Por Patrick Eser

En febrero, cuando la pandemia era una amenaza todavía lejana para los argentinos, Patrick llegó al país desde su Alemania natal a encarar una investigación que se frustró por los nuevos rituales que impuso el coronavirus. Quedó varado y, cuando consiguió un lugar en un vuelo de repatriación, las escenas que registró en el aeropuerto lo subieron a un viaje directo al Conurbano. Sobre el final de este año pandémico, las rescata en este relato que habla de cómo el reino del COVID cambió nuestras percepciones y estares en el mundo.

Ezeiza, abril de 2020

A los días en los que me tocó pasar por Ezeiza para salir de la Argentina y volver a Alemania los recuerdo siempre como algo extraño. Viví ese paso de fronteras como el de un mundo a otro, como si se tratara de distintas realidades de mi vida, con emociones ambivalentes. Tristeza, alegría, últimos besos y abrazos. Pasar controles, esperar, soledad. Chau. Y, en el medio, los alemanes de Villa Celina.

Después de haber estado durante semanas varado en la ciudad de la furia, a donde había llegado en febrero a investigar sobre ficciones urbanas que trascurren en los diferentes espacios de la metrópolis y del Conurbano, se supone que es el día de volver. Un vuelo de repatriación va a llevarme “a casa”, a Alemania. No hubo despedidas, ni contactos ya desde hace semanas.

Si ya el tiempo antes de la cuarentena era raro, después, durante el reino del COVID, todo se convirtió en algo todavía más extraño. Cambiaron las percepciones, los estares en el mundo, los ánimos, los rituales cotidianos. Y la escena con la que, un rato después, me iba a encontrar en Ezeiza, en un extraño cruce entre mis “compatriotas” y sus nuevos hábitos que evocan a mis sensaciones sobre el Conurbano, me confirman que, en esta vida en pandemia, todo lo que sólo reservábamos a la imaginación, puede volverse posible.

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Antes de salir al aeropuerto, veo que el señor del balcón de enfrente pone lavandina encima del embalaje del mate que acaba de comprar. Ya es el segundo departamento en que viví durante esta estancia de pocas semanas que se terminaron extendiendo por el cierre de las fronteras: del primero, me rajé después de que me enteré que les vecines quisieron llamar la policía para avisar que un alemán en el edificio no respetaba la cuarentena obligatoria de los turistas recién entrados en la Argentina. Pero daba lo mismo que yo ya había vivido acá por más de cuatro semanas y no podía haber importado nada porque cuando llegué, todavía, ni siquiera había llegado la cuarentena general.

Para febrero, el coronavirus recién había generado algunos contagios muy locales en Alemania. El primer caso fue en un pueblo en Bavaria donde vivía gente que, por su profesión, había viajado a China. Después, cuando mis pies ya estaban en suelo argentino, hubo un brote por una fiesta de carnaval cerca de Colonia. Pero en tiempos en que el pánico se convierte en moda, lo fáctico no cuenta. También me echaron de la terraza de arriba del edificio, último refugio con luz natural, aunque nunca vi a nadie a quien pudiera contagiar.

Lo que vino era La peste. Muchos empezaron a leer este texto de Albert Camus para entender mejor lo que estaba pasando en nuestro mundo, para darle algún sentido a las imágenes que llegaron de Italia, de España y, después, de Estados Unidos. A mí, me hubiera gustado leer también el Mito de Sísifo, del mismo autor, para entender un poco mejor esto lo que nos tocaba vivir en la cuarentena: una vida cotidiana que empezó y continuó y continuó y continuó en el encierro, con la reiteración, siempre, de los mismos rituales cotidianos en este microcosmos. Después, en el segundo departamento al que me mudé clandestina e ilegalmente, por suerte, con una ventana al mundo.

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Mientras estuve varado, me cancelaron el vuelo de regreso a mi país y quedé sin más noticias. Cuando empezaron a organizar vuelos de repatriación, me pareció una rara, pero al mismo tiempo, buena noticia. Nunca me hubiera imaginado que algo vinculado con el atributo ‘patria’, o una iniciativa que tiene algo que ver con la embajada alemana (a la que asocio más con hechos como dejar pasar que ‘desaparezcan’ alemanes revolucionaries en la Argentina durante la última dictadura cívico-militar) me pudiera gustar o causar simpatía.

Pero, finalmente, me tomo hoy un vuelo de repatriación, para volver a mi ‘patria alemana’ (estas dos palabras juntas nunca me saldrían en condiciones ‘normales’, nunca o, por lo menos, no sin tono irónico) después de una bien fracasada estancia de investigación. Las charlas, entrevistas, el trabajo de campo pero, también, los encuentros con amigues, colegas o los partidos del fútbol en la cancha de cinco, todo cancelado desde hace semanas. Y, ahora, la repatriación, ¿o la expatriación? La melancolía y ese torbellino emocional que normalmente se apoderan de mí en Ezeiza, en esta zona fronteriza entre dos o más mundos, ahora, no surgen. Raro.

Vine muy temprano al aeropuerto porque tenía preocupación por los controles y el tiempo que iban a tardar. Pero no. Pasamos bastante rápido, así que me quedan dos horas esperando en un lugar desértico. Donde normalmente reina la agitación de las masas humanas, ahora sólo hay tranquilidad y el vacío. Casi sin tráfico, ningún trabajador, ningún turista. Nadie. Sólo el sol. Y brilla fuerte.

Salgo para despedirme de ese cielo celeste. Para poder despedirme por lo menos de algo ¿Un sol de despedida? “Medio apocalíptico este escenario”, pienso mientras miro el aeropuerto abandonado. Recuerdo que traje la cerveza que había quedado en la heladera. Hace mucho que no tomo birra en un día soleado. Mientras disfruto los primeros tragos, me doy cuenta de que viene cada vez más gente, en taxis, en bondis. “Alemanes”, pienso y un chequeo superficial de las personas, de su atuendo y estilo de moverse, confirma la tesis de mi detector.

Las personas se dan cuenta de que llegaron también muy temprano y empiezan a poblar el lugar delante del aeropuerto. Esa zona en la que uno normalmente no puede estar parado porque entran y salen cientos de personas cada minuto, o más, se convierte paulatinamente en un área chill-out, en que la gente se sienta en el suelo y disfruta del sol. Mientras la cerveza me causa los primeros efectos, un leve y feliz estado de embriaguez, me entero de que la gente se está juntando, conectando, hablando… y eso, como percibo con sorpresa y cierta preocupación, sin mantener la distancia exigida de 1,5 metros.

La gente busca interacción, quiere compartir, se muestra abierto para “el otro”. Veo algo que durante las últimas semanas no había visto: se juntan y se acercan para hablar, para reírse, y todo esto ¡sin mantener la distancia! Me río solo. Después de todo lo vivido en las últimas semanas, con la vida distanciada, los “contactos” en la calle en donde la gente te miraba con ojos asustados o amenazantes si te cruzabas con ella en la vereda, en el supermercado o en las filas y, con esos nuevos hábitos de distanciamiento ya casi incorporados, esta escena con los alemanes juntos, cerca y riendo delante de un aeropuerto abandonado, me parece grotesca y casi graciosa.

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Se me viene entonces el recuerdo de una charla que tuve con Yani sobre distancias corporales, humanas, personales y diferentes modos de vincularse con otros cuerpos, cuando ella no podía creer que yo nunca en mi vida había abrazado a mi abuelo. “Esos fríos alemanes, claro, hostia”.

Vínculos transculturales siempre invitan e impulsan a pensar sobre lo nada evidente que es la “propia cultura” encarnada, y te obligan a cuestionar cosas naturalizadas. ¿Cómo puede ser que nunca en mi vida abracé a mi abuelo? Recuerdo esas charlas con una risa en mi alma, ahora que estoy acá, observando esa cercanía intra-alemana, esas ganas de conversar vivamente y los gestos de simpatía intercambiados. Mientras observo y pienso todo esto, se me viene la idea de que aparentemente yo me había convertido en un tipo de policía, un rati, la yuta que controla esos tipos de comportamientos demasiado cercanos. Me parece irresponsable lo que veo y cómo se comportan mis “compatriotas”. Asoma el policía que había crecido en mí en las últimas semanas.

“El mundo va a ser diferente después de esto”, pienso. Les alemanes abrazándose, tocándose todo el tiempo y les argentines a distancia de seguridad, con miradas de pánico, desconfiades. Me tengo que reír solo por estas fantasías bizarras que me vienen en este contexto, con este sol apocalíptico y el Ezeiza desértico como telón de fondo. Yo como policía, rati, otro Blockwart en la fase posapocalíptica de mi existencia. ¿Se va a revolucionar todo, quizás?

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Me envuelve otro recuerdo, una ocurrencia que tenía ya durante el viaje rumbo a Ezeiza. En el camino por la autopista, pasamos por al lado de Villa Celina, en La Matanza, una ciudad y un mundo que lamentablemente nunca conocí personalmente, pero sí mediante los relatos de mi amigo, el escritor Juan Diego Incardona. Juan, varias veces, me quiso invitar a una excursión a Villa Celina para mostrarme un poco este mundillo social, las calles, las particularidades de ese barrio del Conurbano que describió en sus relatos y que, por evocación de sus textos ,de alguna manera conocí, pero nunca pisé. A pesar de que no concretamos este plan, siempre que paso por Villa Celina desde la autopista, intento echar algunas miradas a la dirección en la que me imagino este barrio.

Miro con curiosidad, giro mi cuello, ajusto mi aparato visual para captar algunas impresiones de este mundo des/conocido que, para mí, existe solamente en mis imaginaciones, fruto de la prosa incardoniana. Y que se alimenta, también, de mis visitas al Conurbano en otros viajes a la Argentina, en los que pude caminar por La Tablada, San Martín, Florencio Varela y el hospital Paroissien, de Isidro Casanova al que, antes, sólo había entrado a través de la lectura de «Kryptonita», de Leonardo Oyola.

Tomo otro largo trago de la lata y viene a mi mente la imagen de la birra en la esquina que varias veces Juan evoca en sus textos de infancia y adolescencia en Villa Celina. Ese ‘evento’ en la calle que junta personas del barrio, básicamente para hablar, boludear, tomar birra y jugar, hablar de los no-sentidos y sentidos de la vida, de la propia o de la de les vecines, o de otros, mucho más interesantes y excepcionales. Pienso en esa birra en la esquina, mientras mis ojos observan ese escenario con los alemanes juntándose, riéndose, ahí tirados en el asfalto de la Ezeiza abandonada y yo observándolos, tomándome la birra y riéndome solo.

Los alemanes de Villa Celina pienso, y me río todavía más. Suelto una carcajada. Falta sólo un ejemplar de ese loro que habla euskera y que aparece de vez en cuando en los relatos de Juan sobre su barrio fantasmagórico para que esta escena se convierta en una película de Monty Python.

Me encanta la idea. Tomo otro trago de la lata, la cerveza ya es más tibia que fría, pero todavía rica. Miro el celu, pienso en las personas a las que quiero mucho y de las que no pude despedirme, especialmente, pienso en una con la que la última despedida fue una cagada. Quiero escribirle, o enviarle un audio y veo que tengo una noticia en Whatsapp. No lo puedo creer: ¡un audio de Juan Diego! Lo escucho al instante, escucho que me pregunta cómo va todo en Kassel, mi ciudad, y me comenta que él tiene ahora un nuevo trabajo, que va a armar una Casa de Cultura en la Provincia de Buenos Aires, que todo piola y que ojalá nos veamos pronto. No puedo creer ese audio, las coincidencias y le respondo directamente con un audio, con mi lengua ya un poco afectada por la birra: le cuento que estuve en la Argentina algunas semanas y que justamente ahora estoy en Ezeiza, que lamentable no nos pudimos ver por esta pandemia y que estoy feliz ahora de poder volver a Alemania. Le comento mis observaciones de los alemanes de Villa Celina que están invadiendo Ezeiza y que arman acá su propio Woodstock, y que todo esto me parece bastante bizarro, bajo este sol apocalíptico en un Ezeiza desértico. Mando el audio y me doy cuenta de que este día es bastante raro, que no es sólo el efecto de la birra bajo el sol.

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Después de un rato, entro en el aeropuerto, ya es la hora y veo que los alemanes habían empezado a construir esas filas muy artísticas y elaboradas en forma de serpientes por todo el hall desértico. Yo siempre había creído que esto era un invento de la creatividad argentina, pero quizás eso también cambiará ahora. La cola avanza lentamente pero lo tomo con paciencia, todavía en mi mente sobrevive la birra en la esquina, el intercambio inesperado con Juan Diego, el sol apocalíptico y la soledad dentro mío.

Pensando en Juan Diego, se me viene otro recuerdo: un coloquio en la Universidad Arturo Jauretche, en Florencio Varela, donde gente muy inspirada expuso perspectivas sobre las culturas del Conurbano ante un público numeroso e interesado. Y el choque que me dio el contraste de entrar el día siguiente en el campus de la UCA, en Puerto Madero, para participar en un coloquio internacional sobre narrativas del espacio. Mundos distintos en los que, de alguna manera, la obra de Juan Diego fue objeto de debates. Los contrastes dentro de la Argentina que observo, las distancias y contrastes que percibo en mí en cuanto a mi experiencia ‘argentina’, la curiosidad y su posible origen.

Pienso también en la visita de Juan Diego a mi casa en Kassel, cuando lo invité a mi clase en la Universidad para presentar su obra y recitar algunos de sus cuentos. Pienso en la comodidad que Kassel le dio porque percibió los lugares que le mostré –básicamente, la Nordstadt o el bar ‘Lo de Ali’– como ‘popular’, también a diferencia con el resto que vio en Alemania. ¿Será la Nordstadt de Kassel algo como el Conurbano de allá? ¿Estoy confundiendo todo? Todas las ideas y recuerdos se mezclan, confluyen en la confusión de una mente achispada por las impresiones, los recuerdos y la birra, el estado anímico de esta despedida bastante particular.

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Les alemanes, mientras tanto, siguen con su buena onda, también en la fila. Se sientan en el suelo, toman mate –¡claaaro, cómo no!– las distancias entre las personas siguen siendo mínimas. Mientras avanzamos, poco a poco, me burlo de los trabajadores de la embajada alemana que intentan organizar la fila ‘tipo argenta’ acá en la desértica Ezeiza, su nuevo reino. Me burlo de los ridículos chalecos oficiales que tienen puestos: un fuerte naranja de base y una gran bandera alemana en la parte de la espalda. Tienen pinta de burócratas, de diplomáticos, pienso, observo y confirmo mis prejuicios. Ya me estoy acercando al check-in de la embajada y veo una gigante bandera alemana detrás del mostrador.

Se me vienen a la cabeza imágenes de la bandera que, en los últimos años, volvió a tener mucha presencia en Alemania, sobre todo en las crecientes manifestaciones de la derecha extrema. Me quiero amargar por la bandera gigante que nunca sentí como la mía mientras reconozco entre estos trabajadores al embajador mismo, obviamente, también vestido con uno de estos chalecos feos. Lo reconozco porque visité la página web de la embajada alemana mil veces en las últimas semanas, siempre buscando últimas noticias sobre los ‘vuelos de repatriación’. De vuelta, pienso que de verdad sólo falta este loro vasco como último elemento para que todo este escenario en la Ezeiza abandonada, con el sol apocalíptico arriba y los alemanes de Villa Celina en el suelo, se convierta en una película de fantasía.

Cuando estoy delante del mostrador del check-in, la enorme bandera alemana casi me roba la vista. Pienso que al final es el tránsito por Ezeiza más largo y que con menos tristeza vivencié. Paso los controles, con mis compatriotas bien cerquita, nunca a más de un metro de distancia y subo al avión.

Noto que nunca estuve tan lejos de llorar en un día en Ezeiza, nunca tan lejos de no poder resistir a la tristeza. Cuando el avión despega, cierro los ojos, los somníferos hacen su efecto. Antes caer rendido, abro los ojos por última vez y veo que un ejemplar del ‘loro vasco’ había conseguido entrar al avión. Se me acerca volando y se sienta en mi hombro derecho, acerca su boquita y me susurra en mi oreja, en un euskera bien de Villa Celina. “Kaixo Patxi. Dena ondo dago. Que duermas bien”.

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Patrick Eser estudió Ciencias Políticas y Letras románicas en la Universidad Philipps de Marburgo (Alemania) donde se doctoró en 2012. Desde 2011 se desempeñó de docente de Letras y Estudios Culturales Hispánicas. En agosto de 2020 empezó a trabajar de lector del DAAD (Servicio Alemán de Intercambio Académico) y docente en la Universidad de Buenos Aires, a distancia y de modo virtual. Patrick está por cerrar una investigación posdoctoral sobre ficciones urbanas.