Un cumpleaños sin fiesta. Hace 40 años, el “Proceso” recordaba su irrupción en el poder con una misa en la catedral castrense. La sociedad argentina vivió con indiferencia ese triste aniversario, entusiasmada con la recuperación de la democracia.

Por Germán Ferrari*

 

 

Entre 1977 y 1982, la última dictadura cívico-militar recordó el aniversario de su irrupción en el poder con un acto oficial, una misa y un mensaje para la sociedad argentina. Pero el último cumpleaños del régimen fue distinto y el diario Buenos Aires Herald, uno de los pocos medios de comunicación que se atrevió a interpelar a las Juntas castrenses, marcó esa particularidad: “El régimen militar ha hecho gala de sorprendente ingenio en la proyección de un modo apropiado de celebrar el séptimo aniversario, hoy, del ‘proceso’. En lugar de lanzar una proclama que hubiera caído en el ridículo, organizar un gran desfile militar o aburrir al pueblo con largos discursos y ceremonias, decidió resumirlo todo en un acto sencillo y nada costoso que se constituyera en símbolo de su naturaleza del modo más adecuado posible, y secuestró la edición de hoy de [la revista] La Semana”.

La nota de tapa principal del semanario anunciaba una entrevista a la sobrina del general Llamil Reston: “Yo soy modelo y mi tío es el ministro del Interior”. Eso no les molestó a los jerarcas militares, pero sí la publicación de una investigación sobre el capitán de corbeta Alfredo Astiz –ya conocido por haberse rendido un año antes en el desembarco en las islas Georgias del Sur durante la guerra de Malvinas–, de quien empezaba a saberse su participación en las desapariciones de la estudiante sueca Dagmar Hagelin y las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet.

 

Para el Herald, la dictadura demostraba una vez más “su desdén por los procedimientos legales apropiados, por la libertad de prensa, a la par que su temor porque se ventile la ‘guerra sucia’, su intolerancia del disenso y sus arbitrarias reacciones contra cualquier persona o cosa que le moleste”.

De inmediato, el gobierno de facto pidió la detención del director editorial de la revista, Jorge Fontevecchia, quien se refugió en la embajada de Venezuela en Buenos Aires para luego partir como asilado político a ese país, en el que permaneció hasta poco antes de las elecciones del 30 de octubre.

La ceremonia oficial del 24 de marzo de 1983 fue una misa de acción de gracias (¿?) en la iglesia Stella Maris, la catedral castrense, en el barrio porteño de Retiro, ubicada frente de los Tribunales de Comodoro Py.

A la misa asistieron el dictador Reynaldo Bignone y los integrantes de la Junta Militar –el general Cristino Nicolaides, el almirante Rubén Franco y el brigadier general Augusto Hughes–, además de otros funcionarios. También concurrió el general Jorge Rafael Videla; llamó la atención la ausencia de sus sucesores –Roberto Viola y Leopoldo Galtieri– y de Emilio Massera, devenido en político con su Partido para la Democracia Social e involucrado en varias causas judiciales.

Ese mismo día, Galtieri tuvo otro compromiso: durante dos horas declaró ante la Comisión Interfuerzas por su responsabilidad en la derrota de Malvinas. Al salir del Congreso de la Nación, donde se realizó la diligencia, una madre de un soldado muerto en la guerra increpó al general, que se retiraba del lugar en un Ford Falcon verde.

El vicario castrense, monseñor José Miguel Medina, se encargó de la ceremonia religiosa. Medina, representante del sector más conservador de la Iglesia y acusado de recibir las confesiones de detenidos-desaparecidos alojados en un centro clandestino, fue quien escuchó la cotrahomilía del presidente Raúl Alfonsín en esa misma iglesia el 2 de abril de 1987, días antes del alzamiento carapintada de Semana Santa. En esa oportunidad, el prelado acusó al gobierno radical de cometer actos de corrupción..

 

Una huelga de regalo

Aquel 24 de marzo cayó jueves, día en que las Madres de Plaza de Mayo llevaban su reclamo de aparición con vida de sus hijos y nietos frente a la Casa Rosada. La ronda se replicó esa tarde en la Plaça de Sant Jaume en Barcelona. Hebe de Bonafini, María Adela Gard Pérez de Antokoletz y Aurora María Zucco de Belocchio, junto con otras Madres, trasladaron la protesta a España. Durante ese mes habían sido recibidas por varios líderes europeos y por el papa Juan Pablo II.

La dictadura estaba inquieta por la huelga nacional que habían dispuesto las dos CGT –CGT-Azopardo, cercana al Gobierno, y CGT-RA, combativa– para el lunes 28 de marzo ante el agravamiento de la crisis económica y social –inflación de febrero, 13 por ciento–. La maniobra de declarar la ilegalidad de la protesta no sirvió de nada: el país se paralizó.

Pero la preocupación mayor del Gobierno estaba puesta en la redacción de un engendro jurídico que sirviera para garantizar la impunidad de los delitos de lesa humanidad cometidos desde el poder. Los sectores conservadores de la Iglesia católica hablaban de la necesidad de “olvido” y “reconciliación”. En cambio, el ala progresista advertía que la reconciliación verdadera no podía ser sinónimo de “impunidad”.

Un mes después del séptimo aniversario del “Proceso”, el Poder Ejecutivo difundió el “Documento final sobre la guerra contra la subversión y el terrorismo”, en el que afirmaba que los desaparecidos estaban muertos, con excepción de quienes se encontraran en el exilio o en la “clandestinidad”; planteaba que el país había sufrido una “guerra”, en la que pudieron cometerse “errores”, y negaba la existencia de “lugares secretos de detención”. Y para completar la aberración, un mes antes de las elecciones generales, promulgó la Ley 22.924 de “Pacificación Nacional”, conocida como “Ley de Autoamnistía”, que fue derogada durante los primeros días del gobierno de Alfonsín.

El 24 de marzo de 1983 trascurrió ante la indiferencia de un país harto de los militares y entusiasmado con participar de la reconstrucción democrática. Que Bignone asistiera a una reunión de los países “No Alineados” en la India y se sacara una foto con el líder cubano Fidel Castro era un signo del desquicio de los últimos meses del régimen.

Eran días en que la atención futbolera estaba puesta en la convocatoria del flamante entrenador de la Selección nacional, Carlos Bilardo, que incluía a Norberto Alonso –jugador de Vélez Sarsfield– después de cinco años de ausencia; la llegada del entrenador César Luis Menotti a Barcelona, donde dirigiría a Diego Maradona, y la incorporación del joven uruguayo Enzo Francescoli a River Plate.

 

La fiesta de todos (menos los fachos)

La burla, la ironía y la sátira se convirtieron en herramientas para desarmar esos tiempos oscuros. Una vez más, la revista Humor editorializaba con una caricatura potente. En la tapa del número 101, bajo el título “El último cumpleaños de facto”, los integrantes de la primera Junta Militar, con Videla a la cabeza, recibían un tortazo como regalo.

 

En su interior, el dibujante Horatius desplegaba a doble página “7 estupendos años del Proceso”: en el “Monumento a los logros” los beneficiados con las tropelías de la dictadura festejan, mientras abajo, entre las columnas de esa especie de autopista inconclusa, la gente se agolpa en las ollas populares. Y en esa misma edición, la revista proponía a sus lectores que mandaran cartas para decir qué le obsequiarían al Gobierno en su nuevo aniversario.

Otra revista opositora, Caras y Caretas, publicaba una “composición” al estilo escolar, con el tema “El cumpleaños del Procesito”: “Chorreado de mocos, Procesito cumplió siete años pero no hizo mucha fiesta. Había menos chicos que otros años. Dos cocas y unos sánguches con gusto a muerto”. Así comenzaba el brulote firmado por MAG (María Alicia Guzmán, que también usaba el seudónimo Petisuí). Y la historia continuaba: “La cuestión era que el pobre Procesito tenía una cara horrible. No estaba contento –debe ser porque no recibió regalos ni felicitaciones de nadie–, tenía la boca apretada y los ojos de malo. Cuando llegamos dijo que estaba enfermo y nos quiso echar pero después se arrepintió y nos pidió que nos quedáramos porque somos los únicos amigos que tiene”.

Siete años pueden parecer pocos, pero la sociedad argentina los había padecido como una eternidad. Ya se vislumbraba que la dictadura marchaba hacia su tiempo final, a regañadientes, sin celebraciones y en soledad.

 


 

 

Germán Ferrari es profesor de Periodismo Gráfico y Taller de Periodismo Gráfico en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ). Sus últimos libros son Osvaldo Bayer. El rebelde esperanzado (2018), Pablo Rojas Paz va a la cancha. Las crónicas futbolísticas de «El Negro de la Tribuna» (2020) y Raúl González Tuñón periodista (en prensa).