FINALISTA GRAN PREMIO BANCO PROVINCIA LITERATURA 2024
Por Victoria Sinnott*
Por fin. Llega. A casa.
Tiene migas de rimel sobre las ojeras y el pelo parecido a un nido de hornero. Se estudia cautelosa, sin desdén, frente al espejo. Los frasquitos la miran desde el botiquín, esperándola mientras ella apoya las yemas de los dedos en el cuero cabelludo. Conoce de sobra la ubicación de la ranura, la encuentra un poquito más abajo de la punta de su oreja. Repasa el reborde con el filo de la uña de una oreja a otra, atraviesa la mitad de la circunferencia con velocidad experta. Se peina ligeramente, separando las hebras del cabello de un lado y del otro, para que no le quede medio cráneo colgando en una mata de pelo enredado. No sería la primera vez. Luego, presiona los costados de su cabeza hasta que hace ¡pop! y gira la mitad superior del cráneo como la tapa de un frasco de mermelada. La cuelga con cuidado del ganchito del baño y continúa con el cerebro. Lo toma desde arriba, sumerge los pulgares a los lados, entre la masa de neuronas y el cráneo, tira con suavidad y ¡pic!, cerebro desconectado. Lo observa un segundo para ubicar los pequeños salientes frontales, coloca el tapón en la bacha, abre la canilla del agua caliente, se aleja del lavamanos así no hace lío y, con los dedos en pinza sobre los salientes, sacude su cerebro, que se desdobla como un mantel o una sábana de uno por dos metros. Vierte jabón especial en la pileta y frota enérgicamente el cerebro desdoblado hasta hacer espuma, lo escurre y el líquido sale gris rosado. No le molesta lavar a mano, ya se acostumbró. Sus amigas lo meten al lavarropas, todos los lavarropas último modelo vienen con la función de limpieza cerebral incorporada (en el departamento de marketing de la primera empresa de electrodomésticos que introdujo la función debatieron largamente el nombre que se le daría. Lavado de cerebro era demasiado directo, demasiado ciencia ficción, iba a perjudicar la imagen de la marca. Limpieza Cerebral® remite a la verdadera esencia del nuevo feature, decidieron).
Ella no tiene plata para comprarse otro lavarropas pero no le importa. El metro por dos es increíblemente maleable entre sus manos, aparte usa ese rato como momento meditativo diario, dice. Lo cierto es que le da impresión meter el cerebro al lavarropas, por más función especial que tenga.
Continúa su ceremonia nocturna colgando el cerebro en el tendal del balcón. Si lo deja adentro no se seca, una vez probó y anduvo con el cerebro húmedo al día siguiente. Incomodísimo. Nunca más.
Lo cuelga y le pone diez broches. Su madre ¡justo su madre! la trata de obsesiva por la cantidad de broches, pero ella no sabe. Ella, con su patio interior gigante y su ténder giratorio con base de cemento, no sabe lo que es tener el cerebro colgando del balcón, flameando, golpeándose contra los ventanales y las macetas y ese llamador de ángeles horrible que le trajeron de Luján, que como era un regalo no lo podía despreciar pero que oh casualidad solo tenía lugar para colgarlo en la esquina más lejana del departamento, de ser posible afuera, en el costado del balcón que quedó sin revocar. Contempla la noche fresca, las pocas estrellas, los edificios de enfrente. En la mayoría de los balcones se ven los cerebros colgados, apenas rectángulos rosados a la distancia. Ahí están los familia tipo, ella los bautizó así. Cuatro cerebros relucientes, dos grandes y dos pequeños, cuelgan sin falta cada noche a la espera de ser colocados al día siguiente. Se le hacen súper tiernos.
El top de la radio que el vecino pone muy fuerte a esas horas (a toda hora) la despierta del estado de contemplación y se apura para prender el último broche. Comprueba la fuerza del agarre con un par de tirones y da media vuelta insatisfecha, murmurando que esta semana sí o sí va a comprar la red, esa red que usan las amigas para que no salten al vacío sus gatos o sus bebés, pero que a ella le va a servir lo mismo para que no salga volando su cerebro.
Así, mascullando un mandado que nunca hace, se autoconvence cada noche de que no es una total irresponsable por dejar su cerebro a la buena de Dios, o a la capacidad de agarre de diez broches, cada noche desde que se hizo la operación, hace ya unos cuantos años. Afortunadamente para los cirujanos plásticos, las empresas que venden lavarropas y algún que otro psiquiatra heterodoxo, la limpieza cerebral había sido bien recibida por los consumidores, la intervención se popularizó en menos de una década. La única contra está en lo invasivo de su instalación: anestesia total, craneotomía, extracción cerebral para adosar el enchufe y los apliques, la transferencia de una rutina básica al encéfalo, la inyección mensual de almidón para que las dendritas se estiren fácilmente y el cerebro se pueda lavar sin mayores complicaciones. «Una vez que te acostumbrás al pinchazo en la nuca ya está, el resto es una pavada», ese era el verso que le decía a cualquiera que estaba con ganas de operarse pero todavía no se animaba. Casi nadie tenía el mal gusto de preguntar qué pasaba si por accidente se desencastraba la tapa de los sesos. Las raras ocasiones en que eso sucedía, contestaba «no sé, a mí jamás me pasó, tenés que ir con un buen médico». Nunca contaba que a su hermana se le destapó el cerebro en medio de un ventarrón porque le hicieron mal el enganche, no la quería hacer pasar vergüenza, pobre Sandri. Sin embargo, era sabido que ese tipo de incidentes eran más comunes de lo que se solía reconocer, no por nada te prohíben subirte a la montaña rusa después de la instalación. Una vuelta fue al Parque de la Costa y se clavó toda la tarde en la vuelta al mundo, el único juego al que la dejaron subir. Mastica bronca cada vez que su madre cuenta muerta de risa esa anécdota, pero piensa que es un precio barato a cambio de la comodidad que le ofrece la Limpieza Cerebral. Ama la sensación de encastrarse en cerebro por la mañana, olorcito rico, solo pensamientos lindos, ninguna porquería del día anterior; ni los gritos de su jefa ni la comida que le sale fea ni el chico de la verdulería que siempre que la atiende la trata como una señora mayor. Todo eso se desvanece con frotar un rato el cerebro almidonado ¿Qué podría ser mejor?
Cuando sale del balcón roza sin querer el llamador de ángeles con lo que le queda de cabellera. Frunce la nariz. Si hay algo que le desagrada más que ese llamador, es el recuerdo de que le falta la mitad del pelo, que su cráneo hueco no luce por completo la larga cabellera que le encanta presumir. El tintineo de los tubitos metálicos le resulta un tétrico recordatorio de su transitoria pseudocalvicie. Como esta minúscula molestia sucede cada noche, casi como un rito, piensa que el llamador la provoca. Obvio que no se lo cuenta a nadie. No se lo cuenta a su madre porque va a tratarla de loca, ni a sus amigas porque no son supersticiosas y mucho menos a Sandri, que fue quien se lo regaló. El llamador tintinea y tintinea y tintinea sin parar, como si los tubitos se le rieran en la cara. De un súbito tirón lo arranca del clavo en el que estaba colgado y lo arroja al piso. Que se calle de una maldita vez.
El resto de la noche transcurre sin sobresaltos. Vuelve al baño y se lava la cara con delicadeza, asegurándose de arrastrar todas las miguitas de rimel sin que le entre agua dentro del cráneo en el proceso. Ya le ha pasado, era muy poco práctico de vaciar y, si se escurría debajo del encéfalo, chau, no la contabas más. Una amiga estuvo en coma por eso. Qué barbaridad. Da tres golpes secos a la pared para que el vecino apague la radio y se va a acostar.
A la mañana siguiente, con el cepillo entre los dientes, se le atasca un grito a viva voz. La baba mentolada se le estanca haciendo gorgoritos en su garganta cuando contempla desde el balcón la calle convertida en arroyo, los árboles caídos, la publicidad del último modelo de lavarropas desprendida del cartel, deslizándose en cualquier dirección.
«Emergencia climática: El Niño arrasó Zona Sur» gritaba la radio del vecino. Cinco de los diez broches aún giraban en torno al tendal, como equilibristas malditos. Miró el llamador de ángeles, intacto y brillante, colgado del clavito de la pared sin revocar, tintineando por el viento que trajo el temporal.
¿Su cerebro? todavía no sabe a dónde fue a parar.
*Locutora nacional y estudiante del Profesorado en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora.
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