El autor de Kryptonita y de tantos otros relatos conurbanos que hoy se leen a escala mundial se sumerge, en este texto escrito para Cordón, en su paso por los cines del oeste y las huellas de un pasado cercano que, a su modo, sigue enlazado con el presente.
Por Leo Oyola*
Suelo hacerme la señal de la cruz adentro de un cine. Sé persignarme en el momento en el que va a empezar la película. Generalmente, cuando aparece el nombre de la compañía productora. Me terminé santiguando más veces delante del logo de la Warner, la Columbia o United Artists que ante la figura de San Jorge, el Gaucho, Gilda, la Virgen de Luján o San Cayetano. Es una costumbre que me viene desde que empecé a ir al cine solo. Desde que me rateé de la escuela por primera vez.
Las funciones en el Nuevo Achával de Morón eran en continuado, programa doble. Me pasaba una vez al mes la matiné ahí adentro con los australes que iba encanutando de los vueltos cuando me mandaban a hacer las compras. Y en eso me los gastaba: en ir al cine, en ver dos películas juntas. Solía hacerme la señal de la cruz en aquel entonces, pidiéndole al Barba ni bien empezaba la película: “Que en mi casa no se vayan a enterar”. Después me quedó la costumbre y lo seguí haciendo. No para rogar que la película fuera buena, que me gustara. Seguí persignándome -y lo hago al día de hoy, que no piso hace décadas una iglesia- para agradecer la oportunidad y bendición de estar adentro de un cine; de estar por ver un film.
El cine Nuevo Achával estaba en la calle Belgrano al 149, entre Brown y Rivadavia, a la vuelta del Nuevo Ocean y exactamente a cien metros del Nuevo Morón, cruzando una galería. Los tres cines tenían más de cuarenta años de actividad cuando los empecé a frecuentar, mientras cursaba séptimo grado de la escuela primaria. El Ocean y el Morón aún se mantenían, dentro de todo. Al Achával, de “Nuevo”, sólo le había quedado el nombre. Era un desastre. Sucio. Mal. Estaba lleno de tierra. Te apoyabas en una hilera de respaldos de las butacas y se caía entera hacia atrás. Se fumaba adentro. Cuando coincidía que los estudiantes del Chacabuco se rateaban justo con los del Dorrego, con el que se tenían pica, se mataban a trompadas sin que se interrumpiera la proyección. Salvo que tuviera que intervenir la cana. Todo tolerable a esa edad y con esas ganas. Incluso el hecho de que había ratas. Sí, sí. Ratas. Muchas. Verlas circular, aunque fuera en penumbras, no era tan escalofriante como escucharlas en el momento menos pensado. Podías estar viendo Los bicivoladores 2 y la película automáticamente se volvía una de terror bien fulera. Por las ratas del Nuevo Achával yo creía erróneamente que faltar a la escuela adrede, sin que se enteraran en tu casa, se decía ratear.
Entonces…
¿Por qué ir al cine a un cine así?
Obvio: porque era el más barato de Morón.
Y más aún que las salas de Haedo, Ramos Mejía y Liniers. Incluso que el Cine Sele, en Camino de Cintura. Con la de Ituzaingó no sabría decir porque no llegué a conocerla. Y la de Casanova, desde que tengo memoria, siempre había sido porno.
Al Achával llegaban las copias después de haber estado exhibiéndose en calidad de estreno, primero, en Capital y, después, en el Ocean o en el Morón. Venían bastante baqueteadas. Se veían impurezas más allá de las marcas de cigarrillo y el desgaste de los colores, tanto en el fílmico como en la lente del proyector, que año tras año iba siendo más opaco, oscuro. Incluso había errores de sincro entre imagen y sonido. Mientras tanto, el encargado de la programación hacía lo que podía o directamente se cagaba de risa al empardar la infantil Pie Grande y los Henderson con Top Gun; Dos veces en la vida -un dramón con Gene Hackman sobre una infidelidad que termina con un matrimonio- junto a la primera Desaparecido en acción de Chuck Norris; o Héroes (el documental inglés sobre el mundial de México con LA canción de Valeria Lynch) y En busca de la ciudad perdida (la segunda con Richard Chamberlain haciendo de Alan Quatermain). Pero la vez que superó todas las expectativas fue cuando puso en continuado Las aventuras de Chatrán junto a Cyborg, con Jean Claude Van-Damme. Coincidimos una vez más con los del Chacabuco y el Dorrego, que hicieron una tregua y la sostuvieron para ver si el gato –Chatrán, por eso aún hoy en el Conurbano se dice despectivamente “Chatrán” para no repetir “gato”- y el perrito, juntos en una caja que apenas flotaba, se salvaban del río y de la catarata. Les contaba que hicieron un alto al fuego, pero en el clímax de la de Jean Claude no se aguantaron más y se fueron otra vez a las manos. Nunca supe cómo termina Cyborg.
Eso sí: a veces el encargado de la programación se mandaba un Alcoyana-Alcoyana y ahí quedabas extasiado viendo Hellraiser seguido de La serpiente y el arco iris, o Infierno Rojo con Arnold para que después llegara Sylvester en Rambo III. Las de Stallone se convirtieron en nuestro género favorito. Y, como si fuera ir a la cancha, empezamos a seguirlo en cines mejores. En cines lejos de casa. A los mismos cines a los que ibas con una piba con la que salías. Porque para ratearse estaba el Achával, en donde terminé aprendiendo muchas cosas narrativas por faltar a la escuela.
En un momento, los cines Ocean y Morón también empezaron a pasar dos películas. El de Haedo y los de Ramos habían cerrado un par de años antes cuando cayó el gobierno de Alfonsín durante la hiperinflación. El cine Sele pasó de Mingo y Aníbal en la mansión embrujada a Susurros entre cachetes para finalmente convertirse en lo que fue una fija con muchísimas salas en el país: un templo evangelista.
El Ocean cerró primero. Las últimas dos películas que vi ahí fueron Reto a muerte, de Steven Spielberg –la del camión que ya la habían pasado infinidad de veces en la tele- junto a El Padrino III, que veía por segunda vez y en cine con un amigo y compañero de la secundaria, Diego Montes. La primera había sido con mi hermano el Freduli. Sí, el Ocean cerró antes y al toque lo hizo el Morón: las últimas dos películas que vi ahí fueron Robin Hood: príncipe de los ladrones y Ghost: la sombra del amor, que también había visto ese verano en cine con mi primera novia. El Nuevo Achával cerró pasando películas de Sandro. Pero lo último que yo vi en mi iglesia fueron Comando Tiburón, con Charlie Sheen, y Depredador 2.
En el Ocean hicieron una galería que en estas tres décadas jamás funcionó. El cine Morón también devino en una galería sumamente exitosa que se comunicó con otra ya existente que atravesaba la cuadra. Y en donde estaba el Nuevo Achával se instaló, hace ya treinta años, el primer local de McDonald’s del centro (de Morón); que aún hoy sigue funcionando abarrotado de gente como lo supo estar la sala de cine durante su época de gloria. Cuando coincidíamos haciéndonos la rata los de la Técnica del Chacabuco, los del Dorrego y yo.
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Leo Oyola es escritor de policiales y DJ de asaltos. Conduce el programa radial Locro Western. Entre la docena de libros que lleva publicados, se destacan las novelas Chamamé, Kryptonita y Ultra/Tumba junto a los relatos de Nunca Corrí, siempre cobré. Acaba de lanzar, de manera artesanal con su sello Nuevo Achával Poesía&Zine, el fanzine con el poema Mr. Majestyk.
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