Por Esteban Rodríguez Alzueta*

 

“Todos narcos” es uno de los clisés usados para reprochar las conductas a aquellos individuos que mercadean drogas en los barrios más pobres. Conductas que no suelen costarles gratis a los vecinos y, mucho menos, a varios usuarios y a los pequeños empresarios que la comercializan. Clisés que se transforman en otro boomerang porque termina agregándole más problemas a los residentes de estos, ahora llamados, “barrios narcos”. Pero detrás de ese reproche moral se ocultan otras economías que no hay que perder de vista si se quiere comprender las estrategias de reproducción social.

Los ilegalismos plebeyos prosperan en sociedades desiguales, con economías deprimidas, donde la comunidad se encuentra bastante fragmentada o desorganizada socialmente y desarticulada políticamente, y donde los barrios carecen de una adecuada infraestructura y equipamiento urbano. Todas estas desventajas estructurales y crónicas suelen ser la mejor tierra fértil para que se expandan determinados ilegalismos, toda vez que algunos de sus habitantes referencian a estos mercados como la oportunidad de resolver o encarar problemas materiales concretos. Estamos pensando en la comercialización, guarda, fraccionamiento y distribución de drogas ilegalizadas, pero también en la participación en el robo y desguace de autos para estoquear los desarmaderos o el mercado de autopartes informales, en la reducción de objetos robados, la ocupación y reventa de tierras y la conformación de un mercado inmobiliario informal, en la venta de armas flojita de papeles, en las apuestas en torno al futbol amateur, en los múltiples servicios que las hinchadas ofrecen a los grandes clubes de futbol (matonerismo, pasión rentada, merchandising y puestos de comida y bebida callejeras, estacionamiento forzado en zonas aledañas a la cancha; reventa de entradas, etc.).

Todos estos emprendimientos no son vividos como meras experiencias ilegales sino como estrategias de sobrevivencia y, en algunos casos, una oportunidad de acumular prestigio o componer una identidad dura que le devuelva una reputación en el barrio. De modo que los ilegalismos forman parte de los repertorios para la reproducción social de la vida. Repertorios de “zonas grises”, donde, como señaló Javier Auyero, no se sabe dónde termina el mundo de la legalidad y empieza el mundo de la ilegalidad, donde el delito se confunde con la persecución del delito. Donde el Estado está presente de manera muy ambigua, a veces jugando con las organizaciones sociales y otras veces con las agencias policiales.

En este artículo, y continuando con el anterior que escribimos para Cordón el mes pasado, vamos a demorarnos en lo que dimos en llamar el universo transa, un universo variopinto compuesto por actores, prácticas y vivencias muy distintas.

 

  1. Entre la inestabilidad y la certidumbre

En nuestra nota anterior dijimos que estos universos no constituyen un mundo aparte, no proyectan mundos paralelos para el resto de la vida cotidiana. Sus economías están imbricadas a las economías del barrio, laten con el barrio, a su vértigo y letargo. El mercado de drogas ilegalizadas organiza distintas relaciones de intercambio. Allí, no solo se intercambia drogas por plata sino por afecto, reconocimiento, protección.

Estos mercados generan una serie de contradicciones en el propio barrio. Porque, por un lado, los vecinos saben que impacta en la salud, la estabilidad emocional y trayectorias educativas y laborales de sus hijos o en la de los hijos de sus vecinos o amigos, pero, por el otro, pueden agregarle seguridad a la vida cotidiana, toda vez que los transas suelen encargarse de mantener despejado el territorio de personajes “atrevidos” que cobran “peajes” o arrebatan a los vecinos del barrio o a los consumidores que se acercan hasta el mismo en busca de su “pedazo”.

Una “seguridad” que tampoco hay que exagerar. Como escribieron Auyero y Katherine Sobering en el libro Entre narcos y policías, los vecinos suelen quedar atrapados en medio de disputas y enfrentamientos entre transas. Cuando los transas se autonomizan de la regulación policial la violencia puede convertirse en el repertorio principal para dirimir sus contradicciones y escalar hacia los extremos. Esas violencias letales (los enfrentamientos a los tiros, las balaceras, el sicariato, los secuestros extorsivos, los desalojos compulsivos) le agregan mucha incertidumbre y angustia a la vida de los barrios.

Pero lo cierto es que también los comerciantes o feriantes de estos barrios saben que los transas le “ponen plata en el bolsillo” a un montón de gente que sale a consumir en el vecindario. Si los pibes andan con plata en el bolsillo no solo tienden a dejar de cometer delitos callejeros o predatorios en el barrio, sino que van a comprar más birra en el kiosco de la esquina. Pero, además, al estar “luqueados”, dejarán de sumarle presión a las familias económicamente desfondadas para que financien el consumo de objetos encantados que les permitan a ellos adecuarse a los estilos y pautas sociales que les impone la moda, pero también para financiar la parte maldita del consumo improductivo, vinculado a la “joda”, la motorización de la grupalidad y composición de vínculos sociales.

Parafraseando la tesis de Juan Gabriel Tokatlian, formulada en su viejo libro Globalización, narcotráfico y violencia, los transas tienen la necesidad y la capacidad de combinar la coerción y el consenso, inspiran temor, pero suelen ganarse también la simpatía de algunos sectores del barrio: “Su vigencia y proliferación no radican solo en la provocación del temor, sino también en la búsqueda de aceptación o reconocimiento por parte de distintos segmentos de la población.” No se trata de una cuestión menor, porque la “búsqueda de consentimiento” no solo convierte a los transas en actores sociales, sino que, además, estos nuevos actores se convierten en potenciales rivales de los actores tradicionales en tanto compiten por el capital social y simbólico del barrio. Una competencia que a veces puede costarle caro a los actores tradicionales (por ejemplo, la difamación o amenazas abiertas y manifiestas que llevará a que tengan que irse del barrio); y otras veces, terminar absorbiéndolos. Transas que se valdrán del capital social de los punteros políticos para ganarse la adhesión del barrio; o punteros que movilizarán su capital simbólico y social para negociar con los transas y conseguir los recursos económicos y morales que la política ya no puede o no está dispuesta a aportar. Porque como contó Jorge Ossona en su libro Punteros, malandras y porongas, no sólo los antiguos chorros o estafadores de tierras suelen reconvertirse al tráfico de drogas, también algunos ex punteros políticos se reciclaron con la expansión de los mercados de drogas ilegalizadas.

En otras palabras: los vecinos del barrio se encuentran atrapados en un dilema, y no tienen otros aliados estatales que puedan ayudarles a resolver las contradicciones. La justicia, clasista y burocrática, es inaccesible, y los policías son la mano invisible del mercado. Los transas introducen una serie de tensiones extras en el barrio que se viven de manera contradictoria. Porque, por un lado, contribuyen a robustecer la economía del barrio, pero por el otro, debilitan aún más los vínculos sociales, generando muchas veces malentendidos entre las diferentes generaciones. La droga invade los hogares y desorienta a los familiares, las peleas se vuelven más habituales y deterioran las relaciones de confianza. Como dijo también Auyero, ahora junto a María Fernanda Berti, en La violencia en los márgenes, la violencia empieza a circular horizontalmente de lo público a lo privado, puede derramarse y agregarle nuevas dificultades.

 

  1. Entre la provisión y el don

La comercialización minorista de drogas ilegalizadas, con todos los servicios que esta implica, forma parte de la economía doméstica del barrio. Con ello, lo que queremos decir es que estos ilegalismos hay que leerlos al lado de otros emprendimientos legales o informales. La comercialización de drogas no constituye un mundo aparte y clandestino, separado y separable de la vida cotidiana del barrio. Pongamos algunos otros ejemplos concretos.

La familia que puso una despensa o almacén sabe que, para comprarse las otras dos heladeras o estoquearse en tiempos de inflación, antes que la suba continua de precios vaya dejando pelado el negocio, puede pedirle un préstamo a los transas que luego podrá devolver de distintas maneras, tal vez con otros favores. Esos préstamos suelen ser más baratos, no tienen las tasas usurarias que ofrecen los prestamistas del sistema financiero que asedian a los sectores populares y prosperan sin demasiados controles estatales. Con aquellos préstamos los empresarios ilegales no solo reinvierten parte de sus ganancias, sino que reclutan adhesiones, ganándose el consentimiento de los vecinos o parte de los vecinos del barrio.

Esos consentimientos no se conquistan de una vez y para siempre, hay que testear y recomponerlos todo el tiempo. Son consensos frágiles y más o menos forzados, puesto que se celebran a partir de determinadas circunstancias económicas. Consensos que contribuyen a sostener la economía barrial por encima de la línea de flote. Pero son consensos frágiles, es decir, contingentes y volátiles, puesto que se sostienen en una necesidad que compite con la salud y los cuidados de los habitantes del barrio.

En otras palabras: no solo el Estado inyecta plata por arriba a través de la asistencia social, también lo hacen los pequeños empresarios de estos mercados ilegalizados.

Otro ejemplo: los jóvenes que venden por cuenta propia algunas drogas provistas por algunos de los transas del barrio. En este caso, el joven o la joven puede comercializar drogas para costearse su propio consumo, pero otras veces para completar los ingresos insuficientes. La mayoría de las veces se trata de jóvenes que pendulan entre la desocupación, la ayuda social y el trabajo precario. Ni los planes ni el sueldo le alcanzan para llegar a fin de mes. Mucho menos para mantenerse luqueados de acuerdo con los estándares de éxito y belleza que imponen los mercados. Estos jóvenes, en esas circunstancias, y para que no les gane el resentimiento y la envidia, a través de la venta de drogas ilegalizadas, pueden no solo llegar a fin de mes sino encantar el ocio durante los fines de semana. Su participación en la comercialización les permitirá, también, pagar el cumpleaños de su hijo o sus hermanos, comprarle el regalo a su mamá en el día de la madre o un asado el día del padre, llenar de regalos el árbol de navidad, pagar la joda los fines de semana, ir a la cancha, un recital, etc. De modo que, detrás de la comercialización de drogas ilegalizadas al por menor, está el don, una economía improductiva cuyo objeto no es la reproducción de la vida sino la reproducción moral de la vida. En contextos tensados por la fragmentación, cuando los vínculos se debilitan, el intercambio de favores encantados puede contribuir a fortalecer vínculos. Como dijo Bataille, es la parte maldita de las relaciones de intercambio: un “gasto inútil” dispuesto a componer una identidad y sostener la festividad.

 

  1. Entre el ventajeo y los conflictos

Por supuesto que no todo es don, también hay mucho ventajeo, los usuarios pendulan entre el don y el ventajeo. Como analizó Jeremías Zapata, investigador de la UNQ, en un libro que saldrá publicado próximamente por la UNQ, “Entre el don y el ventajeo: Motivaciones, prácticas y relaciones alrededor de usos de drogas ilegalizadas. Una etnografía en un barrio del conurbano bonaerense”, la comercialización y uso de drogas ilegalizadas se organiza también en base a la lógica del ventajeo.

El ventajeo, nos cuenta Zapata, no está vinculado a las amenazas ni al uso de la fuerza. No se sostiene en el apriete, aunque suele poner en aprietos al otro que usa y comparte drogas. A través de mentiras, o haciendo un uso premeditado de las ansiedades y expectativas del otro, se busca sacar provecho de una situación. Y lo hace valiéndose de “avivadas” o artimañas pícaras que forman parte de las destrezas populares. A veces el ventajeo es la oportunidad de acceder de “arriba” a las drogas ilegalizadas, sobre todo cuando se está “remanija y sin lana”. Pero el ventajeo, también, es una manera de anticiparse a escenarios inciertos. Cuando la droga es escasa y se consume, y para colmo se acerca el fin de la quincena y se acabó el dinero, hay que garantizarse su acceso. El convite que se hace está envenenado, es decir, se hace con otras intenciones, porque es la oportunidad de contar con un crédito moral que les reasegure su acceso el fin de semana siguiente cuando se queden sin plata o sin línea.

Pero el ventajeo suele ser fuente de malentendidos extras que pueden producir o salpimentar la vida cotidiana con otros conflictos y, llegado el caso, escalarlos hacia los extremos. Y que conste que acá no se está hablando de las disputas por el control del territorio, sino otro tipo de disputas menores ocasionadas alrededor del consumo que pueden costarles la “amistad”, la permanencia en una “junta” o la frecuencia de una relación.

El telón de fondo del ventajeo es la joda anclada en el barrio. Cuando los jóvenes tienen prohibido el acceso a la ciudad, no pueden llegar hasta el centro, sea porque no alcanza la plata, porque la policía te para cada vez que pones un pie en la avenida que conecta el barrio con el centro, entonces la joda hay que recrearla en el barrio. No hay joda sin placer, sin risas, sin bebidas, sin drogas. Debajo de la economía del barrio, hay una economía moral que no debería perderse de vista a la hora de comprender la importancia que tiene el uso encantado de drogas ilegalizadas.

 

  1. Final cantado pero lejano, o no tanto

 

La legalización de las drogas se va a dar más temprano que tarde. Y no será precisamente la consecuencia de un debate vigoroso en torno a la salud pública o el resultado de la capacidad activista de los movimientos sociales para agendar estos problemas con otra partitura. Cuando los laboratorios y las empresas farmacéuticas se animen a quedarse con “el negocio” habrá un lobby impresionante para que se legalicen estas drogas que, ahora, serán producidas por los grandes laboratorios y vendidas en las farmacias bajo prescripción y control médico. El sistema de salud que tenemos se transformará en la mejor autopista para la distribución y comercialización como ya suceden con el resto de las drogas que usan un montón de gente sin que nadie se indigne, escandalice o agarre la cabeza. Ese acontecimiento será otro momento de expropiación y de redistribución de la riqueza. Para decirlo más fácil: los blancos le van a afanar el negocio a los negros, los ricos se quedarán una vez más con parte de la economía de los pobres quienes, ahora, deberán encontrar otros ilegalismos que contribuyan a la reproducción social y moral de la existencia en contextos implosionados.


*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.