Catalina tiene 86 años. Es una mujer no muy alta y cada vez más delgada por el paso de los años. Cabello corto, de un castaño oscuro que se entremezcla con algunas canas que florecen cuando se olvida de comprar su tintura en la perfumería “de la vuelta”. Vive a unos metros de la abarrotada calle Uriarte del barrio de Villa Centenario, al sur del Conurbano Bonaerense.
Nació un frío 3 de enero de 1933 en el sudeste de Italia, en la pequeña comuna de Longobucco que forma parte de la provincia de Cosenza en la conocida región de Calabria.
A decir verdad, sus padres -Francesco y María- habían escogido el nombre Caterina, pero al desembarcar en Argentina en el año 1954, quienes se encargaban de anotar a los recién llegados inmigrantes decidieron que a partir de ese momento su nombre sería Catalina.
Creció entre callecitas laberínticas -características de Longobucco- y rodeada de un vasto paisaje montañoso. Era la mayor de sus hermanxs y vivió en la casa de sus padres junto a ellxs hasta la corta edad de cuatro años. Luego, su mamá contrajo una enfermedad pulmonar y tuvieron que mudarse a la casa de su abuela “en el medio del campo, en las afueras del pueblo”, recuerda. En esa nueva casa forjó una relación casi de hermandad con una de sus primas -Isabel- que, de tan fuerte que resultó, fue su sostén durante toda su vida en Argentina. En tres meses la falta de medicación y el crudo invierno europeo se llevaron la vida de su madre y, sin pensarlo, Catalina comenzó a recapitular su vida.
Un año y medio después, su papá se volvió a casar con quien sería la madre de sus dos hermanxs. Catalina volvió a su casa en el pueblo. Ya sin su madre, iba esporádicamente al colegio: “en el invierno había mucha nieve y mi papá no podía trabajar, así que durante esos meses nos íbamos a vivir a las afueras en donde no había escuelas”. A los 10 años, y debido a que no asistía de forma constante, Catalina abandonó la escuela. Su vida transcurrió, a partir de entonces, entre el amasado del pan, el trabajo en el telar y los cuidados del hogar junto a quien ella llama su “madrastra”.
Una tarde como cualquier otra, vio pasar un “morocho” que -sin saberlo- se convertiría en el gran amor de su vida. A Graziano lo conoció a sus 16 años. A los 19 ya se habían casado y entre miedos e incertidumbres típicos de la época, en 1953 Graziano decidió que se mudarían a la Argentina “porque se decía que acá había mucho trabajo y un buen lugar donde vivir”, explica Cata, como le dicen todxs lxs que la conocen.
El auge migratorio de ultramar desde Europa hacia la República Argentina vio su mayor pico durante el siglo XIX y principios del siglo XX. Sin embargo, algunos años después y a pesar de algunos cambios en las políticas migratorias, Europa seguía viendo a la Argentina como un país con gran recepción de mano de obra y con oferta de mejores salarios. La inmigración es, de esta manera, uno de los mitos fundacionales de la Argentina y constituye un rasgo cultural del imaginario y de la identidad de su sociedad.
Graziano, en principio, se mudó solo a la casa de Vicente, uno de sus hermanxs que ya vivía en el país. Un año después de su llegada, Catalina desembarcó, llena de miedos y sueños, en Avellaneda, al sur del Gran Buenos Aires. Algunos años más tarde y con planes de “agrandar la familia”, Catalina y Graziano se mudaron a una casa propia en Villa Centenario, partido de Lomas de Zamora.
Luego de “juntar unos pesos” -detalla Catalina- logró desenvolverse como comerciante con sus propios negocios: kiosco e intercambio de revistas y el tan conocido en el barrio: su almacén Rosita, el que cerró 10 años después de la muerte de su esposo, luego de la hiperinflación del ’89 durante el gobierno de Alfonsín. “Lo que más me costó fue aprender todas las marcas de cigarrillos que había acá, yo no sabía ninguna, así que a la noche me ponía a estudiarlas”, recordaba entre risas. Y aunque le hubiese gustado estudiar “algo más” al cerrar el negocio se dedicó a tejer y a coser, pasatiempos que adquirió mientras construía su amistad con Marina, una mujer que también vivía en el barrio y fue quien más la ayudó a adaptarse a los cambios.
Algo alejado de la gran ciudad pero lo suficientemente cerca como para poder acceder a sus fuentes de trabajo, el Conurbano Bonaerensefue un gran receptor de las corrientes migratorias externas e internas, de ultramar y limítrofes. Cada rincón guarda historias y devenires. “No sólo como territorio de pobreza y marginación, sino como un lugar floreciente, en continuo cambio”, escribe Antonio González en Somos Conurbano (2015). Catalina y Graziano se mudaron a un Lomas de Zamora no tan populoso como hoy en día, pero repleto de terrenos que verían florecer grandes y nuevas experiencias: todxs lxs vecinxs de distintas nacionalidades (argentinxs, italianxs, españolxs, turcxs) que hoy son personas mayores (incluso algunxs ya no están), en ese entonces eran jóvenes como ella, anhelando construir sus propias historias. Allí, entre domingos de fideos con tuco y cumbia argentina en los parlantes vio crecer a toda su familia: sus dxs hijxs -Franco y María Rosa- a todxs sus nietxs -a los que acostumbraba hacerles pan remojado con azúcar por encima, como comía ella cuando era chica- e incluso a sus bisnietxs.
Hay quienes podrían pensar que en determinado momento su identidad de inmigrante pudo verse transformada en una identidad bonaerense o conurbana. Sin embargo, retomando a Sylvia Bonfiglio en Una Manta podemos decir que todxs nos encontramos juntxs en una manta, entretejiéndonos lxs unxs a lxs otrxs, y a nosotrxs mismxs. Esto es: su identidad inmigrante no se ha visto subsumida en una identidad conurbana, sino que el devenir histórico ha entrelazado ambas. Siguiendo con Bonfiglio: todos los hilos que se fueron tejiendo entre bastidores armaron esta historia, su historia. Catalina es una inmigrante italiana, sí. También devino conurbana. Su historia, sus costumbres se entremezclaron, fluyeron y se fusionaron con las que el conurbano le brindó. Aprendió nuevas formas de comunicación, de expresión, de intercambio, de brindar amor, de lucha y resistencia. Y además dio las suyas. Más que reivindicar los particularismos, logró adentrarse a la cultura conurbana y entrelazarla con la propia. Supo ser algo más que una mujer ítalo-argentina, como se conoce a los inmigrantes italianos en nuestro país. Catalina devino ítalo-conurbana.
En ciertos momentos simplemente disfrutamos de leer historias. En otros, nos preocupamos por reflexionar acerca de ellas. Es por ello que Catalina invita a reflexionar, a partir de su historia, sobre cómo percibimos la inmigración en su totalidad. A la vez que analizar nuestra construcción y evolución acerca de la percepción del otrx en tanto prejuicio a partir de nuestras representaciones sobre lxs inmigrantes. Así como existe una concepción del otrx sobre los inmigrantes europexs, también es esencial reflexionar acerca de nuestras representaciones sociales sobre la inmigración proveniente de países limítrofes (paraguayxs, bolivianxs, chilenxs, uruguayxs, brasilerxs) y de los países cercanos como Perú y Venezuela, entre otras muchas comunidades que llegaron a la Argentina y al Conurbano Bonaerense algún tiempo después con los movimientos internos de la población. Lxs inmigrantes ya no descendían de los barcos sino que cruzaban las fronteras terrestres inaugurando una corriente migratoria latinoamericana. Hoy hay más de 600 mil personas provenientes de países limítrofes viviendo a lo largo de todo el Conurbano Bonaerense. En suma, distintas corrientes migratorias que deben leerse, más allá de las marcadas separaciones analíticas, como parte de un mismo proceso.
Nuestra historia argentina y conurbana atravesada por el elemento constante del movimiento inmigratorio nos invita a repensar. Debiéramos, quizás, recomponer nuestra construcción del otrx al que presentamos como unx otrx externx, ajeno, como unx simple otrx inmigrante, unx distintx a un nosotrxs que nos supone idénticxs, que se sustituye mediante la exclusión y que en muchos casos supone un componente xenófobo y/o racista. Transformándolo en un pensar al otrx como unx otrx que nos constituye. No creo que exista, sin embargo, ni en los nacidos en la Argentina ni en ninguna otra parte del mundo, realmente un nosotrxs <<homogéneo>>, y es por esto mismo que propongo, sin reducir las diferencias ni minimizar las distintas experiencias, construirnos –construir un nosotros- en la heterogeneidad de lo colectivo.
Bibliografía
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*Lavezzari, S. (2018, noviembre 25) Sylvia Bonfiglio presentó “Una Manta”, libro con identidad sureña. Diario Conurbano, Cultura y literatura. [en línea] [consulta: 15 de agosto de 2019] <http://diarioconurbano.com.ar/cultura/sylvia-bonfiglio-presento-una-manta-libro-con-identidad-surena/>
*Santi, I. (2002) Algunos aspectos de la representación de los inmigrantes en Argentina [en línea] [consulta: 16 de agosto de 2019]
*Sistema Continuo de Reportes sobre Migración Internacional en las Américas (2014) Argentina – Síntesis histórica de la migración internacional en Argentina [en línea] [consulta: 16 de agosto de 2019] <http://www.migracionoea.org/index.php/es/sicremi-es/17-sicremi/publicacion-2011/paises-es/53-argentina-1-sintesis-historica-de-la-migracion-internacional-en-argentina.html)>
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