Por Nina Ferrari

La verdad es que ahora me escucho y siento vergüenza de las pavadas por las que me doy el lujo de hacerme mala sangre.
El otro día cuando salí de acá, estaba con la cabeza hecha un cuadro de malambo: que el auto, que el seguro, que la ropa me queda fea, que cómo me voy a poner la malla ahora que empieza el calor, que el nene tiene que ir al oculista y cuándo voy a sacarle turno y que el club, los horarios, la cuota y la mar en coche.
Frené en el semáforo de la avenida, aproveché la luz roja para mandar un audio quejoso a mis amigas, y veo que se me acerca un trapito. Guardé enseguida el teléfono porque viste cómo son, pensé, a ver si todavía me lo manotea.

– No gracias, ya está limpio el vidrio – le digo.
– Te lo limpio igual, de regalo, Pastelita.

Apenas escuché esa palabra, mi cabeza giró como un látigo hacia él.
Pastelita, es un apodo que me habían puesto cariñosamente mis compañeros de la primaria, porque en séptimo grado, yo vendía pastelitos de membrillo y batata en los recreos, para juntar plata para pagarme el viaje de egresados. En casa se habían quedado sin trabajo mis viejos y a duras penas comíamos con el puchito de indemnización que le habían pagado a mi viejo.
Lo miré a los ojos, y enseguida lo reconocí. Germán Ayala. El Chicho, le decíamos.

– Chicho, ¿sos vos?
– Sí Pastelita, el mismo que viste y calza – me dice sonriendo, mientras termina de enjuagar el parabrisas.
– ¿Qué hacés? ¡No lo puedo creer! Uy, se puso en verde, esperá que estaciono más adelante.

Cuando logré encontrar un hueco, estacioné. Él se acercó, con la mirada baja. Ahí alcancé a sospechar que debía sentir vergüenza. Lo miré avanzar por el espejo retrovisor, con ese mismo andar oscilante, chueco con el que iba a buscar las pelotas del delegado, con el que salíamos a jugar a las bombuchas en el verano, con el que juntábamos las bolitas del paraíso del patio descubierto de la escuela.

– Estás igualito, che – le mentí.

No estaba igual. Era el mismo Chicho de mi infancia, pero con la espalda encorvada, las manos ajadas, el pelo seco, y la mirada, opacada. Traté de hacerle chistes, para no incomodarlo. Nos reímos recordando anécdotas: de los asaltos, de la botellita, de la vez que vomitó en el micro, de que yo me quedé dormida y me perdí la excursión de paseo a caballo. Y cuando ya lo noté más relajado, le pregunté.

– ¿Qué te pasó, Chicho?
– No, nada. Ando en una mala racha, nomás. Viste que los problemas siempre andan en patota, nunca vienen de uno, los muy cagones. Nada, tenía un negocio, con la pandemia lo tuve que cerrar porque ya no podía mantenerlo. Esa misma semana mi vieja se agarró el bicho. Empezó como una gripe fuerte, le empezó a faltar el aire, llamé a la ambulancia, la dejaron internada. Se empezó a complicar, no tenía entrada de aire hasta que la durmieron y en tres días se me fue. La perdí. Ni despedirla pude. Yo estaba viviendo con ella porque estoy separado hace mucho ya. Alquilábamos un departamento ahí frente a las vías. Hacía seis meses que no pagábamos, porque con la jubilación de ella comíamos y con lo que yo sacaba de changas, le pasaba a mi ex la cuota alimentaria a mis pibes. Una vez que mi vieja falleció, el dueño me encaró, me apretó, me dijo que ya no podía aguantarme más. Y bueno, me quedé en la calle. A lo de mi ex no voy a volver, te imaginás. El famoso no tengo dónde caerme muerto, Pastelita.
– Ay Chicho…
– Ando así, rescatando para el día. A veces junto más, a veces menos. Trato de juntar un puchito para tener algo para cuando voy a buscar a los pibes. Para comprarles un panchito, aunque sea. Esos días por suerte el de la estación de servicio me deja bañarme ahí.
– Pero ¿no fuiste a acción social, la municipalidad, algo?
– Están colapsados. Con todo esto quedaron culo pa’rriba. No sabés las cosas que vi en esa fila. Lo mío, un poroto. Me dieron una frazada, me dijeron que vaya al Anses a tramitar un subsidio, una palmadita en la espalda, y si te he visto, no me acuerdo.
– Che, no te la puedo creer…
– Así es, che, un día tenés una vida, y al otro, se te da vuelta como una tortilla. Qué va a ser. Ojalá consiga algún laburo. Tengo fe.
– Claro, eso es lo primero, lo principal… ¿Y dónde estás durmiendo?
– En la iglesia. Ahí ya se armó un grupo de gente. Nos cuidamos entre nosotros, qué sé yo. La verdad es que los que están en la misma, y los que laburan en los negocios cercanos, te re dan una mano. Todos se preocupan, te ofrecen el desayuno, te tiran una pilcha. Lo que sí me sorprende, es la gente de los coches. No te miran, che. Te esquivan, como si tuvieras lepra. Yo les hablo, viste, buscándole la mirada, pero nada. Te miran sin verte. Con ojos de muñeco. Como si fueras invisible. Yo a esta altura, estoy seguro que si fuera un perro, me darían más bola.
En ese momento, me di cuenta que estábamos conversando en la penumbra. Todo se había oscurecido. Miré el reloj. ¡Ocho menos diez!
– Ay Chicho, perdóname, voy a tener que dejarte, porque se me hizo re tarde y en diez minutos sale mi hijo del club que queda acá como a veinte cuadras. Si no, no llego. Esperame que ahora a la vuelta paso, dale?
– Dale Pastelita, nos vemos.

Y me fui a buscar al nene, preocupada por llegar tarde y que tenga que esperarme en la puerta, solito. No me avivé de darle mi número, ni de pedirle el suyo. Ni de subirlo al auto. Nada. Una pelotuda.

Cuando pasé a la vuelta, ya no estaba. Volví a pasar al otro día a la mañana, al mediodía, a la tarde. Nada.
Me fui a la iglesia, pregunté por él, pero no supieron decirme mucho.
Fui a la oficina de acción social de la municipalidad, y no lo tenían registrado. La empleada me explicó que suelen hacer una rotación. Escapando de la cana, van cambiando de semáforo y de lugar de pernocte.

Ya anoche no pude dormir, pensando dónde estaría, con esa tormenta.

Sí licenciada, ya sé que no tengo que maternar a todo el mundo y que maquinarme no soluciona nada, pero entiéndame. Estoy desahuciada.
El Chicho iba conmigo a la primaria, ¿me entiende? Era como yo. Le juro que ahí en la escuela pública, éramos todos iguales. No sabíamos quién era rico, ni pobre, ni si era hijo de intelectuales, obreros o desocupados. Ahí en el patio, jugando al delegado, a la bolita, las figuritas, la botellita, éramos todos lo mismo.

¿Cómo puede ser? Me taladra los sesos pensar que me podría haber pasado a mí, a mi hermano, a mi ex. Un pibe de oro, un hombre capaz, brillante, amoroso, deambulando errante, en el desierto del desamparo. Terrible. ¿Dónde estará? ¿Por qué no le pedí el teléfono?

Pero lo que más me angustia, y me tiene perturbada, es lo que todavía no le dije. Porque esa duda perra está lamiéndome los sesos, y me está quitando el aire. Yo pasé por ese lugar exacto, donde me dijo que iba a estar, trece veces, desde que lo vi.

Licenciada, dígame la verdad. ¿Usted qué piensa?
¿Él ya no está, o será que yo dejé de verlo?


Nina Ferrari nació en Capital Federal en 1983. Desde los dos años, y hasta la actualidad, ha vivido en Moreno, conurbano bonaerense.Autora de varios libros publicados bajo el sello de Editorial Sudestada (poesía y narrativa), es además madre, docente, directora teatral. Es una artista popular militante, que impulsa la democratización del acceso a los bienes culturales y la socialización del arte como derecho humano. Es  columnista y colaboradora de varios medios gráficos.