, explican.

Una última aclaración: la implosión no es lo que llegó después de la pandemia. La pandemia no hizo implosionar a los barrios plebeyos. La pandemia le puso un megáfono a procesos de implosión que venían por abajo, quilombitos que venían condensándose desde hacía bastante tiempo.

Por supuesto que hay que leer la implosión al lado del consumismo, la inflación y el sobre-endeudamiento, al lado de la democratización del gatillo fácil o el engorre y una crisis de representación que no es patrimonio de la política, sino que también involucra a las escuelas, las policías y los operadores judiciales. Porque la implosión no es la causa sino el efecto de una crisis disimulada, que la política y las inercias institucionales supieron esconder debajo de la alfombra en la última década.

Todos estos años fuimos entrenados para no ver, para andar por las redes sociales con cara de feliz cumpleaños, haciendo mímicas frente a las camaritas de nuestros teléfonos celulares. Una crisis que depositó una bomba de tiempo silenciosa que les costará gran parte de la fábula donde estuvo enfrascada todos estos años, pero, sobre todo -como sugiere el Colectivo Juguetes Perdidos-, que le seguirá agregando nuevas dificultades a los barrios plebeyos.


*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ). Profesor de Sociología del Delito en la Maestría en Criminología de la UNQ. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor, entre otros libros, de Vecinocracia: olfato social y linchamiento; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; Prudencialismo: el gobierno de la prevención; y Desarmar al pibe chorro.