La masacre de Ingeniero Budge no fue el primer caso de gatillo fácil, sino el primero en el que todo un barrio se organizó para pelear contra la política represiva. De allí surgió la expresión “gatillo fácil” cuando León “Toto” Zimerman, quien fue uno de los abogados de las familias de las víctimas, tomó una expresión del periodista Rodolfo Walsh que hacía referencia al “gatillo alegre” y lo reformuló como “gatillo fácil”. Por este hecho se sumó al calendario escolar como el “Día Nacional de la Lucha contra la Violencia Institucional”
El viernes 8 de mayo de 1987, Agustín Olivera (el Negro, 20 años) y Roberto Argañaraz (Willy, 24 años) tomaban cerveza desde temprano. Al caer la tarde, los dos amigos –con Daniel Mortes, otro conocido– pasaron por el bar La Angiulina, discutieron con la dueña porque no los quiso atender y patearon la puerta del negocio. Un vidrio quedó roto. El hijo de la dueña del bar fue a la comisaría de Puente La Noria, para denunciar lo ocurrido. Era conocido del suboficial mayor Juan Ramón Balmaceda, “El capanga del barrio”, según contaban y cuentan hoy los vecinos.
“Yo era chica, pero me acuerdo el miedo que le tenían a Balmaceda acá en la cuadra, era como el dueño de Budge”, cuenta Cristina, vecina y maestra del barrio.
En una Ford F100 y en un Fiat 125 amarillo, cuatro policías salieron para el negocio con el hijo de la dueña y un cliente. En el camino, se llevaron detenido al amigo del Negro y Willy, que había vuelto a su trabajo. Lo levantaron en el depósito en el que era empleado.
Desde el bar, los policías salieron a buscar a los otros dos. En la esquina de Figueredo y Guaminí, se detuvieron: allí estaban el Negro, Willy y Oscar Aredes (19 años) tomando una cerveza. A Mortes y al cliente del bar, que iba como testigo, los hicieron tirarse al piso. Balmaceda fue el primero en bajar. “¡Al suelo, señores!”, gritó el suboficial mayor. Cuentan que tropezó y salió el primer tiro de su arma reglamentaria. Detrás de ese disparo llegó la lluvia de plomo y la masacre.
El cabo Isidro Romero disparó con una ametralladora. El cabo
primero Jorge Miño, con su 9 milímetros. Cuando las balas les cayeron encima,
el Negro Olivera y Willy Argañaraz estaban recostados contra la pared y no
tuvieron tiempo a moverse.
Oscar llegó a gritar algo. Pero los policías lo tiraron al piso de un culatazo
y también le dispararon.
“Yo volvía de la escuela y, de golpe, todo el barrio se quedó a oscuras. Ellos mandaron a cortar la luz para que no viésemos nada. Mi viejo me fue a buscar a la parada del colectivo. No me olvido más la cara de mi papá. ‘Mataron a los pibes, al hijo de Ramona. Fue el hijo de puta de Balmaceda’, decía mi viejo apurado por llevarme a casa”, recuerda Cristina.
En el juicio, al menos tres testigos dijeron a los jueces que habían visto cuando a Willy Argañaraz lo subían vivo a la camioneta Ford. Dijeron que tenía sólo una herida en una pierna y que puteaba a los policías que lo cargaban en la caja de la F100.
No sólo era visible el encubrimiento de la Bonaerense a los tres policías asesinos, en un claro mensaje de perpetuar sus prácticas violentas e ilegales de amedrentamiento a los jóvenes de los sectores populares, sino también las sistemáticas y constantes persecuciones a los familiares, amigos, abogados, organismos de derechos humanos, quienes colectivamente se enfrentaron al poder policial y judicial.
La causa judicial tuvo tantas complicidades políticas que Romero fue capturado en 1999 y Balmaceda y Miño, siete años más tarde.
A partir de ese momento, todo cambió en uno de los barrios más relegados del Conurbano bonaerense.
Budge se movilizó en reclamo de justicia y fue tan masivo que la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires ( DIPBA) registró 3 tomos con un total de 560 carillas que hoy se conservan en el Archivo Provincial de la Memoria.
La movilización del barrio estaba acompañada por vecinos, agrupaciones de derechos humanos y muchos militantes entre las que me encontraba y junto con otros y otras nos prometimos no olvidar.
Cumplimos.
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