Sergio Olguín nació en Lanús, partido que también le da nombre a su primera novela. El conurbano es un territorio que se impone en sus ficciones de distintas formas: como protagonista del reencuentro de un grupo de amigos, como el lugar de la fábrica construida por un empresario que nació en zona sur y vive en Recoleta o como parte del recorrido trazado por el Tren Sarmiento.
Cómo se construye el imaginario de los espacios que componen la provincia de Buenos Aires, cómo opera la ficción a la hora de pensar las vivencias de habitantes de los barrios más cercanos a la ciudad, a diferencia de quiénes viven a mayor distancia de la capital.
La literatura nos ayuda a construir el sentido que nos atraviesa, pero también nos permite descubrir otra forma de habitar nuestro tiempo. Sobre estos imaginarios, sobre los cruces entre ficción y experiencia y las lecturas que nos constituyen, hablamos con un autor que se crió en el sur del conurbano y que ya lleva décadas viviendo en el sur de la ciudad.
Olguín (Buenos Aires, 1967) es autor del libro de cuentos “Las Griegas”, las novelas “Filo”, “El equipo de mis sueños”, “Springfield”, “Oscura monótona sangre”, “La fragilidad de los cuerpos”, “Las extranjeras”, “No hay amores felices” (una saga con la misma protagonista) y “1982”. Fundó la revista V de Vian y se desempeñó como periodista en las revistas El Amante y La mujer de mi vida.
– Tu primera novela fue Lanús. De esa manera irrumpiste en la literatura argentina.
– Sí, antes de Lanús había publicado un libro de cuentos, «Las griegas», que fueron escritos a lo largo de los años 90. Transcurrían en lugares cerrados, en algunos que ni conocía, pueblitos de la provincia de Buenos Aires, París. Notaba que estaba faltando algo en esos cuentos y era lo que había defendido como mi propia estética: la calle, la ciudad, el barrio, los lugares en los que me muevo. En parte por mis lecturas, pero también por lo que había aprendido en las clases de David Viñas en la Facultad de Filosofía y Letras, en las que insistía en esa literatura que llamaba barrial, solidaria y que me gustaba como concepto. Nos decía: «Quieren saber qué sabor tiene la Ciudad de Buenos Aires, bueno vayan a la estatua del Quijote y pásenle la lengua». Lo que quería decir era «vívanla, estén ahí». “Lanús” tenía que ver con los códigos de barrio, la amistad, los vínculos que se van generando socialmente y que, a veces, se cortan pero siguen permaneciendo en uno. Me mudé de la primera casa en la que viví cuando tenía 11 años, seguí viviendo en Lanús, pero lo que es Lanús en sentido estricto son esos primeros años, en los que pasaba más tiempo en la calle que en mi casa. En eso está el origen de la novela. Me mudé llorando porque no quería irme del barrio, me mudaba a 14 cuadras, seguía yendo a la misma escuela primaria, pero a pesar de la nostalgia y la cercanía no volví más. Recién lo hice con el traductor de la novela al alemán porque quería ver los espacios de los que hablaba. Al escribir esa historia me preguntaba por qué uno no vuelve al lugar en el que fue feliz. También tiene que ver con mi madre, que se había ido de adolescente de su pueblo gallego y le preguntaba si le gustaría volver y me decía que no porque iba a estar todo cambiado. Cuando mi madre murió, viajé por primera vez a Europa y al llegar a su pueblo estaba igual, no había cambiado en siglos. “Lanús” intentaba responder a esa pregunta, por eso es alguien que vuelve al barrio y no quiere quedar atrapado en esa cultura.
– Ese barrio no está idealizado, los vínculos no están caracterizados por la pureza o la moral.
-No, y justamente esa etapa idílica de la infancia está marcada también por cosas horribles. En el caso del protagonista se tiene que ir por sospechas de que el padre es militante. Van creciendo y no se mantiene la coherencia de esos primeros años cuando todos tenemos un grupo de pertenencia tan fuerte.
– ¿Podemos decir que en «Oscura monótona sangre» hay más merodeo entre ciudad y conurbano?
– Ese protagonista vive en Recoleta y va hacia Lanús, Valentín Alsina, la parte más cercana a Pompeya. Nació en una parte pobre de Lanús, tiene su fábrica en Valentín Alsina y, a pesar de tener otros negocios, mantiene esa fábrica porque le recuerda el barrio, el lugar de origen, todo lo que fue. Sería la contracara de “Lanús” porque no es un regreso triunfal al barrio, sino que esa carga de éxito social parece un castigo. Es algo que lo va a llevar a su propia destrucción y la encuentra al meterse con una chica de condición social parecida a la suya de origen. Ella es de la Villa 21 de Capital.
– Decías en una entrevista que es un empresario característico de los 90.
– Sí, es el tipo que se hizo a partir de una fábrica y empieza a desviar su dinero a la especulación financiera, se involucra en la obra pública en los barrios. En vez de disfrutar ese crecimiento de manera menemista, lleva una carga existencialista que no le permite disfrutar como lo hace su entorno.
– Después escribiste «Filo» donde el eje parece ser la Ciudad, pero con una fuerte presencia de Constitución.
– Es la menos suburbana de mis novelas, tiene más que ver con la facultad. Juan Diego Incardona dice que los límites de la ciudad de Buenos Aires se parecen mucho a la zona del Gran Buenos Aires que está del otro lado entonces Pompeya se parece a Valentín Alsina, Liniers a Ciudadela, Nuñez a Vicente López, Barracas a Avellaneda. Yo tengo un vínculo fuerte con el sur de Buenos Aires, donde vivo, es como que nunca me termino de ir del Gran Buenos Aires. Constitución era una de las entradas a la ciudad. Llegaba cuando estaba en Constitución con el 45, cuando estaba en Once con el 165 o cuando llegaba a Congreso con el 37. A los 11 años viajaba solo para poder cambiar estampillas porque era filatelista. Soy de los del Gran Buenos Aires que vinimos a Capital a estudiar. El conurbano tiene un vínculo muy fuerte con la capital, depende cultural, social y medicamente de la capital. Al médico cuando era chico venía a Casa Cuna, mi madre me tuvo en el Hospital Rivadavia en Palermo. Iba al cine Los Ángeles o a los de Lavalle, salir era ir a la capital. Eso te vincula distinto al que vive en Junín, Bahía Blanca o Mar del Plata, que se mudan a la capital para estudiar. En mi caso hice la primaria en Lanús y la secundaria en Avellaneda, en escuelas más o menos cercanas, y ya para la universidad empecé a venir a la capital para estudiar. Viajar una hora en colectivo era lo más normal del mundo o tomar dos colectivos era parte de la rutina. Todo eso no está en “Filo” pero tiene que ver conmigo.
– En la saga de Verónica Rosenthal, el conurbano está muy presente en la primera de las novelas con el Tren Sarmiento como eje. Ella viene de una clase acomodada, está lejos del universo del conurbano, pero la conocemos en su vínculo con ese universo.
– Sí, entra en un mundo que desconoce absolutamente. Es algo que no le resulta incómodo, no es una turista, no tiene una mirada paternalista, ni perdonavidas.
Nos encontramos con una Verónica de Recoleta que se maneja en la calle con códigos bastante parecidos a los de los suburbios o del conurbano. Eso tiene que ver con su infancia en Villa Crespo, donde iba los fines de semana a la casa de sus abuelos, con un abuelo que había sido militante comunista en su juventud, era dirigente de Atlanta. Todo eso le genera un vínculo fuerte con lo barrial, lo popular. Los chicos que aparecen en esa trama son de la comuna 8, Lugano, Soldati.
– Y en «Las extranjeras» y «No hay amores felices» el conurbano empieza a desaparecer.
– Si, de hecho, la segunda transcurre en un pueblo chico de Tucumán y yo me sentía muy incómodo narrando porque los pueblos chicos no me inspiran mucho y a Verónica tampoco, se aburría y salía a correr porque no sabía qué hacer. Una editora de Verónica decía que desconfiaba de las ciudades que no tienen subte y me pasa lo mismo.
– ¿Cómo dirías que aparece el territorio bonaerense en la literatura argentina?
– El estereotipo es inevitable, pero para que haya estereotipo tiene que estar escrito. Creo que hay un crecimiento de ese territorio en la literatura a partir de los 2000, por autores que vienen del conurbano y se hacen cargo de ese lugar. A partir del 2000, hubo una búsqueda por empezar a narrar la ciudad de manera mucho más realista y a partir de la experiencia, no solo del conurbano, sino también de la Ciudad de Buenos Aires. Eso se da a través de escritores que venían del conurbano como Incardona, Claudia Piñeiro, Ángela Pradelli o Mariana Enriquez. Siempre han existido autores que vienen de sectores populares, pero no han sido los más abundantes o los que aparecen en los medios. Alfonsina Storni no viene de familia rica, Hebe Uhart tampoco. No tenían un lugar central. Borges, Bioy y toda esa generación más vinculada a Sur es muy fuerte en la literatura argentina. La fórmula padre obrero- hijo escritor no era la más habitual. Lo que sucedía era que el hijo del comerciante fuera contador, médico. Ser escritor parecía más vinculado a cierta comodidad económica que no tenían sus padres.
– ¿Qué lecturas previas con el conurbano como protagonista recordás?
-«Flores robadas en los jardines de Quilmes» que leí en el 82, 83 y me fascinó, me mostró una forma de narrar. Entre los 16 y 19, escribí una novela, que ahora descubrí que se perdió, y transcurría en Lanús y Avellaneda. Había ahí influencia del Turco Asís. Otra literatura que no transcurre siempre en el gran Buenos Aires pero que lo vinculaba mucho con ese territorio y lo barrial era la de Enrique Medina. Autores como Borges, Camus, Cortázar, Sabato, Sartre me dieron lecturas pero entre ellos se colaban el Turco o Medina y me daban herramientas que podía llegar a utilizar como escritor.
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