Francisco Madariaga Quintela, el nieto recuperado 101 que falleció a mediados de septiembre, pasó una parte importante de su historia en San Miguel. Su madre y su padre, peronistas, militaban en Montoneros y luego de que ella fuera secuestrada embarazada, Francisco nació en Campo de Mayo. Vivió con sus apropiadores hasta los 20 años y encontró su verdadera identidad doce años después. El cronista repasa la intensidad de su vida en esta nota, con fragmentos de una entrevista inédita, para recordarlo.
Por Fernando Casas
Lo decía en privado y también cuando en las entrevistas querían saber más sobre los sufrimientos que había pasado en su infancia en San Miguel, educado a sopa de violencia por su apropiador, un suboficial del batallón 601 de Campo de Mayo.
“Yo vengo del Conurbano y me aguanto la que venga”. Y confesaba: “Los únicos momentos en que me quiebro es cuando pienso en mi vieja”. El nieto recuperado 101, Francisco Madariaga Quintela, murió, el 19 de septiembre pasado, con esa espina clavada: no haber conocido a su madre.
Sí, decía: “Mi vieja se la aguantó toda, me parió, y me tuvo para esto, para que viva esto”. Sí, inflaba el pecho: “Es un orgullo saber que era idealista y luchadora, que militaba en los barrios”. Su madre, Silvia Quintela, formaba parte de la columna norte de Montoneros y trabajaba en el hospital de Tigre. Estaba a cargo de dos dispensarios que había cerca de dos villitas, La Cava y la de la calle Uruguay, hoy mucho más grandes que en 1977, cuando, embarazada, la “chuparon” en una calle de la localidad de Florida.
Su padre –logística de Montoneros zona norte- se tomó un salvoconducto a Suecia a los pocos días de la desaparición de Silvia. Un sobreviviente de ‘El Campito’ que compartió encierro con ella, la vio parir a Francisco un 7 de julio de 1977. Pero el padre lo supo recién en 1983, cuando regresó de México a su país y se enroló en Abuelas de Plaza de Mayo. Abel Madariaga, hoy secretario de la organización, siempre supo que tenía un hijo. Lo buscó, junto con su familia. Y lo encontró 32 años después, el 17 de febrero de 2010.
En esos 32 años, Fran no se llamaba así, sino Alejandro Ramiro Gallo. Pero no sabía que había nacido en Campo de Mayo, a donde sus apropiadores lo llevaban a jugar o a ver los desfiles militares en las fechas patrias junto con sus dos hijos biológicos. Ramiro se crió con dos hermanos (Guadalupe, un año mayor, y Martín, dos menos que él) a los que no se parecía en nada pero, a ellos, el padre los denigraba con la misma violencia física y psicológica.
“Aunque no tanto como a mí”, decía Francisco, mucho más acá en el tiempo, estrenando su identidad frente a este cronista que le propuso, tras varias notas, recopilar su historia para un libro, la biografía de su vida, la de sus padres, y la de la búsqueda de Abuelas. Ahora, ese proyecto mutó a este homenaje.
Vivir es mucho
-¿En qué momento empezaste a suponer que podrías ser hijo de desaparecidos?
-Ya cuando me fui a vivir solo a Muñiz, a los 20 años, fue porque sospechaba. La distancia me hizo pensar y darme cuenta, por el trato que tuve con ellos desde chico, y porque siempre fue tensa la relación, los malos tratos, la violencia. Por rasgos físicos, por las diferencias hasta en los pensamientos. No hay momento específico, mi apropiador era de Boca y yo me hice de River. Iba pasando el tiempo y la angustia y la duda eran cada vez más grandes. Fue un proceso de muchos años. La duda la tenía yo adentro, y se la iba cargando a mis novias y a mis amigos. Hasta que un día, mis amigos del barrio, Juan y Cristian, me dijeron: “Mañana vamos”.
Fran resumía así los doce años que se la pasó dudando fuerte de su identidad. Pero no escuchó la sugerencia sobre si había pensado en la posibilidad de ser hijo de desaparecidos hasta una noche del verano de 2010, en la casa de Cristian, en José C. Paz.
Fue Juan quien se lo sugirió: “Ese verano, nos fuimos de vacaciones los tres, pero Fran se volvió a los cuatro días porque la duda se lo comía. Cuando volvimos del viaje, lo invitamos a cenar y nos contó que su apropiador lo había mandado a matar”.
El episodio es uno de los capítulos más violentos de la vida de película que vivió Francisco. Y así lo contaba: “Volví a tener relación con mi apropiador para confirmar mi sospecha y, además, porque no tenía laburo y él manejaba una empresa de seguridad privada. A los tres días, se dio cuenta de que yo había vuelto para saber más, entonces me cambió de sucursal, me sacó de planta y me mandó con los camiones a hacer de seguridad, hasta me dio una pistola”.
Fran sonreía al relatarlo. Pese a todo, siempre su mueca era alegre. “Me dijeron que tenía que ir con una camioneta que repartía mercadería al otro día a la mañana, un sábado, que no era mi horario, a un supermercado en Billinghurst. Cuando al otro día llegué a la empresa, uno de los custodios que me conocía desde chico me dijo que me iba a acompañar. Estaba muy nervioso, así que burló la seguridad y se metió con el repartidor y conmigo en la camioneta. Cuando llegamos al supermercado chino, que está frente a un barrio muy humilde, ellos dos entraron y yo me quedé en la puerta, me apoyé en el auto y prendí un cigarrillo. En eso, vi venir dos tipos con una pinta que me digo: ‘Estos nos ponen’. Pasaron por al lado mío, entraron al local, lo fueron a buscar directamente al otro custodio y le abrieron la cabeza de la frente hasta la nuca. La gente gritaba y los dos matones se dieron cuenta de que se habían equivocado por la edad del otro custodio, que tenía 50 años más o menos, y que era a mí al que tenían que agarrar. Yo quedé petrificado en la vereda, y cuando los vi venir salí corriendo. Todavía escucho y siento los balazos que me pasaron por el costado del cuerpo”.
Francisco masticó lo que le había pasado durante algunos días y volvió a San Miguel, a ver a su apropiadora. “Ellos estaban separados hacía un tiempo, mi apropiador vivía solo en Urquiza. Llegué a su casa y le exigí que me dijera la verdad. Al principio me lo seguía negando, le conté que me habían querido matar y seguía encerrada en su mentira. Pero le dije tantas veces la frase ‘Yo no soy tu hijo’, que se quebró y confesó todo”.
Todo es mentira, la verdad
Silencio. Francisco está de pie –más que nunca- frente a Inés Susana Colombo, la mujer que lo arropó cuando lo robaron a los tres días de haber nacido. “Y ahí parado, frente a mi apropiadora, sentí una felicidad enorme, no te puedo explicar”.
-Entonces, fuiste a Abuelas de Plaza de Mayo
-Sí, y mi caso fue muy rápido porque me vieron muy parecido. Mi viejo trabaja ahí, es secretario de Abuelas desde hace tiempo. Así que la chica que hace los análisis de ADN cruzó primero mis datos con la parte paterna, los Madariaga, que dio un 50 por ciento de exactitud. Después me cruzó con los Quintela, que era el apellido de mi vieja, y dio un 99,9.
La parte más linda de su historia es cómo conoció su identidad. “Me fui corriendo a decirle a mis amigos, a Juan y a Cristian. El 3 de febrero fui a Abuelas, el 4 me dieron el permiso para la extracción de sangre en el hospital Durán, el 17 estuvieron los resultados y me enteré de la verdad”, contaba.
No se emocionaba casi nunca, siempre sonreía. “Después, vino la presentación en la tele y todo esto”. Cuando Fran se enteró de que no era más Ramiro y su padre se llamaba Abel y su madre era Silvia y estaba desaparecida, tiró el viejo documento con la dirección de Bella Vista. Se hizo uno nuevo y hasta cambió su fecha real de cumpleaños cuando la jueza se lo sugirió. Eligió que iba a cumplir el mismo día que su amigo Juan, el que lo empujó a ir a Abuelas. “Fue un homenaje, yo estaba anotado el 7/7/ 77, bien militar”, decía.
A partir de entonces, Fran festejaría su cumpleaños el 5 de julio. En 2010, sopló sus primeras velitas en su nueva fecha de cumpleaños, pero el gran regalo llegó dos años después. El 5 de julio de 2012, se dictaron las condenas en la causa por la apropiación de bebés. Tenía una identidad, un padre, su testimonio ayudó a encerrar a Jorge Rafael Videla, entre otros genocidas, y a su apropiador. Ese día lloró con Abel, pensando en su vieja, el único momento en que se quebraba. El resto del tiempo iba por la vida pensando en la hora en que debía tomar la próxima dosis de insulina por su diabetes.
Convivía con eso desde los 16 años, se la detectaron después de la escena más violenta que vivió en su vida. “Mi apropiador le estaba pegando a su pareja, los perros se le tiraban encima, había sangre. Con mis hermanos quisimos frenar los golpes y el tipo me gatilló con una 9 en la cabeza”. Silencio. “Yo era su botín de guerra, pero ojo, a mí no me secuestraron solo dos personas, toda la familia sabía, hasta me enteré después que algunos vecinos estaban al tanto. Yo siempre dije lo mismo: en una apropiación no hay amor, como en la adopción”.
Todo nieto es político
Ni él sabía cómo hizo para formarse espiritual y políticamente en el seno de la familia que lo crió. La música y el secundario lo acercaron al tema dictadura. “Era punk, iba a recitales, estaba bien informado, incluso fui a alguna marcha”, recordaba. Pero en la casa, nada. “No me dejaban avanzar, no querían que estudie. Te tienen bien abajito para que no te enteres de nada, para así ellos no tener que pagar las consecuencias por lo que hicieron”.
Y entonces ¿habrán sido los genes? “La calle, yo me críe en la calle con mis amigos y en sus casas. A los 20, empecé a hacer malabares en los semáforos, en la plaza de Muñiz, empecé a viajar por el país, me fui a España unos meses con el circo”. Cuándo le cambió la vida y se hizo conocido, hasta le resultó natural, aunque en el barrio pasó de ser el malabarista de la plaza al hijo de desaparecidos. “Cuando te llenan la cabeza de porquerías en una familia fascista y vos nada que ver, es hermoso conocer la verdad y saber que mis viejos son… fueron idealistas y luchadores”.
La presentación de su caso revolucionó la militancia, eran épocas del programa 678 y festejos del Bicentenario. Fran lo sabía, la revelación de su caso –uno de los pocos nietos que encontraba a su padre vivo- multiplicó las consultas en Abuelas. Decía: “Cada nueva vez que aparece un nieto, se moviliza mucho la duda. A los que me paran por la calle o me dicen algo, les digo que si tienen dudas, vayan a Abuelas, que el trámite es súper privado. Y que si se confirma y uno no quiere hacerse público, se hace un informe y listo. Yo me quise exponer para mostrar mi historia y que esto no vuelva a pasar”.
El libro de la buena memoria
Fran era un emocionado, un manija que se subía a la moto que pasaba ese día para levantar el estado de ánimo y hacía malabares con eso. Hasta que se le caía una pelota, una clava, el diábolo. Al fin, uno hace eso con el estado de ánimo. Malabares. El cronista lagrimea al escribir esta línea. Aprieta los ojos y aparecen las imágenes.
Ramiro Gallo arriba del colectivo 176 atravesando Campo de Mayo a los 25 años, yendo a plaza Francia para ver malabaristas; Fran Madariaga hace un par de años, arriba de una camioneta, atravesando Campo de Mayo para dar testimonio en un documental japonés.
Ramiro en el baño de su casa tolerando el submarino al que lo somete su apropiador, a punto de desvanecerse; Fran, alegre borrachín, trago en mano, en una Fiesta Clandestina, o en una velada punk en el Salón Pueyrredón.
Ramiro corriendo por las calles de San Martín, las balas a los costados, los estruendos rebotando en las paredes; Fran mirando los fuegos artificiales que iluminan el cielo del Bicentenario, parpadeando con cada explosión.
Ramiro en fiestas familiares en la casa de San Miguel explicándole a tíos por qué es de River si su “papá” es de Boca; Fran en Uruguay viendo a Independiente.
Fran junto a la Presidenta de la Nación que le estruja los cachetes. Sus ojos brillosos, los de su papá también.
La historia sin fin
No hay libro de la vida de Francisco Madariaga Quintela, sus padres y la lucha de Abuelas. Juntarse con Fran era saber que pasaban autos, sonaban los teléfonos. De algunas cosas no convenía que hablara “hasta que no haya sentencia firme”, le habían dicho. Su apropiador reaparecía cada tanto, alguien en su nombre lo llamaba.
En los últimos años, con el beneficio del 2×1 y las prisiones domiciliarias, Fran se inquietó bastante. Lo que venía siendo una vida soñada, con padre con quien abrazarse, una nueva familia bulliciosa, los amigos de siempre y cien hermanos nuevos –así se llaman entre los nietos recuperados-, más unos mangos en el bolsillo para viajar a España un par de veces a la Fiesta de Malabaristas que tanto disfrutaba, empezó a volverse pesadilla. Otra vez.
El nombre de su apropiador en los medios, el suyo también, su apropiadora y los hermanastros, a los que había dejado de ver, otra vez en el radar. La noticia de la domiciliaria que obtuvo Víctor Gallo en San Miguel. Al año siguiente, la libertad por una enfermedad que comprobaron ante la Justicia los propios chacales.
“Fran vivió como pudo”, me responde Juan, su gran amigo, el que lo hizo de Independiente. Con él iba a la cancha, incluso la noche en que en la previa del partido ante Atlético Tucumán, las autoridades del ‘Rojo’ le hicieron un homenaje.
Estos últimos días en que hablamos tras la noticia de la muerte de Fran y le pregunté cómo estaba en el último tiempo, me contó: “El año pasado, la noche del homenaje en la cancha, casi se muere, pero en el hospital le salvaron la vida”.
Otra vez, un pico por la dependencia a la insulina, por aquella diabetes que le había provocado su apropiador cuando le puso un revólver en la cabeza y le gatilló su mirada genocida. “Fran sufrió mucho, su familia en la adolescencia fueron sus amigos, no le gustaba estar solo, amaba el circo, los malabares y los perros. Era una persona muy afectuosa, respetuosa. Un loco lindo y sincero”, resume Juan.
Francisco Madariaga Quintela vivió once años con su verdadera identidad. Los otros 32, se los pasó buscándose. Y se encontró.
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