Por Pablo Alabarces*

 

1. Hice la colimba en 1980. Posiblemente, debería contar lo que era la colimba, una institución que ya lleva casi treinta años extinguida. “Colimba” es una expresión popular para llamar al servicio militar obligatorio que rigió en la Argentina desde 1901 hasta 1994: viene de apocopar co-rre, lim-pia y ba-rre.

(Wikipedia sostiene que también puede derivar de “colimi”, una inversión de “milico”: los “milicos” eran ampliamente todos los militares, pero al interior del ejército les decían así a los soldados. A veces, los llamaban “conscriptos”. Y los suboficiales les decían “afiches” a los oficiales. Y los oficiales les decían “sumbos” a los suboficiales. En síntesis, nadie usaba los nombres verdaderos, si es que hay nombres verdaderos).

El servicio militar obligaba a todos los hombres argentinos a servir un año en las Fuerzas Armadas: dos, si te tocaba la Marina según un sorteo extraordinario que se hacía cada año, creo que en mayo, con los últimos tres dígitos del documento. Los números más altos iban a la Marina, los siguientes a la Fuerza Aérea, los de abajo al Ejército, salvo los más bajos de todos, que se salvaban (eso dependía de la cantidad de pibes a ser incorporados). El “número bajo” era una condición privilegiada y celebrada: “me salvé de la colimba”. En 1972 bajaron la edad de la colimba, de los veinte a los dieciocho años; en el cambio, se salvaron los nacidos en 1956 y 1957, seres dichosos.

Yo era clase 1961; fui obsequiado con el número de sorteo 820. Ejército. Me incorporaron el 24 de marzo de 1980. Lo juro, fue ese día. Me soltaron (“dieron la baja”) el 24 de diciembre. Una Navidad inolvidable, una borrachera atómica.

Pasé esos nueve meses en Crovara y Camino de Cintura, La Tablada. Aún hoy, Partido de La Matanza.

 

2. En ese 1980, un genio propuso y grabó una canción que le vendió a los militares como un “Homenaje del Ejército Argentino a sus soldados”. El tipo se llama aún Poggy Almendra y funge de “productor musical”. La canción se llamó “Carta para mi hermano”, y fue apenas una en un paquete de canciones espantosas que el tipo les vendió a los milicos en esos años: el lado A del disco tenía otra canción titulada “Argentinos, marchemos hacia las fronteras”. En el Regimiento, nos regalaron un disco simple a cada uno de los soldados –eran épocas en que el tocadiscos Wincofón era muy popular y fácil de encontrar en cualquier hogar. Lo peor fue que tuvimos que aprender la letra y cantarla, con el ritmo cambiado al de una marcha militar, mientras practicábamos desfile por el regimiento. Las primeras estrofas decían:

Hoy le escribí una carta

A mi querido hermano

Le puse que lo extraño

Y que lo quiero mucho

Mama me ha contado

Que él es un buen soldado

Que cuida las fronteras de la patria.

Nuestro pequeñísimo gesto de resistencia a la dictadura consistía en cambiar la letra y cantar “que cuida las fronteras de Crovara”. Después de todo, el único límite que podíamos vigilar es el de La Tablada con San Justo. O con Isidro Casanova, no sé muy bien.

 

3. Los colimbas corríamos, limpiábamos y barríamos, y además desfilábamos: a eso se reducía nuestra formación militar. Cada tanto tirábamos un par de tiros. Mentira: “cada tanto” fue meramente en las pruebas de tiro que debíamos pasar.

(Embocarle uno, al menos, a un blanco brumoso con un fusil. Yo tiré también veinticinco veces con una pistola, empuñada con mi mano derecha mientras cerraba el mismo ojo. Hagan la prueba: sale fantástico. No pegué uno solo. Pero te aprobaban igual).

Pasábamos mucho más tiempo limpiando las armas que aprendiendo a usarlas. Por otro lado, tampoco es que había mucho que usar: el fusil que me correspondía era un FAL belga datado en 1957 que estaba totalmente trabado. No servía para nada.

(También mentira: servía para ponerle una especie de cuchillo en la punta, al que llamaban bayoneta, y con el que había que embestir al enemigo y atravesarlo cruelmente al grito de “Viva la Patria”. El teniente que nos enseñó eso agregaba: “usted corre, lo ensarta al chileno, grita y sigue corriendo”. El chileno. No me lo olvido más. En 1980, la mayoría de los oficiales y suboficiales recordaban que un año y medio antes habían sido trasladados a Bariloche para participar en la invasión de Chile –salvo los que habían estado en Zapala, otro destino turístico de la casi invasión de diciembre de 1978. No faltaba el que se jactaba de que iba a “lavarse las bolas en el Pacífico”. Era, en realidad, una cita de una frase real del General Menéndez, un héroe especializado en torturar opositores secuestrados y apropiar niños, y que a duras penas lavaba sus genitales en un bidet.)

4. Eso sí: cada tanto salíamos “de operativo antisubversivo”. Nos llevaban en camiones a una ruta, bajábamos, mirábamos pasar a los autos, cada tanto paraban uno y le pedían los documentos a los ocupantes. Un frío, hacía, un frío.

En los fondos del cuartel había unas viejas construcciones abandonadas. La leyenda decía que había habido unos combates con “guerrilleros”, que habían muerto allí, y que sus fantasmas aún recorrían las paredes asustando a los soldados de guardia. Como nunca nadie vio un fantasma, en 1989 los milicos decidieron terminar con las leyendas y matar gente real, seria y profesionalmente. Allí desaparecieron cuatro guerrilleros del MTP luego del intento de copamiento del cuartel y tras rendirse con vida; en vez de entregarlos a un juez, los militares decidieron a volver a sus prácticas habituales –la tortura y la desaparición–, que tenían un poco olvidadas. Y, de paso, conseguir los fantasmas tan mentados. Dónde se ha visto un regimiento sin fantasmas, pensaron.

 

5. Me fui del Regimiento, como dije, la Nochebuena de 1980. Tomé por última vez el colectivo 49 unos días más tarde, para ir a buscar mi DNI que me consagraba como soldado de la reserva. Esto es, disponible para ser convocado si la patria así lo reclamaba. No, no me dio cosa; ya estaba afuera. Apenas me faltaba alguna pesadilla en la que me tocaba el pelo crecido y la barba ídem mientras soñaba que me llamaban del regimiento porque me habían largado por error. Nada grave.

 

6. El 2 de abril comenzó la invasión. No sé si fue ese día o el 10 que Galtieri salió al balcón a decir “si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla”. Y ahí me comencé a preocupar.

 

7. Tenían a mano a todos los colimbas de la clase 1962: los que aún estaban y los que acababan de largar. Los llamaron en cuestión de días. Los nacidos en 1963 no habían tenido, aún, oportunidad de aprender a desfilar: no servían para la guerra antiimperialista. Los de la 62, en cambio, eran soldados entrenadísimos para pelear contra la OTAN y el Imperio Británico.

Allá fue el Regimiento de Infantería Mecanizada (RIM) 3 “General Belgrano”. Entre el 9 y el 13 de abril llegaron a las islas 724 soldados conscriptos, 132 suboficiales, 28 oficiales y 3 jefes. Se quedaron en torno a Puerto Argentino hasta el 14 de junio, el día que tuvieron que rendirse.

8. La historiadora Florencia Gándara, de la UNSAM, está reconstruyendo las historias del RIM 3 en Malvinas. En la documentación, viene encontrando testimonios de lo mal que la pasaron: del frío, de la vestimenta inadecuada, de la pésima alimentación, del maltrato de los oficiales, de la pésima preparación de los soldados –de los colimbas. De que ningún oficial se acercaba jamás a una trinchera. Todas las fuentes –ella también– coinciden en que la pasaron muy mal pero que tuvieron pocas bajas: apenas cinco muertos. Andrés Aníbal Foch, José Reyes, Julio César Segura, Jorge Oscar Soria y Julio Rubén Cao. Las fuentes difieren: alguna web sostiene que eran todos nacidos en 1962, otra dice que uno de ellos era de 1960 y otro de 1963. Es posible que alguno de ellos haya llevado mi fusil de 1957 que no disparaba.

 

9. Apenas cinco: una enormidad. Todos tenían, como mucho, veinte años. Los que yo tenía ese mismo abril. Y ninguno debió haber muerto; todos debieron haber recibido su DNI, irse a su casa, emborracharse de felicidad, contar anécdotas de su colimba por el resto de su vida, hablar pestes de lo inútiles que eran los milicos, tener hijos e hijas y nietos y nietas –como yo, simplemente porque nací en noviembre de 1961 y no en enero de 1962. Ese minucioso azar es lo que separa mi custodia de la frontera de Crovara y Camino de Cintura del dolor de la guerra, el hambre, el frío, la sangre, la muerte inútil, solamente por obligación. De todos los que fueron a Malvinas, todos vecinos de Capital y La Matanza (el RIM reclutaba sólo en estos distritos), 724 chicos lo hicieron obligados por la ley y por la fuerza de una dictadura.

 

10. Hoy, el RIM 3 cuida las fronteras entre Pigüé y Coronel Suárez, en el Partido de Bahía Blanca, un lugar clave para resistir a cualquier enemigo.


Foto: Paula Ribas

Foto: Paula Ribas

*Pablo Alabarces (Buenos Aires, 1961) es Licenciado en Letras (UBA), Magister en Sociología de la Cultura (IDAES-UNSAM) y Doctor en Sociología (University of Brighton, Inglaterra). Es Profesor Titular de Cultura Popular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e Investigador Superior del CONICET. Sus investigaciones incluyen estudios sobre música popular, culturas juveniles y culturas futbolísticas. Es considerado uno de los fundadores de la sociología del deporte latinoamericana. Entre sus libros publicados se cuentan Fútbol y Patria (2002, publicado en Alemania por Surkamp en 2010); Crónicas del aguante (2004) Hinchadas (2005); Resistencias y mediaciones. Estudios sobre cultura popular (2008, compilador), Peronistas, populistas y plebeyos (2011); Héroes, machos y patriotas. El fútbol entre la violencia y los medios (2014), que obtuvo el Segundo Premio Nacional de Ensayo Sociológico en 2018; Historia Mínima del fútbol en América Latina (2018, publicado por El Colegio de México); Pospopulares. Las culturas populares después de la hibridación (2020), publicado simultáneamente en México, Argentina y Alemania; y su flamante Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el Rey (2021, en colaboración con Abel Gilbert).
Fue soldado conscripto clase 1961 en la Compañía Tacuarí, del Regimiento de Infantería Mecanizada 3 General Belgrano entre marzo y diciembre de 1980. Como estudiante de Letras, era el encargado de llevar los libros de la Sala de Armas y de la Guardia, cuando le tocaba. Perdió 17 kilogramos entre su alta y su baja.