Adelanto del nuevo libro de Javier Auyero y Sofía Servián

Resulta tan difícil hablar de los dominados de manera justa, y realista,
sin exponerse a dar la impresión de que se les hunde o se les exalta,
sobre todo, a ojos de esos apóstoles bienintencionados que, inducidos
por una decepción o una sorpresa a la medida de su ignorancia,
interpretarán como condenas o alabanzas una tentativa informada de
decir las cosas como son.

Pierre Bourdieu

 

Hace más de cinco años que Chela coordina un comedor comunitario en el asentamiento La Matera, en la periferia sur del conurbano bonaerense. El comedor lleva el nombre de su hijo de 9 años, fallecido luego de que una moto lo atropellara frente a su casa. De lunes a viernes, alrededor de cien personas, entre niñas, niños y adultos, de­sayunan, almuerzan y/o meriendan en el estrecho salón multiuso cubierto con chapas y rodeado de alambre en el patio de adelante de la casa de Chela. Una mujer de 45 años, de baja estatura y tez morena, Chela parece tener una energía inagotable para obtener recursos para su comedor: “Me bajan de Nación, del municipio, de la iglesia… también donaciones privadas. La panadería nos dona la factura, otros ponen para el puchero”. En mayo de 2019, nos contaba que al principio concurrían niños y niñas solas al comedor, “ahora se ven más familias enteras”. Un año más tarde, en plena pandemia, el comedor de Chela distribuía raciones de comida a docenas de familias.

El barrio “está mal. El año pasado se inundó más que nunca, no sé si será por las cloacas que no terminaron. No sabés las ratas que tenés después de cada inundación. Por suerte acá en el comedor no tenemos. Tenemos venenos y jaulas por todos lados, porque son ratas grandes”. A Chela no le gusta detenerse en los problemas, sino en las posibles soluciones. “Vamos a salir adelante”, dice. El “salir adelante”, para ella, implica a las tres vecinas que la ayudan en el comedor: “se corta la luz y sabemos qué hay que hacer, se corta el agua, y sabemos qué hay que hacer”. Las cuatro comienzan su labor alrededor de las siete de la mañana y terminan una vez que limpian la sala luego de la merienda de las cinco de la tarde.

Soledad tiene 28 años y hace seis meses colabora con Chela en el comedor. Su marido es carnicero y “sale” del barrio todos los días a las cinco de la mañana. “Tiene que esperar a que haya alguien en la calle para salir, porque hay mucho chorro”. Tiene dos hijos, el más chico sueña con ser futbolista y Soledad lo lleva a dos clubes durante la semana para que se entrene. Otras dos veces por semana acompaña a su hija para que tome un curso de cosmetología. Pasa horas en distintos colectivos acompañando a su hijo e hija. “Gasto un montón en SUBE… y el uniforme de fútbol también es recaro”.

Cuando me mudé acá –nos cuenta Soledad refiriéndose a La Matera– mis hijos tuvieron dos años de tratamiento porque en la casa donde nos mudamos había perros y pulgas. Era un asco. En el hospital donde los llevaba me preguntaron “¿Dónde te metiste mami?”… La basura acá la tenés que quemar, porque es un nido de ratas. La vecina tira y no quema. Y cuando quemamos, los vecinos se quejan del humo.

Cuando le preguntamos si había algún dirigente político barrial que ayudara con estos y otros problemas del asentamiento, Soledad nos contestó refiriéndose a Pocho, un referente del peronismo, “¿Un puntero? Estaba el que está preso ahora”.

El día que hablamos con Chela y con Soledad, el plato fuerte del almuerzo era un guiso de mondongo con arvejas. Entre los ruidos de las ollas y las cucharas, y el murmullo de los chicos y chicas que entraban al comedor, Chela nos confesó entusiasmada que su ilusión era “hacer milanesas con un buen puré… ese es mi sueño”.

Chela no es la única que sueña con milanesas. Expresiones como “una buena comida”, “un buen asado”, “unas buenas milanesas” se repitieron durante los más de 24 meses que duró nuestro trabajo de campo en el asentamiento y dos barrios adyacentes a él –El Tala y La Paz, en el municipio de Quilmes–. Susana nos cuenta que espera todo el mes a cobrar la Asignación Universal por Hijo (AUH) para comprarse “unas buenas milanesas”, Ana deposita sus esperanzas en las próximas elecciones porque “tenemos que volver a comer milanesas más seguido”. Docenas de entrevistados nos detallan el precio de las alitas de pollo, de los huevos, de la leche, de lo que “antes comprabas con $100 y ahora no te alcanza para nada”, de lo cara que está la manteca y la última oferta de budín que les llega por WhatsApp. “En casa”, nos comenta Pedro, “ahora tomamos mate cocido con leche en vez de leche con chocolate, para que la leche rinda más”. José le entregó a su hija todo lo que cobró “juntando fierros” para que ella se pueda dar “el gusto de comprarse milanesas”.

Dadas las reiteradas referencias a las milanesas que nuestros entrevistados añoran volver a comer, pensamos en titular nuestro libro “Soñar con milanesas”. Queríamos, con el título, capturar simultáneamente la dimensión material de la miseria y las esperanzas de los más desposeídos. Sin embargo, al poco de jugar con el título nos dimos cuenta de los peligros que una sesgada o interesada interpretación podía generar: “¡Los pobres no solo sueñan con comida!”, imaginamos escuchar una acusación crítica; “Ves… ¡los pobres solo sueñan con comer!”, sospechamos que otros dirían. Quizás anticipando esas lecturas simplificadoras decidimos dejar el título de lado, aun cuando mantuvimos nuestro interés tanto teórico como empírico en la materialidad de la destitución, en lo que hacen los marginados para subsistir y en sus esperanzas individuales y colectivas.

Este libro examina las estrategias de sobrevivencia de los pobres urbanos: ¿qué hacen quienes menos tienen para obtener vivienda, alimentación y medicamentos? ¿Cómo lidian con la violencia –una amenaza literal a su sobrevivencia– que los azota a diario? ¿Cómo y cuándo las estrategias de subsistencia y aquellas destinadas a protegerse de las amenazas físicas se complementan unas a otras? ¿Cómo y cuándo entran en tensión? ¿De qué manera ambas estrategias se entrecruzan e interactúan con relaciones de cooperación y de conflicto entre vecinas y vecinos, madres, padres, hijas e hijos, ciudadanos y actores políticos, jóvenes y policías?

La pregunta por cómo sobreviven los marginados –pregunta que hace casi cincuenta años formulaba la antropóloga Larissa Lomnitz en un texto hoy ya clásico– tiene que ir de la mano, para quienes hacemos etnografía, con la pregunta sobre cómo piensan y sienten esta subsistencia. Abrumar, de acuerdo al diccionario de María Moliner, significa “constituir una carga penosa para alguien”. Abrumados encapsula buena parte del estado de ánimo que detectamos en los márgenes –la subsistencia es esa ardua carga que los habitantes de La Matera, La Paz y El Tala afrontan a diario–. Estar abrumados no implica, al menos para las decenas de personas con quienes hablamos, sentirse paralizados o impotentes frente a una realidad de inseguridades y precariedades. Por el contrario, sus propias prácticas (desde tomar una tierra, levantar una casa, cavar una zanja, construir una vereda, hasta asegurarse que las hijas asistan a la escuela, coordinar horarios para evitar ser asaltados y trabajar a diario en un comedor comunitario para alimentar a cientos de personas) expresan no solo la existencia de la esperanza en el mejoramiento individual y colectivo sino algo que, creemos, ellas y ellos pueden enseñar a quienes no habitan allí: la persistencia frente a dificultades presumiblemente insuperables.

Persistir, de acuerdo al diccionario de María Moliner, significa “pervivir, perseverar”, continuar firme u obstinadamente en un estado o curso de acción a pesar de los obstácu­los o los fracasos. La persistencia es otro de los temas que aúna a varias de la historias personales y retratos etnográficos que presentamos aquí. Resaltamos la persistencia porque creemos que nos permitirá iluminar los esfuerzos individuales y colectivos de los habitantes de los márgenes urbanos y, al mismo tiempo, enfatizar las circunstancias objetivas que están más allá de su control. Esto nos ayudará a construir una representación que sea “justa y realista”, como aconseja Pierre Bourdieu, sin degradar ni glorificar a quienes habitan lo más bajo de la escala social. Estudiar las formas de persistir expande el foco más allá de la subsistencia material y nos alerta sobre los esfuerzos de los más desposeídos por cultivar o mantener un sentido de sí mismos, de su comunidad, de los significados de sus vidas y las de sus seres cercanos, y/o del propósito colectivo en el mundo. Examinar las formas de persistencia nos permitirá dar cuenta de esta lucha por aferrarse a lo que significa ser un ser social, abarcando sus múltiples dimensiones, no solo materiales.

El texto se basa en observaciones y conversaciones llevadas a cabo durante más de dos años de trabajo de campo principalmente en La Matera (un asentamiento informal originado en el año 2000). También realizamos observaciones y entrevistas en dos barrios adyacentes al asentamiento, El Tala y La Paz. Estos dos barrios también se originaron en tomas de tierras que ocurrieron hacia finales de 1981. Muchos de los habitantes de La Matera tienen familiares en alguno de estos dos barrios y/o asisten a la escuela o al comedor comunitario local.

Las observaciones y entrevistas nos sirven de base para documentar la agudeza, la constancia y la multiplicidad de la pobreza urbana, focalizándonos en las diversas estrategias de subsistencia. Al indagar en cómo los habitantes obtienen sus terrenos, construyen sus viviendas, levantan la infraestructura común necesaria, procuran su alimentación diaria, nuestro libro pone atención en la dimensión material de la pobreza. Al examinar las formas en que estos mismos habitantes navegan situaciones de extrema violencia interpersonal, también nos focalizamos en su (insegura) pervivencia física. Al prestar atención a lo que dicen, piensan y sienten mientras persisten en su vida diaria en medio de la miseria y la violencia, nos ocupamos de la dimensión simbólica de la marginalidad urbana.

En este libro inspeccionamos estas estrategias tanto de manera sincrónica (¿cómo lidian hoy con las carencias materiales y con la violencia circundante?) como diacrónica (¿cómo han intentado resolver sus problemas más urgentes en los veinte años que tiene el asentamiento?). Al poner en foco el pasado y el presente de manera simultánea veremos que la pregunta por la subsistencia (¿cómo sobreviven en un contexto de privación material e inseguridad?) no puede ser separada de la pregunta por el progreso (¿cómo procuran mejorar sus vidas?). En estos barrios, como en tantos otros territorios relegados, la subsistencia y los intentos de progreso están profundamente imbricados.

El enigma más general que intentamos de­sentrañar es cómo y cuándo las múltiples estrategias de sobrevivencia (modos de obtener recursos materiales y lidiar con la violencia interpersonal) intersectan e interactúan con formas de dominación y explotación tanto política como de clase y de género. Aquí abrevamos en una distinción clásica sobre modos directos e indirectos de dominación delineada por Pierre Bourdieu. Según el sociólogo francés, hay relaciones de dominación construidas, destruidas y reconstruidas en y mediante interacciones entre personas (ejercidas y renovadas de manera directa y personal) y otras relaciones de dominación mediadas por mecanismos objetivos e institucionalizados. Estas últimas, entre las cuales en su análisis se destacan las que se ejercen por medio del sistema educativo, tienen la “opacidad y la permanencia de las cosas y escapan de las garras de la conciencia y el poder individuales”.

¿Qué conjunto de relaciones de dominación y explotación –directas e indirectas– serán nuestro objeto de indagación socioantropológica? Nuestras reconstrucciones etnográficas se centran en los modos de control y extracción que ejerce el Estado –a veces de manera impersonal y otras de manera directa por medio de autoridades electas, funcionarios, policías o dirigentes barriales– sobre vecinas y vecinos. La explotación del trabajo de las mujeres en los comedores comunitarios, la apropiación de parte de los beneficios sociales para financiar la actividad política, la utilización del trabajo de los habitantes en campañas electorales y de su capital social para dirimir dispu­tas en el campo político: todos constituyen ejemplos de esta forma de dominación y apropiación que diseccionaremos a lo largo de este libro, prestando atención al mismo tiempo a sus tensiones y conflictos, a su carácter a veces ambivalente, y también a las maneras frecuentemente paradójicas en las que estas son evaluadas por sus protagonistas.

Pero estas no son las únicas formas de dominación y explotación en que nos focalizaremos. En los relatos de vecinas y vecinos, y en nuestras observaciones, otras formas de control adquieren igual relevancia: las ejercidas por la policía de manera clandestina en complicidad con actores dedicados a actividades que el propio Estado define como ilegales, las que llevan a cabo “los pibes” (como los vecinos adultos definen a los jóvenes que venden y/o consumen drogas) al infundir temor (con violencia física o con su amenaza) en el espacio público del barrio, las que practican maridos sobre sus esposas al interior de la unidad doméstica, las que ejercen padres y madres sobre sus hijas e hijos, entre otras. Aquellas ejercidas por el mercado, por intermedio de patrones y empresas, sobre trabajadores informales y formales también serán tenidas en cuenta porque sin ellas no puede entenderse la penuria económica que atraviesan cotidianamente los habitantes de estos barrios.

Algunas de estas formas de dominación reciben su (siempre frágil y provisorio) consentimiento por las ventajas recibidas a cambio de ser partícipes en ellas, otras son toleradas, otras obedecidas por la fuerza física. Pero lo importante en nuestro análisis es que para entender la estructura y la textura de la marginalidad urbana es imperioso comprender cómo y cuándo estos modos de dominación interactúan con las estrategias de subsistencia dando lugar a lo que llamamos “prácticas de persistencia” en la vida cotidiana. Es decir, los cursos regulares de acción que los pobres de­sarrollan para organizar su subsistencia en contexto de privación, dominación y explotación.

 

 

Sobre los autores:

Javier Auyero es profesor en el departamento de sociología de la Universidad de Texas en Austin. Sus áreas de investigación, escritura y enseñanza son la marginalidad urbana y los métodos etnográficos.

Autor de La Política de los Pobres (Manantial); Vidas Beligerantes (UNQUI); La Zona Gris (Siglo XXI); y Pacientes del Estado (Eudeba). Junto a Débora Swistun, escribió Inflamable: Un estudio del sufrimiento ambiental (Paidos) y con María Fernanda Berti publicaron La Violencia en los Márgenes (Katz).

 

Sofía Servián nació en Quilmes en 1998. Actualmente está finalizando la carrera de Ciencias Antropológicas de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Su tesis de grado trata sobre cómo lidian con la violencia los barrios más desprotegidos de la sociedad.

Trabajó durante cuatro años en un proyecto de investigación sobre estrategias de supervivencia en los sectores populares, junto al sociólogo Javier Auyero, el cual culminó en un libro, “Cómo hacen los pobres para sobrevivir”, que será publicado por la Editorial Siglo XXI