Murió Carlitos Balá y los (ahora maduros) niñes que crecieron a la luz de su chupetómetro, lo despidieron inundando las redes de mensajes emotivos y recuerdos de infancia. Sin embargo, tal como sucede cada vez que un personaje popular muere, su figura no escapó al debate twittero sobre su participación en películas complacientes con la dictadura cívico, militar, eclesiástica y empresarial argentina. ¿De dónde surge la necesidad de señalamiento sobre la tristeza de los otros?

Por Romina Scalora*

 

 

Murió Carlitos Bala. Se fue esquivando el ranking twittero de la supervivencia, incluso habiendo superado en edad a la recientemente fallecida Reina Isabel y a nuestra campeona, Mirtha Legrand. Un ranking que originalmente contaba con candidatos de lo más variopintos: Cacho Castaña, Gerardo Sofovich, en fin, personajes que quedaron en el camino, hasta que algún aniversario o meme los trae de nuevo a la conversación twittera. Sin embargo, Balá nunca integró la nómina de candidatos. ¿Por qué? Porque se lo quería.

Son escasas las personas que dejan un halo de tristeza cuando mueren, pocas veces un twittero tiene casi nada qué aportar. Pero pocas veces se activa esa fibra íntima que se percibe en el otro a través de una pantalla, posiblemente solo cuando al que se despide sea un personaje constituyente de aquello que algunos denominan “cultura popular”.

La muerte de Diego se sintió en el aire, en la calle, en el silencio denso. Esa primera noche en las redes hubo luto. No hubo duelo, el duelo es un proceso y vino mucho después (si es que alguna vez terminó). Esa primera noche hubo luto, se formalizó la muerte. Se lloró.

Salvando las enormes distancias, algo de eso sucedió con Balá, como cada vez que se muere alguien que golpea ese reflejo humano que activa el afecto. Y en las redes se percibe un momento de luto. Más o menos profundo, más o menos duradero.

Sin embargo, mientras los muros se inundan de mensajes sentidos y fotos, por lo general mal encuadradas, con el muerto de turno, se empieza a percibir un tuit, que incluso antes de leer sabemos que se viene. El tuit que invita a la revisión, a cuerpo caliente, de “la verdad”.

Un tuit  que recordaba que Carlitos Balá formó parte, en 1976, de la película “Dos locos en el aire” interpretando a un soldado torpe pero de buen corazón, a las órdenes de un “teniente gran compañero” interpretado por Palito Ortega. Y para agregar más información, el tuit mencionaba que la película fue filmada el mismo año en el que se iniciaron los vuelos de la muerte, en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba donde funcionaba un centro clandestino de detención.

 

Es cierto que Balá trabajó durante los años de la dictadura cívico, militar, eclesiástica y empresarial. Junto con la mencionada, hizo 9 películas más, grabó 13 discos y trabajó en ATC, en el programa televisivo que, concretamente, le dió su mayor popularidad. Es cierto. Tan cierto como que Maradona fue todo menos el ejemplo del hombre de familia que iba de la casa al trabajo y del trabajo a la casa.

La pregunta es: ¿Qué hacemos con eso? Si el que postea una foto con emoción real, conoce esa información, (porque posiblemente haya sido durante esos años en los que sus padres lo llevaron para que dejara el chupete en su programa), sigue conmovido.

Así como la partida de algunos personajes activa el sentimiento genuino de tristeza en una amplia mayoría, pareciera que simultáneamente los intelectuales de los 280 caracteres fueran convocados por un llamado imperioso a irrumpir en el momento de dolor, para recordarnos que aquello que nos conmueve, está mal. Que no deberíamos conmovernos, ni lamentarlo. Y lo que es peor, que con nuestra tristeza a cuestas nos convertimos en cómplices.

Hace rato sabemos que las redes no son los espacios de irrealidad que creíamos, en los que desplegar una doble identidad sin que esta tenga, necesariamente, un correlato con la “vida real”. Hace rato sabemos (o deberíamos) que no existe aquello de interpretar impunemente el rol Mr. Hyde tras un teclado, preservando para el mundo de lo real nuestro ya aceitado Dr. Jekyll.

Y lo sabemos porque la voz pública circula en redes, sin intermediarios ni moderadores. Y menos en el irrestricto mundo twittero, donde todo cabe. Desde spaces en los que se planea un magnicidio a la vista de cualquier usuario, hasta el ranking de supervivencia de los famosos que tanta risa nos da. Y por supuesto, el análisis academicista y memorioso que señala la tristeza de la mayoría como parcializada, irracional, e incapaz de contemplar “la verdad completa”.

Pero esas voces que aparecen para recordarnos lo que no queremos ni podemos en medio de la tristeza, no nacieron en Twitter, sino en la necesidad de desmarcarse de un sentimiento mayoritario y, por lo tanto, entendido como irracional, contradictorio y ambiguo.

Por eso los grandes reveladores de verdades circulan en redes arrancando las cascaritas de la herida antes de que puedan formarse, como mecanismo sistemático de una lógica que perdura pero siempre existió. Con una diferencia sustancial: para acceder a ella antes había que salir de casa, ir hasta un quiosco, y comprar alguno de los ilustrados diarios porteños, escritos mayoritariamente por sesudos analistas porteños.

La voz pública, es esencialmente porteña. Y ahora sin intermediarios, circula en Twitter. Un porteñismo que se auto pretende ilustrado para diferenciarse culturalmente de un opuesto que no alcanza, nunca, su análisis racional. Es esa la razón por la que los nacidos y criados en la Ciudad de Buenos Aires somos formados en la idea de que existe un “interior” compuesto por el Conurbano bonaerense pero también por cualquier provincia. Porque en el “interior” cabe todo (menos nosotros, los porteños), como en Twitter.

Y si bien este mecanismo se despliega en todos los ámbitos, queda expuesto en carne viva en los momentos en que estamos con la lágrima en el teclado. Porque la cultura toca fibras de identificación que incluso pasados por el tamiz de la racionalidad, seguimos sosteniendo sin mucho más sustento que la conmoción. Y es ahí donde empieza a tambalear la idea de formatearnos para encasillar nuestros afectos en permitidos o cancelados.

El juicio sobre la conmoción de la mayoría no pretende develar una verdad, sino aleccionar sobre lo que no se debería sentir. Lo que inevitablemente anula la posibilidad de convivencia con la contradicción, como si no fuera parte constituyente de cualquier vínculo ya no cultural, sino humano.

Fito Páez dijo hace 11 años, tras el triunfo de Mauricio Macri como jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, que la mitad de los porteños le dábamos asco. Sin embargo, acaba de emprender un tour que retoma su álbum más importante, y el más vendido del rock nacional, agotando 8 conciertos en un estadio con capacidad para 15 mil personas. Es decir, más de 120 mil personas hicieron cola virtual por horas para conseguir una entrada y verlo en la misma ciudad que hace una década lo aborreció. ¿Cada persona de esas 120 mil estuvo de acuerdo con lo que dijo Fito hace 11 años? Déjenme dudar.

Es cierto que la emoción popular no siempre nos convoca, a veces la tristeza nos pasa por el costado. Gran parte de los usuarios activos en redes no fueron contemporáneos a Balá, y posiblemente no lo hayan consumido nunca. Ni siquiera se trata de emprender una contienda entre “balálivers” y detractores. Porque es cierto que Balá participó de “Dos Locos en el Aire” en 1976, hace 46 años y que luego pasaron casi tres generaciones, si entendemos que aproximadamente cada 20 años el engranaje de consumos culturales se actualiza. Lo que cabría a debate es dilucidar por qué ese porteñismo ilustrado que derrama verdades, considera más valioso arremeter ante la conmoción que tomarse unos segundos para ponerse a tono con el sentimiento mayoritario y reservar los enunciados para después.

Porque si bien nadie es condenable por el lugar en el que trabaja, ni necesariamente representante de los intereses que esos espacios defienden, pareciera que hay cierta impunidad discursiva en enaltecerse como portavoz de una “ilustración” que amparó lo mismo que denuncia. Y así como nadie es responsable por haber nacido en el reducto cultural que nació, tampoco se le puede achacar esa misma responsabilidad a quien siente profunda pena por algo que desconoce, o que conoce, pero aún así lo conmueve

Porque si las redes son espacios virtuales por su medio, pero reales por su capacidad de intervención en las relaciones humanas, entonces ante la tristeza, quizás debamos quedarnos con las palmadas en la espalda. Con aquellos que pueden sentir la temperatura del ambiente y ajustarse a él sin pretender enseñarnos nada mientras nos dure el nudo en la garganta.

 


*Nació en Buenos Aires en 1988. Es Profesora de Historia recibida en el Instituto Superior del Profesorado Joaquín V. González, en donde se desempeña como colaboradora en la asignatura de Historia Contemporánea, poniendo especial énfasis en el abordaje acerca del surgimiento de las nuevas derechas, sobre el que realizó su estudio de grado: “Identidad partidaria del PRO: Contradicciones entre su discurso y su composición (2001-2007)”

Ejerce, además, como docente del nivel medio en la escuela Escuela Osvaldo Pugliese de gestión estatal de la Ciudad de Buenos Aires.

Paralelamente se desempeña como comediante colaboradora en radio junto a María O’Donnell en “De Acá en Más” por Urbana Play. Durante 2022 integró proyectos televisivos como panelista en “El debate del Hotel de los Famosos” por El Trece y como columnista de humor en “Instalate” por América.

Además participó como guionista en los diversos espacios del canal de humor de YouTube “País de Boludos” abordando temáticas de política nacional e internacional.

Participó en la creación de contenido humorístico para “El Destape Web”, y en sus redes sociales (@laromiscalora) se desempeña como creadora integral de contenidos audiovisuales de comedia con tinte informativo, en el área de espectáculos y curiosidades. Actualmente trabaja en la elaboración de un libro de su autoría.