Por Mariana Komiseroff
Foto: Pilmaiquén de la Cruz

 

Tenía quince años la primera vez que me volví loca y decidí tener el hijo que tengo. Dieciséis cuando estalló la crisis del dos mil uno que solo puedo explicar con una escena.

Mi mamá tenía a mi hermana en brazos y yo a mi hijo calzado de la cintura. En la esquina había una fogata y algunos vecinos alrededor. Nos acercamos a ver qué pasaba y nos pusieron al tanto, que venían los de la villa San Pablo, tal vez los de la San Jorge que se iban a meter a las casas. Ya habíamos visto por la tele que estaban saqueando los supermercados. Enseguida cayeron a la esquina los pibes más picantes con un changuito de las compras lleno de escabio. Para pasar la noche, dijeron. El Toro cayó en el auto rojo, abrió el baúl y mostró las armas. Pensé que no podían ser de verdad, pero eran. Acá en la Villa Los Dados no se mete nadie, dijo el Toro y le extendió un fierro a alguien. Mi mamá por lo bajo dijo qué negros de mierda, vamos. Una de las vecinas se puso a barrer la calle como para disimular que la escoba que había llevado era su arma de defensa. Yo puse cara de que no me daba miedo, saqué la teta y obligué al bebé a abrir la boca, mi mamá hizo lo mismo con mi hermana y despacio nos fuimos las dos a la casa cada una con su hijo prendido de la teta.

Cerramos bien las puertas y movimos algunos muebles porque la única ventana que tenía rejas era la de la habitación de mi abuela. Nos preocupaba la panadería de mi tío. Mi mamá lo llamó por teléfono y él le dijo que se había subido al techo con una garrafa, que estaba preparado para hacer explotar todo, que estos hijos de puta a él no le iban a entrar.

Mi papá llegó tarde de trabajar, mi mamá se enojó porque le tenía miedo al estado de sitio, mi papá para cambiar de tema mostró los tickets canasta que le habían dado en Jumbo. Casi todo lo gastábamos en pañales para los bebés, yo trabajaba limpiando casas, pero me pagaban tan poco que siempre estaba en deuda con mi familia. Comimos en silencio, afuera cada tanto se escuchaba alguna sirena aislada.

El padre de mi hijo apareció al otro día con la cabeza afeitada y un pack de leches. En mi casa nadie se animó a preguntarle si había saqueado pero la posibilidad flotaba en el aire. Cuando llegó mi papá le dijo llévate eso, acá no queremos cosas robadas y el padre de mi hijo se fue con los cartones de leche al hombro, lo vi doblar en la esquina en la que se apagaba la fogata y los cadáveres de las botellas vacías resplandecían al sol de diciembre.

Las locuras y las crisis estallan cuando pueden.

Antes de la cuarentena iba dos horas por día al gimnasio y ahí algo de la bipolaridad no medicada se regulaba. No fueron los controles en las calles, la yuta parando mi moto cada dos pasos y yo mostrando el permiso, ni los barbijos, ni la capital vacía, ni haber cancelado el viaje con mis amigas que después me dieron la espalda, lo que me llevó a volverme loca de nuevo. Aunque algo de limpiar las compras con lavandina afuera de la casa cuando mi hijo volvía del supermercado, algo de mi ex novia metiendo su ambo en una bolsa cuando llegaba de la guardia, algo de su cuerpo desnudo atravesando el comedor para meterse en el baño antes de saludarme, algo de todo eso reventó aquella noche en Lujan, en su casa a setenta quilómetros de la mía cuando ella después de discutir y tirarme encima todos los libros que yo tenía en su biblioteca, se metió en la habitación, se puso una soguita al cuello, y se colgó del picaporte. Una mujer en el suelo, la mía, me costó la cordura. Me puse los borcegos y me incliné sobre el cuerpo vivo de esa que ahora odiaba y le pegué un sopapo con la mano abierta. Corrí a buscar a su hermana que tiene una casa en el mismo terreno. La hermana salió descalza y en pijamas y cuando llegamos a la puerta de la casa, la suicida nos había cerrado con llave. La hermana golpeó hasta que mi ex abrió y yo junté los libros, me puse un saco, y salí de la casa con mil kilos en la mochila y no volví más. No volví más a esa casa, ni volví a hablarle, no volví más a mi trabajo ni volví a ser la que era. Mis amigas piensan que así son las peleas entre tortas. La violencia parece no ser tan grave, el feminismo termina donde empiezan las relaciones violentas entre lesbianas, no saben a qué mujer defender en un conflicto como este. Por las dudas no se meten, no opinan, y dicen que hay que soltar.

Caminé en la noche fría de junio y llamé desesperada a mi mamá. Una soga en el cuello repetí al teléfono porque la locura a veces tiene el impacto de un loop que se instala en la lengua. Mi mamá y mi papá me fueron a buscar como si yo fuese una adolescente tardía y me dejaron en mi casa con mi hijo. Yo temblaba de frío y de vergüenza. No me podía mover ni explicarle qué había pasado. Apenas pude decir el nombre de esa que recién había mal actuado un suicidio, y repetir un cordón en el cuello. Mi hijo entró en el baño y abrió la ducha de agua caliente. Vas a estar bien, me prometió.

Mi llegada a La Pampa también fue una locura en el medio de la crisis pandémica. Había que pasar la frontera provincial, y aunque yo tenía permiso, no me dejaron. El policía paró la camioneta de mi papá que me llevaba porque pensaba que estaba haciendo algo bueno para mí que hacía meses que no paraba de llorar. El policía miró mis papeles, anotó mi nombre en una planilla y se fue con mi documento a preguntar a dentro. Yo temblaba. Vi a lo lejos apenas frenamos a la chica de Instagram que iba a ver, mi relación virtual, su pelo rubio, el barbijo resaltaba sus ojos clarísimos. El policía volvió, dijo que no podía pasar a la provincia y no se le puede discutir a nadie que tenga un arma en la cintura. Estacionamos a un costado a ver si solucionábamos el problema. La chica de Instagram se acercó, el policía dijo mantengan la distancia. Conversamos con dos metros de por medio y no pudimos besarnos. Entonces mi papá y yo retrocedimos con la camioneta hasta estar lejos de la policía y nos metimos por el campo desierto. La chica de Instagram y sus amigas se subieron al auto y agarraron la ruta para el lado contrario, iban a volver por otro camino de tierra y en algún punto en el medio nos encontraríamos. Ella me mandó un mapa incomprensible, parecía un chiste y después se quedó sin batería. La señal de celular y del GPS murió. Mi papá y yo íbamos para adelante avanzando, entre pozos y lomas de burro, pero el camino terminó y había dos alternativas: la izquierda y la derecha. Así que nos quedamos ahí, bajé de la camioneta, hice pis en el piso de arena hirviendo. Abrí y cerré el GPS a cada rato para ver si se actualizaba, y en un momento la pantalla me mostró el mapa de Lujan y señalada con un corazón la dirección exacta de la casa de mi ex. No pude desactivar esa etiqueta en el momento por la falta de señal. Hacía meses que me había ido de madrugada de esa casa que el GPS me estaba indicando y todavía me dolía la soga en el cuello ajeno. Ahora estaba tratando de encontrar a una chica que me gustaba mucho. Mi papá tiene una paciencia infinita pero el sol de la siesta en La Pampa nos estaba cocinando. Volvamos dijo, y cuando me subí a la camioneta y arrancamos, el celular sonó. Era la chica de Instagram que me decía vuelvan, los estoy viendo. El hilo de señal había estado de nuestro lado. Ella corría. Bajé de la camioneta y nos besamos. Estaba transpirada y a ninguna de las dos nos importó qué iba a pensar mi papá. Tuvimos que subir un terraplén para encontrar el auto de ella, las amigas festejaron de alegría y yo sentí un alivio inédito. Un alivio de adormecerse, un alivio de no tener pendientes, un alivio de seguridad que ni el miedo a la policía me pudo sacar, ni el miedo a estar haciendo algo ilegal, un alivio de amor recién nacido. Ahora no sé qué hacer para sentirme útil.

Tengo treinta y siete, dejé a mi hijo de veintiún años en mi casa. Me mudé. No pude hacer otra cosa.  ¿El hilo que me unía a él se cortó? ¿Cuándo sacar la teta y amamantar dejó de ser un arma de defensa?

 


Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé 2019) y el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus 2022).

Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Stret para la diplomatura en Derechos humanos de la mujer de la universidad Austral de Salamanca en 2018.