Por Leandro Barttolotta*

 

También en una economía moribunda (y mortífera) los pelos y las uñas van a seguir creciendo. Aunque la frase parece sacada de una sinopsis de peli de terror, no se asusten que no voy a mostrar primeros planos de tonalidades pálidas, de esos que arrancan gritos o te obligan a taparte los ojos. La frase parece también un consejo para quien busca un oficio de futuro laboral asegurado. Pero quienes se dedican a las artes de hacer algo con lo que prolifera (cortarlo, arreglarlo, decorarlo) conocen hace rato esa verdad de la anotomía social y popular.

En grandes salones que se inauguran o perduran, luminosos y cerca de las arterias comerciales o en locales en barrios alejados; en carteles de Facebook o estados de WhatsApp que se comparten ofreciendo cursos pagos en PDF (en los que una profesora graba un video explicando las tareas en detalle y después se dedica a venderlo o revenderlo); en centros de formación que dan cursos presenciales; en localcitos que también dan cursos presenciales; en los cientos de perfiles de Instagram: el oficio de manicura sigue en expansión. Un crecimiento en medio del ajuste que empuja a esa gimnasia tan vital y feroz del rebusque en el mundo de los servicios ofreciendo, comprando y vendiendo lo que se pueda.

“Las chicas buscan mucho hacer cursos porque tiene una salida laboral rápida. Pero es algo que tenés que dedicarte y hacerlo bien porque está en juego la salud. Me ha pasado que vienen clientas a las que en algún lado les contagiaron hongos, les lastimaron las uñas o la piel usando el torno. Tenés que hacerlo con mucho cuidado y te tiene que gustar hacerlo”. La voz es de Romina, que dio cursos presenciales en el local-estudio que tiene frente a su casa, en Villa Itatí, Quilmes, pero que ahora, por más que la requieran, no tiene tiempo porque la agenda está rebalsada y ni siquiera puede tomar turnos a clientas nuevas. Mete jornadas laborales de doce horas para atender a las mismas de siempre.

 

Las reinas del barrio

Una piba está sentada en el último asiento del bondi. Si bien parece sumergida en el escroleo de pantalla, está a punto de demostrar que tiene el superpoder viajero de distraerse sin regalarse jamás. Se están abriendo despacio las puertas traseras del colectivo, y luego de amagar con bajarse, un punguita gira sobre sí mismo y le tira el tarascón al celular. Los mismos dedos, con unas uñas esculpidas color perla que sobresalen varios centímetros de la pantalla, en un gesto automático y luego de registrar la sombra con mirada periférica, hacen una especie de tactactactactac y mutan desplegando una especie de araña metálica que atenaza el teléfono y le permiten seguir en la suya mientras el pibito baja corriendo y con cara de asombro en el rostro.

Pero a hacerse las uñas no concurren solo jóvenes: “Tengo clientas desde los dieciséis años, que es la edad a partir de la cual tomo, hasta jubiladas”, cuenta Romina. Y también de todos los oficios o profesiones. Desde empleadas administrativas que laburan lejos del barrio hasta amas de casa que laburan adentro del barrio y de la casa. Ese mercado tan heterogéneo explica también la uña color rosa chicle que la profe de la hora anterior se olvidó en el escritorio.

Romina, que hace más de quince años que se dedica al oficio, historiza el boom: “Hace diez años trabajaba en Palermo y había llegado la moda de afuera (de la mano de la influencia de cantantes de uñas superlargas). Mi jefe había traído la cabina para uñas, los esmaltes semi permanentes y acá en zona sur todavía estaban los esmaltados tradicionales. Antes se las hacían las chicas que eran oficinistas. También las que por ahí iban más al centro. O las minas que tenían plata y tenían empleadas que en sus casas limpiaban y les hacían las cosas. Las amas de casa, no. Se compraban un esmalte y se pintaban ellas mismas. No iban a hacerse las manos porque se usaba el esmalte tradicional que cuando lavás dos o tres platos, o limpiás, ya se te sale y es plata tirada. Ahora, con el esmaltado semi permanente, que puede durarte hasta tres semanas y es mucho más resistente, pueden hacer las cosas de la casa tranquilas”.

Una democratización que puso al alcance de los dedos e hizo popular ese antiguo gesto de ociosidad monárquica de contemplarse las uñas mientras se le pone play al monólogo interno, o se tararea alguna canción al ritmo de golpecitos de teclado imaginario sobre la mesa. Si no hay tiempo para rascarse, puede haber un rato para mirarse las uñas decoradas, mientras se usan las manos para hacer mil movimientos, malabares y labores cotidianas.

 

Arte minimalista

Me acuerdo del ritual materno. El pincelito del esmalte pintando un rojo carmesí sobre la uña del dedo gordo. El olor fuerte y embriagador del quitaesmalte que me alejaban de la mano. De esa evocación de una escena casi despojada de elementos a verdaderas fabriquitas de belleza sofisticada y manicuras que devienen también en artistas y algo así como tatuadoras de uñas. En el mercado existen uñas postizas que las clientas se pegan en sus casas para zafar si tienen algún cumpleaños o evento familiar; uñas soft gel que son de las que se pegan y duran (si se las cuidan) tres semanas y que se hacen en los salones; el nail art que son dibujos a mano alzada.

Manicuras como Romi, a quien a esta altura de la crónica tuteo, hacen ese laburo artístico porque son también dibujantes, pero están quienes prefieren pegar stickers, piedritas o strass, que es algo más simple e insume menos tiempo. El oficio implica usar una banda de materiales: monómero y polímero (un líquido y un polvo que se compactan y con eso, usando un molde, crean la uña), las uñas soft gel que ya vienen de un largo determinado y se cortan y pegan en el tamaño que la clienta quiera, el poligel que viene en un pomo y lo agregás también con un molde arriba de la uña, etc. También está de moda una manicuría rusa que se hace con torno. Y una banda de herramientas: repujador, corta cutículas, limas, bloque, torno, fresas, alcohol, aluminio, algodón, removedor, esmaltes, aceite de cutículas, servilletas, la maquinita para esterilizar (que lleva cuarzo), toallas, desinfectantes, ablandador, entre otras.

 

El bajón está en todos los detalles 

Había una vez, una sociedad que atravesó una piiiiiiii y quedó más fea (sin salir más buena). Casi tropiezo de nuevo en el género terror, pero salgo rápido. Desde acá se entiende la intensificación de la necesidad de embellecerse y tunearse piola. Un juicio, el del feísmo, que va más a los ánimos -y a lo que la piel expresa de esas fuerzas- que a la estética corporal. Feísmo de bajón prolongado y bolsillos vaciados. No hay cabida cultural para hacer un emblema punk o rockero de lo sucio y desprolijo, ni para salir a la calle como te levantaste de la cama. Un perfumito en algún local o peatonal, un cortecito de barbero o de amigo con máquina, una pilchita (de primera, segunda, tercera marca), unas uñas esculpidas, unas pestañas. Todo mini-encantamiento colabora incluso para evitar pensar cómo pagar las cuentas y las deudas. Cuando te levantás, el primer visto te lo tira, o te lo clava, el espejo o la camarita del celular en modo selfie. Ese primer empujón puede contribuir a encarar un día interminable.

Un cartel de neón brilla al fondo de un salón de estética gigante recién inaugurado: “La felicidad depende de vos”. La verdad que no tanto. Pero andá a desmentir con teoría crítica lo que la dopamina ya verificó y justificó. Lo bello puede ser bueno y lo bueno puede ser justo lo que necesitas si estás para atrás. “Mis clientas lo que me dicen -sostiene Romi- es que se sienten más arregladas y les cambia el ánimo. El humor. Por ahí están medio bajón o tienen problemas…y al verse arregladas es como que las motiva más. Y también porque ves que todo el mundo se hace y si ves que todo el mundo tiene las manos arregladas, como que te sentís menos. Más allá de que es algo que está de moda. Hay un poco de todo. Sacarte una foto y subirla a las redes es mostrar: yo también puedo, también me las hago y sentirte a la par de otras personas”. El lado de afuera de lo social que obliga: como te ven las uñas te tratan, y su reverso más íntimo que motiva: como te ves las uñas te tratás. Si están coloridas, esculpidas y resplandecientes seguro te sentís mejor.

Algo de ese popurrí social, muestra también que los salones o locales son momentos terapéuticos: “Las clientas se re desahogan. Yo atiendo clientas hace añares, entonces me confían un montón de cosas. Se descargan: me cuentan cosas que no saben ni sus familiares. Muchas veces nos toca hacer como de psicólogas o consejeras”. Un espacio de charla grupal, de cuchicheo, de confesiones, de bardeo. Mientras se hacen las manos, y sacan mano, no se hacen la cabeza. No se enroscan con los problemas que aguardan afuera: los largás ahí. Quedan flotando y se va diluyendo entre el polvillo que emana del torno, entre el aroma intenso de los químicos, entre las risotadas y la música ambiente.

 

“Las clientas se re desahogan. Yo atiendo clientas hace añares, entonces me confían un montón de cosas. Se descargan: me cuentan cosas que no saben ni sus familiares. Muchas veces nos toca hacer como de psicólogas o consejeras”.

 

Yo no me hago las uñas, ella se hace las uñas

Desde un barbero hasta una manicura forman parte, como pequeñas estaciones de servicio que cargan nafta anímica, del paisaje del ajuste brutal. Invertir dinero en el bienestar anímico, y hacer rendir los intereses vitales, para obtener la serenidad de aceptar las cosas que no puedo cambiar a pura voluntad. Cuando falta la moneda para pasar por esos centros que ofrecen ganas, faltan las ganas para salir a conseguir la moneda. Una circularidad jodida. Una horizontalidad más jodida y espesa aún: la de las broncas y luchitas intensas al interior de familias, laburos, manzanas, cuadras, medianeras por los destinos del dinero cuando escasea.

“Tanto hacerte las uñas como las pestañas es un presupuesto, porque además ambas cosas te las tenés que hacer sí o sí cada veintiún días si querés mantenerte prolija. Las pestañas, por ejemplo, te hacés el service porque si te pasás de los veinticinco días, ya te tienen que sacar todas y hacerlas de nuevo y más plata todavía. Las uñas lo mismo. Hay personas que no pueden vivir sin las pestañas; hay personas que no pueden vivir sin las uñas; hay personas que no pueden vivir sin las dos cosas. Y las dos cosas salen un montón hoy en día, aunque siempre va a variar depende del lugar (y si trabajás por tu cuenta, en una peluquería, en un local, etc.). Acá en el barrio cobro más barato que si trabajara, por ejemplo, en el centro. Unas uñas esculpidas las cobro 15 mil pesos y afuera de acá te las pueden cobrar 25, 30 o hasta 40 mil”, explica Romina.

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Entra de nuevo el algoritmo. Se hace viral un reel de una madre mostrando en qué productos gastó la Asignación Familiar por Hijo. Un comentario sobresale: “La felicito. No todas se lo gastan en uñas y pestañas”. Pero no son solo odios perdidos en las redes, en memes de barrio, en escenitas y diálogos de costumbrismo argentino. Son rabias sueltas, de las que crecieron huérfanas en todos estos años, separando por la economía lo que rejunta la geografía y aumentando la brecha al interior de las mayorías populares.

Te hacés las uñas y no te hacés los dientes

Tenés plata para las pestañas, pero no para los pañales

A vos que te importa, envidiosa

Metete en tus cosas, roñosa

Vos ocupate de tus hijos

Si te la pasás rascándote

Cómo no te vas a hacer las uñas

Se van, o las hacemos salir en fade out, las voces quejosas de la crónica (aunque afuera continúen creciendo). Se superponen y las tapan otros sonidos: unos ladridos fuertes de perros en riñas; un corte de moto bastante cercano; un parlantón que tira un RKT desconocido; un bondi que clava los frenos en un semáforo alejado. Muteo del ruido ambiente y un plano detalle de una uña esculpida que se ve gigante, que brilla y encandila, y de paso tapa el bosque de quilombos cotidianos que esperan detrás. Que las uñas resplandecientes y coloridas, con los dedos en movimiento, parecen luciérnagas danzantes que iluminan un toque un atardecer gris opaco.


*Leandro Barttolotta nació en Quilmes, en 1983. Es sociólogo (UBA), profesor en nivel terciario y universitario (Universidad Nacional de Quilmes), formador docente en la Provincia de Buenos Aires y docente-tutor en educación a distancia (FLACSO). Escribió en la revista Crisis la “Sección conurbano” (2016-2021) y colabora en distintos medios gráficos (Revista Anfibia, Tiempo Argentino, entre otros).

Es investigador y co-autor de “Implosión. La cuestión social en la precariedad” (Tinta Limón, 2023) y, como integrante del Colectivo Juguetes Perdidos, publicó los siguientes libros: “Por atrevidos. Politizaciones en la precariedad” (2011), “¿Quién lleva la gorra? Violencia, nuevos barrios y pibes silvestres” (2014), “La gorra coronada” (2017) y “La sociedad ajustada” (2019). Por editorial Sudestada, publicó “Okupas. Historia de una generación” (2022) y “Saldo negativo. Crónicas conurbanas” (2013-2023).