Un detalle en una película captó la atención de los vecinos banfileños que, en su afán de saberlo todo sobre su pueblo y con el anhelo de “banfieldizar” el mundo, buscan saber más sobre una ciudad hermana.

 

Por Pilar Safatle*

 

“Ruega por Nosotros” −The Unholy originalmente− es una película de terror  estadounidense que se estrenó el año pasado y recibió, en general, críticas de regulares a muy malas. Una producción olvidable que, sin embargo, despertó un interés particular de este lado del mundo, el nuestro.

En los primeros dos minutos, un cartel sobre una ruta anuncia la locación de la historia: “Usted está entrando a Banfield. Un pedacito del país de Dios”. Y no es la bajada de Larroque ni se ven los Tribunales de Lomas de Zamora. Es el camino de ingreso a un pequeño pueblo homónimo, pero ubicado supuestamente en el estado de Massachusetts, Estados Unidos.

Como afortunadamente la curiosidad todavía vive con salud en esta parte del conurbano, el detalle no pasó de largo. Pero, antes de desarmarlo, es valiosa una brevísima introducción histórica.

Funde a blanco y negro y narra una voz metálica: sobre las costas del Canal de Bristol, en el suroeste del Reino Unido, existe Ilfracombe, una pequeña localidad portuaria de poco menos de 20 mil habitantes, flanqueada por playas rocosas y acantilados. Fundada por pobladores celtas unos mil años antes de Cristo, esta pintoresca ciudad balnearia en el condado de Devon no es precisamente célebre en el territorio bonaerense, aunque bien podría.

De su puerto partió el barco que, a mediados del siglo XIX, llevó al ingeniero Edward Banfield en su derrotero hacia Estados Unidos y Canadá (donde trabajó en la iluminación de las Cataratas del Niágara) para luego volver a Alemania y, finalmente, seguir hasta Argentina.

Edward −nuestro Jeremías Springfield no podría haberlo imaginado en ese momento, pero este fue el trabajo que lo eternizó en la historia de toda una ciudad a 12 mil kilómetros de su pueblo natal.

En 1865, el ingeniero Banfield, de apenas 28 años y recientemente casado con su prima, llegó a Buenos Aires para asumir como gerente de la empresa Ferrocarril del Sud, responsable de la red que comunica desde entonces el interior provincial con la capital. La obra de los primeros años fue veloz y formidable: una docena de estaciones, ocho locomotoras, 38 coches de pasajeros, más de 180 vagones, dicen los registros de la época.

Por su deteriorada salud, Banfield volvió con su familia en 1872 a Londres y ya no regresó. Allá murió a los 35 años sin saber nunca que en su honor se crearía no sólo una estación de tren −algo que tal vez sí podría haber sospechado− sino también toda una ciudad a su alrededor y un club de fútbol.

Ni en sus sueños más absurdos podría haber fantaseado Edward que una tarde cualquiera en el siglo XXI un grupo de sujetos asidos a un trapo verde y blanco entonarían su apellido en un trance romántico de esperanza, delirio y lealtad.

Los datos históricos los aporta a Cordón Pablo Guiscafre, integrante y vocero del grupo de amigos que hace siete años formó “Cultura Banfileña”, una cofradía de locales apasionados por su ciudad que se ocupa de investigar y difundir información, fotos, videos y archivos sobre nuestros orígenes y nuestra historia barrial y deportiva (que, a esta altura del partido, ya son partes indivisibles de un todo). Por algún extraño motivo, ese es el espíritu de pertenencia que en general atraviesa a todos los vecinos de la zona: para un banfileño no hay nada mejor que otro banfileño.

 

Banfield, partido de Michigan

Guiscafre y compañía, que supieron del Banfield estadounidense, iniciaron así la investigación y corroboraron que este paraje efectivamente existe desde 1830 pero no en Massachusetts como en la ficción, sino más hacia el oeste, en el municipio de Johnstown, condado de Barry, dentro del estado de Michigan, una pequeñez en la mamushka distrital norteamericana.

El pueblo se ubica sobre la ruta Banfield, un tramo corto nombrado así en honor al ex comisionado de carreteras de Oregon Thomas “Harry” Banfield. A pesar de que aún no podemos afirmarlo a ciencia cierta, una hipótesis posible es que Harry o algún antepasado suyo también haya llegado a esa zona desde Ilfracombe, de donde es originario el apellido.

Un dato curioso: esa autopista dio nombre luego a una clínica veterinaria de la zona que con el tiempo se transformó en una gran empresa. Hoy en día, “Banfield” en Estados Unidos es sinónimo de una cadena de veterinarias con más de mil centros en todo el país, México y Puerto Rico.

“Desde hace años ya que nos encontrábamos con alguna imagen sobre algún Banfield en Estados Unidos o en Canadá. Pero ahora lo pudimos ubicar, primero por una autopista de Oregon y luego por la ruta más pequeña pero bautizada de la misma forma en Michigan”, desarrolla Guiscafre. “Sobre esta misma arteria, más precisamente a la altura del condado de Barry, encontramos el almacén ‘Banfield General Store’ que funciona con el mismo apellido desde 1875. Lo que sabemos es que es una zona rural con un puñado de casas, una iglesia metodista, un grupo Scout y no mucho más”.

La búsqueda los contactó con un historiador de Michigan y grupos de la zona similares a “Cultura…” que fueron quienes les aportaron la información que reunieron hasta el momento y que, además, se sorprendieron y motivaron con la noticia de que existiera otra ciudad de mismo nombre que la suya.

Lo que supieron es que Banfield −en la actualidad casi deshabitado− fue fundado a mediados del siglo XIX por colonos cuáqueros que se asentaron en el lugar y se dedicaron principalmente al negocio de la madera. Con el tiempo la actividad cerealera se transformó en la principal de la zona y el poblado, como todo pueblo de campo, dice Pablo, fue perdiendo su atractivo, especialmente para los jóvenes. Sus casas bajas y arboledas son parte hoy del paisaje de una ciudad fantasma en potencia.

Como la distancia es un problema, la investigación es también una campaña. “Las redes son por ahora nuestro único medio para comunicarnos. Y Michigan no es un destino elegido por los argentinos para emigrar, pero estamos contactando amigos, familiares y conocidos que viven en Estados Unidos y tenemos puestas algunas fichas en algunos que pueden llegar a pasar por el lugar”, dice Pablo. “Puntualmente queremos saber qué fue primero: si la ruta dio nombre al almacén y luego al pueblo, o al revés”, explica.

En caso de lograr un mayor contacto con los pobladores del Banfield de Michigan o sus autoridades, una alternativa que surgió a partir de la difusión de estos descubrimientos es la posibilidad de “hermanar las ciudades”. Formal o no, Guiscafre destaca en particular el valor simbólico del hallazgo y aclara, más allá de la fantasía, que no hay un “fin oficial”: “Lo hacemos por pasión, amor, gusto, o algo así”.

Es ese “algo” el que le da sentido a la búsqueda, a todas sus otras actividades, a esta misma revista. Es el amor y la fidelidad profesas a un estadio, un grupo de casas, ídolos, plazas, almacenes, empedrados, tilos y paraísos que cobran sentido a partir de su origen común y su vigencia obstinada.

Cultura Banfileña, al igual que otras decenas de agrupaciones, peñas, familias, hinchas y vecinos, busca hacia afuera, sí, pero también, fundamentalmente, busca hacia adentro. Todos ellos intentan que ese hilo que nos sujeta a todos nunca se rompa, y que en lo posible se ensanche, se fortalezca, llegue más lejos. Queremos banfieldizar el mundo, pero esto es imposible sin honrar el que ya es nuestro.

Esta fiebre, es cierto, a veces nos transforma en entusiastas en exceso. Pero siempre se puede hacer el ejercicio de mirar a nuestro alrededor, ver directo a las caras cada integrante de esta familia y coincidir simplemente en que Edward Banfield fue… grande y que su historia, nuestro mito fundacional, es valioso por esto tan simple que nos produce: este sentimiento que no podemos parar.

 


*Pilar Safatle es Licenciada en Periodismo de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ). Actualmente escribe en Infobae sobre temas de Sociedad y Policiales.