Los junios son de inviernos y banderas. Como el frío no nos necesita para ser, el esfuerzo lo pusimos en soñar una insignia para el Conurbano.  Quizás ya exista alguna, pero nuestros héroes son tan anónimos que, si está en alguna parte, no lo sabemos todavía.

¿En qué batalla la habríamos forjado? ¿En la defensa heroica de la General Paz, luchando  por los intereses de Caseros y los dominios de Ciudadela? ¿En un ‘no pasarán’ que alborote el Riachuelo, alejando hordas Pompeyianas y Barranquenses? ¿En la independencia y recuperación de San Isidro, Vicente López y esos territorios que la Ciudad conquistó tras la batalla cultural de Avenida del Libertador? ¿En la gesta de la Campaña Interior, conurbanizando la paz de las sierras de Tandil, el mar de nuestras costas o los verdes fértiles arrecifeños o en lucha intestina con los Conurbanos del Gran Rosario y Bahía Blanca?

¿De qué colores nos apropiaríamos, cuando el cielo agota la inspiración de otros? Quizás los grises industriales de Lanús, acero y carbón, cordón y vereda. Puede ser la belleza indefinida, entre pueblerina y barrial de un Monte Grande siempre verde. Algún tono del Oeste, agitado, ondulante, de cartelerías rojas y amarillas que se extienden desde los “Cuatro Ases” hasta “El Grinch”, en el Camino de Cintura. O blanco y celeste ¿Por qué no? Blanco y Celeste, color Costera. Tiene que tener marrón, salpicado, que cambia de color si llueve, marrón tierra, marrón barro, marrón zanja. O de chapa y cartón, bandera collage que haría hipeventilar a alguna maestra. Aluvional, impermeable, lista para cruzar el riachuelo a nado si alguna gesta lo considera apropiado.

Si rezara alguna consigna, estaría escrita en la orilla, te obligaría a mirar al borde para descubrir lo que desde lejos no se ve.

Supongo que portaría alguna leyenda que no sería “Orden y Progreso”. Arriesgo un “Aguante y agite” advirtiendo sobre el peligro de llegar blandito a estos suelos. Tal vez un impersonal pero enfático “A la gilada ni cabida”, o un fileteado reverencial del estilo “Por mi viejo la tengo, por mi vieja la vendo”. Si rezara alguna consigna, estaría escrita en la orilla, te obligaría a mirar al borde para descubrir lo que desde lejos no se ve.

No la imagino homogénea ni armónica. No tendría eje ni simetría. La cruzarían líneas, irregulares, ineficaces, como el Roca, el San Martín  o el Sarmiento. Tajos que se irían perdiendo entre los puentes que te depositan en el laburo, que te empastan tu respiración con la de otros, que te vuelven masa, multitud, cosa innúmera, estadística bochornosa, de esas que se usan para ejemplificar subdesarrollo y que te hacen temible, para los que siempre tiemblan, con solo pronunciar tu lugar de nacimiento y residencia.

¿Cuál sol tendría? ¿El de los sábados después del mediodía, cuando todo el fin de semana está por hacerse y lo dejás que te pegue en la cara, en alguna parrilla de medio tanque, tablón y vereda, de vacío al paso y vasovino? ¿El que rompe el cielo, rayo a rayo, para ganarse un lugar en una mañana congelada, de esas que todavía eran noche y ya te encontraban en la calle, rumbo al colegio o al laburo? ¿O el de la siesta del domingo, el que conquista patios y veredas, el que acaricia a los perros sueltos?  Tal vez sea con luna, la idealizada y suburbial de Borges, la de enfrente, la de plata sobre el chaperío, la que se recorta entre lozas, árboles y tejas.

Ojalá llegara con ruido. De silbato de estación y campanita de guardabarrera. De madre que te llama a tomar la leche, a lo lejos, en esa trampa que parece merienda y es tarea camuflada. Ruido. De gritos para que devuelvan la pelota, incluida la secuencia de ruego, puteada, otra vez ruego, concesión y puteada final, de intercambio y rencor mutuo.

Si le pudiera pedir ruido, le pediría olores. Esa bandera tendría el de la tierra mojada después de una lluvia que sorprende como una pareja llegando temprano. Los de la comida que se adivina desde la vereda, minga de extractor y Lysoform. Esos que son secuelas de recreo y ponen agria el aula después del último timbre. El olor calor, que se escapaba como garra, de las cortinas multicolores de la pizzería de Julio, donde Boedo nace, y vos, de parado, nunca sabías cuándo terminaba la porción y cómo empezaba el moscato. A fruta podrida y plantas nuevas. A todo lo que le pasa al aire cuando empieza a coquetear la primavera. Ruidos y olores, porque sonidos y aromas es demasiada jactancia.

La veo trapo de cancha, horizontal, sostenida por varios y escondiendo a otros.

¿Sería bandera de las que se izan? ¿De esas que coronan patios fríos, germen de meritocracia que premia al boletín más eficaz, que nunca corresponde al mejor pibe?  Esa, la planchadita, planchadita, planchadita, que en caja azul de cartón adorna la vitrina, aséptica, invicta y  sin emocionar a nadie. No, así no: La veo trapo de cancha, horizontal, sostenida por varios y escondiendo a otros. Como el féretro de los queridos. De las que se roban y son trofeo, de las que se tatúan, de las que tienen leyendas que son sentencias. De esos trapos, escenografía de bailes y cantos que, colgados, hacen que cualquier alambrado tire más filosofía que la “Crítica de la razón pura”.

Podría ser una hecha nada más que de páginas policiales. Para hacerle acordar a todos los que no nacieron acá, que cada vez que sus medios nos miran es para contarnos los muertos, para pesarnos la sangre, para fotografiar la silueta vacía que dibujaron en el piso. De policiales, que nosotros no estamos para ser noticia de tapa, ni espectáculos, no somos sociedad y apenas zonales.

…esta tierra la vamos haciendo con los que van viniendo, como pasó con ellos, como pasa con todos

Los colores de Bolivia y Paraguay tendría, esos brillos y esos bailes, adoptados, insolentes y con ellos vendrían los silencios de los que juegan a no ver. De los que castigan con prejuicio. De los que ofrecen la espalda. De los que sacan la mano. De los que impiden el alma. El silencio de los que ignoran que un tercio de lo que somos se hizo ahí nomás, del otro lado de la frontera y, militando esa ignorancia, olvidan que ellos, que en su sangre tienen un océano cruzado en barco, son de la misma condición sagrada que repudian. De Italia y de España, debería tener también color nuestra bandera, para recordarle al hijo de García y al nieto de Gentile, que esta tierra la vamos haciendo con los que van viniendo, como pasó con ellos, como pasa con todos, porque tu Patria es la que elegís, la que cuidás y te cuida.

Así, a lo Xul Xolar, bandera hecha de banderas, de retazos, mal cosida, desafiante, incompleta, por hacerse. O invisible. Qué alguien diga “ahí está la bandera del Conurbano” y nadie la vea.  Para que los cara sepan que a los ceca ni nos registran. El ninguneo de nuestra historia. El enmudecido sacrificio que no merece la pluma ni siquiera de aquellos que se ocupan de pensar la identidad nacional. No está ahí la maestra, ni el enfermero, la abogada hija de herrero, ni el doctor que se alimentó salteado, compartiendo olla entre cinco hermanos. No están los festejos porque llegó el asfalto, ni como se pone el barrio el sábado siete, cuando muchos cobraron y la van a dejar toda, en lo que les quede al alcance de la mano.

Invisible, como somos para aquellos que cada vez que se acuerdan de este 25%  de los argentinos, se refieren al Conurbano como un accidente, como una imposibilidad de prosperidad o como la vergüenza de la patria.

Ni nombrados somos de tan invisibles. La de Córdoba la defienden los cordobeses, como los franceses a la tricolor. Pero si naciste en el Conurbano, ni tenés gentilicio, no te pueden llamar ni a formar, que bandera vas a defender si no podés decir que sos ¿Conurbanio? ¿Conurbanero? ¿Conurvino? No. Si no te pueden nombrar, no sos.

Quizás nuestra bandera sea poder llamarnos de alguna forma. Un grito que nos funde y nos funda. Algo más allá del azar o el accidente. Una hermandad superadora entre lomenses, lanusenses, matanceros y echeverrianos. Un nombre que se haga bandera. Que, como otros nombres sagrados, desde los jirones nos conduzcan a la victoria. Mientras tanto, y aunque pese, elegimos azul y blanca, porque creemos en lo celeste y lo terrestre y entendemos que, mientras nos ilumine el mismo sol, nosotros no somos los otros de nadie.