Si los clásicos son las obras que consiguen cristalizar la forma de un momento histórico, Okupas es la piel curtida que dejó en la juventud el desamparo de los noventas. Convirtió en material al lenguaje popular que no encuentra sus límites en la General Paz. “Nunca en la televisión se había escuchado hablar así”, recordó en una entrevista con Cordón el actor Dante Mastropierro, quien encarnó al Negro Pablo, el villano entrañable de Dock Sud. 

Por Leandro Alba

Sentados. Acostados. O escapando de la policía. Ricardo, el Pollo, el Chiqui y Walter son la muestra de una generación expulsada. Desplazada. Que corría sin aliento ni destino porque ya no había motivos para entusiasmarse. Porque al premio de la carrera se lo habían robado hace rato. Pero también son el vivo ejemplo de que, cuando la realidad apremia, cuando los golpes son tan fuertes como los mazazos de Peralta, solo hay que mirar a los costados para construir puentes sobre las paredes destruidas. Y, mientras el mundo se cae a martillazos, bailar rolinga entre risas que duelen -como dicen Los Redondos en Sorpresa de Shangai-. Por cierto, la histórica banda del Indio y Skay es una de tantas referencias culturales que más se reiteran en la serie, junto con la voz de Spinetta y de otras bandas que hicieron historia en el rock nacional, como el mítico grupo nacido en Quilmes en 1967: Vox Dei. Es que, como se verá, uno de los méritos más grandes de la serie es ese: escuchar. Poner atención en la respiración de toda una generación. 

No pasó desapercibido en el ecosistema mediático el mensaje que puso a circular el director Bruno Stagnaro el 18 de octubre del año 2000 en Canal Siete que, por ejemplo, en 1991, supo tener como interventor al terror de las manzanas: Gerardo Sofovich. De más está decir que el productor de Polémica en el bar tuvo un estrecho vínculo con Carlos Menem, quien, a su vez, fue el productor y realizador de toda esa realidad que Okupas escupió durante once capítulos.

Mientras Adrián Suar ensamblaba la máquina que le permitía producir las tiras que fueron bautizadas como “costumbristas” (alejando lo más posible el término de la conocida alergia que trae consigo lo “popular”), los formatos extranjeros hacían su fuerte desembarco en la TV. Llegaban a la par de los containers que atravesaban el océano para desplazar la producción nacional de las góndolas.

2000. Lo que no nace, lo que no muere 

La política se resolvía en el living de Susana. Quien no pasaba por el sillón no existía en la esfera pública. Los desplazamientos golpearon el lenguaje. Se suprimieron términos. De un momento a otro, el pueblo se convirtió en gente. Los reality show se vendían como producciones que mostraban “lo real”. “Lo real” era un grupo de desconocidos viviendo en una misma casa mientras eran grabados todo el día. La ficción en la televisión retrocedió. Pero no por déficit, si no por sobreproducción. Retrocedió como formato. “Vive y sobrevive”, fue el lema de Gran Hermano. También pudo ser el título de algún capítulo de la serie de Stagnaro. O de algún intento de biografía colectiva de aquellos años. 

En 2001, Daniel Link publicó “Los años 90”. De la misma manera en que se descomponía el tejido social en retazos, la narración se construye de fragmentos. Una forma novedosa. “No sé qué soy, pero sé de qué huyo”, dice un personaje. La frase, que respiraba el mismo clima de época, bien pudo aparecer en el guión de Okupas que tiene este tipo de diálogos:

–Soy un fracaso… Tengo 24 años y no sé para qué carajo estoy acá.

–No te hagas problema que somos cuatro.

En general, la TV hablaba un mismo lenguaje. Solo hace falta hacer el siguiente ejercicio para recordarlo: ¿Qué hubiese pasado si el Negro Pablo se sentaba en el sillón de Susana? ¿Cuánto tiempo hubiese transcurrido hasta que se entiendan? ¿Y si el Chiqui se sentaba en lo de Mirtha? ¿Qué hubiesen comido? ¿Menudos? 

Ahí anida el mérito más grande del director de Okupas. Hizo lo más difícil. No solo por la virtud que exige, si no por la escasez de la práctica. Stagnaro se propuso escuchar. La experiencia la había iniciado antes junto a Adrián Caetano en Pizza, birra y faso, que fue estrenada en enero de 1998. En una entrevista, al cumplirse veinte años de aquel film, Stagnaro dijo: “Me interesaba una cosa ligada a esa cuestión sucia, urbana, de cierta naturalidad en el léxico, en el modo de hablar. Yo leía mucho Bukowski y Salinger, que por ahí no tienen nada que ver, pero en ellos había una búsqueda de cierta verbalidad muy naturalista. Por otro lado, en esa época había visto Rapado y me había parecido muy interesante esa cosa despojada que tenía la película de Martín Rejtman. En tanto, Adrián venía haciendo unos cortos que si bien no tenían una cosa tan urbana, sí me parecía que tenían esa búsqueda realista de contar historias con pibes de barrio”.

FOTO: DANIEL PESSAH-ARCHIVO LA NACION

Las referencias del realismo estadounidense son centrales. El nuevo periodismo tumbó paradigmas  y empezó a mirar con ojos de ficción. Y la ficción con ojos de realismo. Los textos que componen Nueve cuentos de Salinger, por ejemplo, están poblados de referencias sociales: marginados, soldados caídos en desgracia. El sueño americano que comenzaba a ser pesadilla. Algo similar, con una prosa más descarnada, ocurre con Bukowski. 

Todos estos dispositivos se ponen a funcionar en el mundo Okupas: los protagonistas son los personajes secundarios del mundo real. Los roles se invierten del mismo modo en que lo hicieron  en su momento en el policial negro. El que cuida ya no cuida. El bueno no es tan bueno. El malo tiene sus motivos. El melodrama se hizo añicos con la caída de un discurso político y estatal: los que cuidan, ya no cuidan. Los buenos no son tan buenos. Esa realidad esperaba su representación y los realizadores de la serie pusieron su atención en ese punto. De ese modo, el guión ganó otro espesor. Adquirió identidad, en tanto se propuso retratar un mundo que, a su vez, es un submundo. Ese que descansa debajo de la alfombra. La tele se convirtió, por un rato, en un espejo. Los diálogos de los personajes eran los que se escuchaban en los barrios. Las fronteras se cayeron. El conurbano y la Capital se conectan por los códigos en común de los sectores que no encontraban su lugar.

El Negro Pablo lo dice de una

Esa impronta la escenificó a la perfección Dante Mastropierro, quien encarnó al Negro Pablo. Sin tener experiencia previa en el mundo de la actuación, se convirtió en uno de los villanos más entrañables de la filmografía argentina. Y es curioso. O no. En gran medida, la realidad que mostraba la serie fue la que tuvo que transitar Dante. Era un niño cuando fue desalojado del conventillo en el que vivía junto a su madre y su hermana. Debieron mudarse a Quilmes. “Yo la pasé, yo la viví. Yo sé lo que es tener que calentarse con un brasero. O irse a dormir con frío porque llueve”, recordó. 

Dante llegó a la actuación por casualidad. Un día, parando en la casa de  un amigo, pasó por un casting. Yo quiero actuar, se dijo. Después de eso, de hablar, de preguntar, se contactó con el director. En la prueba, Stagnaro le pidió que apriete a otro tipo con el que, supuestamente, había bronca. Minutos después, debieron cortar la escena. El verdugueo de Dante había sido tan grande que tanto el otro actor como el director se comieron un julepe padre. 

“En el casting, a Stagnaro le gustó cómo iba poniendo el berretín en cada momento. Los primeros berretines que salieron en la tele fueron los que hablaba el Negro Pablo. Nunca se había escuchado hablar algo así. Se sabía que existía pero nadie fue y se atrevió a hacerlo”, reflexionó. 

El actor contó cuál fue el método que usaron para dotar de frescura y vitalidad a los diálogos. “Bruno me daba la libertad para decir lo que iba en cada momento. Entonces, más o menos, yo decía algo que él escribía y, después, lo que a mí me parecía. Pero siempre, cada propuesta, la hacía frente a la autoridad de él. Cuando me confirmaba, cuando me decía que podía darle para adelante, yo avanzaba. Él me decía que después se editaba. Tampoco es que  yo me mandaba, pero le sugería que alguna cosa podía ser de una forma o de otra”, relató.  

En aquel entonces, durante el estreno, la producción generó resistencias. El desembarco de las voces como la de Dante despertaron polémica porque “hablaban mal” o, mejor dicho, hacían ruido en un medio acostumbrado a un tono monocorde. “A mucha gente le incomodó porque no quería que se viera esa realidad”, enfatizó. 

Sobre ese trabajo minucioso respecto a la construcción de diálogos como puentes y de la selección de palabras como ladrillos, se apoyó el vínculo entre los personajes que, a su vez, adquirió una verosimilitud particular. “Era como que, de alguna forma, ya nos conocíamos. En realidad, no. Pero bueno, teníamos esa pasta de que éramos todos uno. Ya sabían lo que uno iba a decir. Sí, todos éramos uno. Por eso salió como salió”, expresó. 

Hoy, mientras miles y miles de personas miran la serie en distintas partes del mundo, Dante sigue conectado con esa realidad que le tocó representar hace más de veinte años. Esa que se empalma con la suya. “Yo no estoy contento de estar al frente de un comedor. Yo estoy triste. La gente tiene que comer en su casa; un guiso, una polenta, no importa qué, pero que sea digno. Que esté toda la familia, con trabajo y que estén orgullosos de la plata que consiguieron por ir a laburar alrededor de la mesa, eso tiene que pasar. Los comedores no tendrían que existir, porque muchos países comen de Argentina”, lamentó. 

Sin lugar a dudas, el Negro Pablo es el más malo de los malos. Es pesado, se la banca. Muerde con las palabras y no se come una. Pero por alguna razón, Dante consiguió un cómodo lugar en los asientos del inconsciente colectivo. “Lo más lindo que me ha dejado la serie es que de hacer un villano malo pasé a ser un villano querido. El amor que le tiene la gente al Negro Pablo, o a mí, no era algo esperado. Yo no pensé que la gente me iba a querer tanto”, contó. 

Días después del reestreno, el reconocido psicoanalista Jorge Alemán dijo en las redes que la serie relata “el momento de la ‘lumpenización’, no de ese grupo de jóvenes, sino de la sociedad argentina entera”. Es que Okupas no solo muestra. Okupas, antes que nada, recogió esos materiales que estaban a la vista pero que nadie miraba. Los límites entre la historia que se cuenta y la Historia se borran, pero, a la vez, la producción se sostiene por mérito propio. Cuesta no asociar las tensiones representadas a las de la época: la crisis habitacional, la exclusión, la marginación. Cuesta no vincularla a esa olla a presión. Esa que día a día se calentaba más y más. Esa que ardía. Esa que había que llenar con lo que sea. Inventando recetas. Como dijo el Chiqui, con la ternura y la picardía que lo caracterizaban, cuando presentó su “guiso Pirulo”: “Dos comen, dos se rascan el culo”.