Las primeras menciones sobre el método de exterminio se empezaron a escuchar en plena dictadura

El gobierno repatrió uno de los aviones que se usaron para arrojar a las aguas a quienes estaban secuestrados en la ESMA. Una reconstrucción de cómo la sociedad argentina fue enterándose del método de eliminación ideado por los genocidas.

Por Luciana Bertoia*
Foto: Jorge Quaglini

 

El 8 de marzo de 1983, el exinspector de la Policía Federal Argentina (PFA) Rodolfo Peregrino Fernández se sentó ante los integrantes de la Comisión Argentina por los Derechos Humanos(CADHU) para hacer una radiografía de cómo había funcionado la represión desde los tiempos de la llamada Triple A hasta los años de la dictadura –que aún seguía en el poder–. Él la conocía muy bien. Había estado como ayudante de Albano Harguindeguy en el Ministerio del Interior. En su declaración, él mencionó lo que muchos años después se conocerían como los “vuelos de la muerte” y habló de los aviones irlandeses de la Prefectura Naval Argentina (PNA) desde los que se arrojaba a prisioneros adormecidos al mar. Uno de esos aviones es el que el gobierno de Alberto Fernández repatrió desde los Estados Unidos como símbolo del horror del terrorismo de Estado.

Meses antes del regreso de la democracia, Peregrino Fernández contó que había escuchado a un teniente de navío relatar cómo la Armada se deshacía de sus secuestrados. “Estos aviones, de fabricación irlandesa, de buena capacidad de carga, y con una rampa en la parte trasera, cuya marca no recuerda, resultan apropiados para la misión encargada”, puede leerse en la declaración que brindó ante los abogados argentinos que denunciaban el genocidio en el exterior.

Los aviones eran los Skyvan. En 1971, la Prefectura Naval Argentina (PNA) había adquirido cinco de estas aeronaves. Todas ellas estaban operativas durante los años de la dictadura y dependían de la Dirección de Aviación de la PNA, que, para entonces, funcionaba bajo el comando de la Armada.  Antes de la declaración de Fernández, dos de los Skyvan habían sido destrozados durante la Guerra de Malvinas. Los otros tres restantes se vendieron como parte del desguace del Estado durante el gobierno de Carlos Menem. Fueron a parar a una empresa de Luxemburgo. 

En 2010, el fotógrafo italiano Giancarlo Ceraudo y la periodista argentina Miriam Lewin –sobreviviente de la última dictadura– encontraron uno de los Skyvan en Fort Lauderdale, Florida. Se usaba entonces para el transporte de correspondencia. Tras el hallazgo se pudo comprobar que esa aeronave se había utilizado en un vuelo que partió desde el Aeroparque Jorge Newbery el 14 de diciembre de 1977. El avión despegó con los doce militantes que habían sido secuestrados entre el 8 y el 10 de diciembre de ese año. Eran quienes solían reunirse en la Iglesia de la Santa Cruz para discutir acciones para dar con sus familiares desaparecidos. Entre ellos, estaban tres Madres de Plaza de Mayo –su fundadora, Azucena Villaflor de De Vincenti; Esther Ballestrino de Careaga y María Eugenia Ponce de Bianco– y las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, cuya desaparición había generado un escándalo internacional.

En 2017, el Tribunal Oral Federal (TOF) 5 condenó a dos de los pilotos que comandaron ese vuelo: Mario Daniel Arru y Alejandro Domingo D’Agostino. De esa forma, la justicia argentina reconoció, por primera vez, la mecánica de los vuelos de la muerte como la fase de eliminación final de los prisioneros de la dictadura. 

Foto: AFP

Foto: AFP

 

Los otros que hablaron de los vuelos

Desde Europa y antes del final de la dictadura, hubo otro exintegrante de la PFA que habló de los vuelos de la muerte. Fue Luis Alberto Martínez, conocido en el inframundo de la inteligencia policial como Luis Mónaco o el “Japonés”. 

Martínez había sido detenido con otros agentes del Batallón 601 mientras intentaba cobrar un secuestro extorsivo que habían hecho en Buenos Aires. Después de eso, accedió –en 1981– a darle una larga declaración a la Federación Internacional de los Derechos Humanos (FIDH). En ese testimonio, contó que llevaba a los prisioneros en camionetas cerradas hasta el Aeroparque Jorge Newbery. Antes de subirlos a los aviones, se les inyectaba con una droga que venía en envoltorios del Ejército Argentino.  Lo que describió Martínez era la mecánica que aplicaban los centros clandestinos que funcionaban en el Área Metropolitana de Buenos Aires y no estaban bajo dependencia de la Armada.

El 15 de diciembre de 1983, se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). A los pocos días de su conformación, el ministro del Interior de Raúl Alfonsín, Antonio Troccoli, recibió una carta inquietante. Estaba fechada en enero de 1984 y sus redactores no estaban identificados. Sin embargo, la nota decía: “La oficialidad joven y no corrupta de la Prefectura Naval Argentina quiere poner en su conocimiento los nombres de quienes actuaron en la represión subversiva dentro y fuera de la ESMA”. Dentro de los mencionados estaba el prefecto general Hilario Ramón Fariña. “Era quien se encargaba de arrojar desde los aviones Skyvan al mar la gente secuestrada y torturada de la ESMA”. Con el tiempo se supo que Fariña era el jefe de Arru y D’Agostino, los dos pilotos condenados por el vuelo del 12 de diciembre de 1977. Sin embargo, Fariña nunca debió dar explicaciones por su rol en la aviación de la Prefectura.

Antes de estas denuncias, la Agencia Clandestina de Noticias (ANCLA) había hablado de los vuelos en agosto de 1976. Lo volvió a hacer Rodolfo Walsh en su carta abierta a la Junta de marzo de 1977. Domingo “Nariz” Maggio lo relató en unas cartas que escribió después de fugarse de la ESMA. En ellas contó que el represor Gonzalo Sánchez –alias “Chispa”– le había hablado de los vuelos. Como las tres sobrevivientes que dieron la conferencia de prensa en París en 1979, fueron muchos otros los que hablaron de los “traslados” que se hacían los miércoles en la ESMA.

 

El punto de quiebre

Si bien desde la dictadura ya había alusiones sobre los vuelos, recién en marzo de 1995 se tuvo noción socialmente de que las Fuerzas Armadas habían usado sus aeronaves para hacer que las personas a las que habían secuestrado no pudieran ser encontradas nunca más. En ese entonces, el capitán de corbeta retirado Adolfo Scilingo le confesó al periodista Horacio Verbitsky que había participado en dos vuelos de la muerte en 1977, mientras se desempeñaba como jefe del departamento de Automotores de la ESMA.

Scilingo le contó a Verbitsky que la Armada usaba sus Electra para hacer desaparecer a sus prisioneros y que también apelaba a los Skyvan de la Prefectura. Según Scilingo –que después fue condenado en España por sus crímenes en la ESMA–, el Comandante de Operaciones Navales Luis María Mendía había convocado a una reunión, a principios de 1976, en la base Belgrano de Bahía Blanca. En esa oportunidad, les dijo a los asistentes que algunos prisioneros iban a volar pero que no iban a llegar a destino. Mendía intentó reconfortar a su auditorio: les confió que ésa era una “muerte cristiana», lo que quería decir que tenía el aval de las autoridades eclesiásticas.

La confesión de Scilingo sobre la fase final del exterminio significó un cimbronazo para el proceso de verdad y justicia en la Argentina, marcado entonces por la vigencia de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que impedían el juzgamiento de los responsables de los crímenes aberrantes que entonces un exintegrante de las Fuerzas Armadas estaba relatando públicamente. Después de la entrevista a Scilingo –que Verbitsky convirtió en el libro El Vuelo–, tomaron envión los juicios por la verdad, se produjo el nacimiento de la agrupación H.I.J.O.S y se motorizó la aplicación de la jurisdicción universal para juzgar en España los delitos que la justicia argentina no juzgaba en el territorio nacional.

De alguna manera, fue un pedido del juez español Baltasar Garzón para extraditar a casi un centenar de represores lo que decidió en 2003 a Néstor Kirchner a promover la anulación de las leyes de impunidad –por entonces un reclamo que llevaba en solitario Patricia Walsh y que también habían impulsado Alfredo Bravo y Juan Pablo Cafiero–. La anulación votada en 2003 sirvió como un mensaje contundente para que la Corte Suprema confirmara dos años después el camino de reapertura de las investigaciones que ya venían transitando algunos tribunales.

La confesión de Scilingo, que se llegó a escuchar en el principal programa político de la televisión argentina, quizá fue demasiado para una sociedad que, en buena parte, consentía seguir su vida como si los desaparecidos no siguieran faltando. Percibir cómo el horror emanaba de la boca de ese marino que acusaba a la Armada de no hacerse cargo de los crímenes que su jerarquía ordenó, mandando a la muerte a personas adormecidas, fue un verdadero punto de inflexión en la democracia que este año cumplirá 40 años.


Luciana Bertoia estudió periodismo en TEA y Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Tiene una maestría en Derechos Humanos y Democratización en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Trabajó en redacciones como el Buenos Aires Herald y El Cohete a la Luna, donde se ha dedicado a los temas judiciales y derechos humanos, especialmente, a aquellos vinculados a la memoria. Actualmente, trabaja en Página/12, es columnista en Desiguales por la TV Pública, y es docente en la Universidad Nacional de Lanús (UNLa).