En un domingo de clima amable y cuando el bolsillo lo permitía, pasar el día en los bosques de Ezeiza, comer asado, andar en bicicleta, jugar al fútbol y todas esas cosas que las personas que viven en un departamento pequeño necesitan cada tanto, era un momento esperado. Esos días eran maravillosos, sólo le bajaban el precio la discusión previa a encontrar un buen lugar donde estar tranquilos (disputa que resultaba inútil dos horas más tarde cuando llegaba el resto del mundo), los mosquitos de apetito voraz y el regreso eterno. A las masas se les ocurría volver a sus casas a la misma hora. La caravana de autos era multi-musicalizada por los que tenían “pasacassette”, algún escape libre y las conversaciones de mis tías.

Todo niño tiene sus paradojas, sus inexplicables y sus porque sí. A veces, en medio de la exuberancia del bosque invadido por la gente, convencía al primo/a, amigo/a o hermana, a meternos en la caja del camión de papá a jugar. Era el momento de escape de la mirada adulta, era la intimidad necesaria del momento. Además, estar dentro de una caja vacía y hermética me producía una sensación de seguridad y contención. En medio de un inmenso bosque dentro de una caja era casi poético incluso.

Otro momento en que me ofrecía cierto placer era cuando se usaba como medio de transporte del club “Sociedad de Fomento Santa Rosa”. Si jugábamos de visitante, mis compañeros gritaban: “Vamos en el camión!”. A mí me daba un orgullo enorme que 15 o 20 chicos se suban a la caja del camión de mi viejo y viajar custodiados por un mayor, con la puerta del costado abierta para que entre aire y cantando canciones de cancha inocentes, sin insultos, camino a cualquier club con canchita de tierra marcada con cal y rodeada de alambrados con media sombra raleada por el viento.

La esquina formada por pilas de cajas de camión fue como un gran monumento a la infancia, siempre esperaba pasar por allí y ver sus esculturas. Ir por el Camino de Cintura mirando por la ventanilla fue un presagio de lo que años más tarde haría con una cámara. Documentar el Conurbano se transformó en una obsesión, y esta fotografía representa muchas cosas: mi niñez, mi padre, y también la certeza de que siempre es necesario transportar cosas, una salida laboral urgente para muchos habitantes suburbanos.


 

Leonardo Marino es fotógrafo argentino nacido en 1976, en la localidad de Monte Grande, suburbio al sudoeste de la Capital Federal de Argentina. Estudió Diseño Gráfico en la Universidad de Buenos Aires. En 1998 descubre su pasión por la fotografía y realiza diversos cursos y talleres.Desde ese tiempo trabaja como fotógrafo free-lance en distintos ámbitos públicos y privados, a la vez que desarrolla su obra fotográfica.

Participó de exposiciones individuales y colectivas desde 2001. Formó parte de los TEF (Talleres de Estética Fotográfica) de Eduardo Gil desde 2006 hasta 2015. También realizó clínica de obra con Alejandro Lipszyc y en los talleres de Alberto Goldenstein y Juan Travnik. Continúa desarrollando su obra personal mientras es uno de los coordinadores y docente de Fototaller Monte Grande desde 2010.