El modelo de educación superior pública de la última dictadura se basó en el arancelamiento, el examen de ingreso, el cupo en las carreras, las cátedras serviles y la prohibición de las actividades políticas. Durante 1983, los estudiantes –militantes o no– abrieron las aulas para que entrara un poco del aire nuevo que comenzaba a respirarse en las calles. En ese clima enfervorizado, un alumno de Derecho de la UBA, Alberto Fernández, fundamentaba su voto por el candidato presidencial peronista.

Por Germán Ferrari*

 

 

Al comienzo del gobierno de Mauricio Macri, el ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, lanzó una comparación que habrá imaginado como una genialidad. Ante el aumento desmedido de las tarifas eléctricas, dijo que no había que escandalizarse, porque la boleta pasaría a costar igual que dos viajes en taxi (no aclaró de dónde hasta dónde) o dos pizzas (tampoco precisó de qué variedad). Pero la manía de ningunear el gasto que significa para el bolsillo social no era un hallazgo del integrante del “mejor equipo de los últimos 50 años”. Hace cuatro décadas, el ministro de Educación de la dictadura cívico-militar, Cayetano Licciardo, ya había incursionado en semejanzas de entrecasa: “El arancel universitario no es problema porque cuesta menos que dos entradas de cine, así que no lo vamos a dejar sin efecto”. Era abril de 1983 y Licciardo ofreció ese argumento para defender la política educativa del régimen y contrarrestar el creciente reclamo del movimiento estudiantil con el fin de derogar la norma que obligaba a un pago mensual en las universidades nacionales.

Licciardo, un contador de estrecha relación con la Iglesia católica, conocía la función pública, siempre en tiempos de regímenes antidemocráticos. En su currículum mostraba: subsecretario de Hacienda; director nacional y subsecretario de Presupuesto; director del Banco Central; ministro de Hacienda y Finanzas; presidente del Banco Nacional de Desarrollo y decano de Ciencias Económicas de la UBA. A fines del ‘83, al dejar el cargo de ministro de Educación, fue rector de la Universidad Católica de La Plata.

A 65 años de la Reforma Universitaria, el nuevo ciclo lectivo comenzaba con una agitación enfocada en reclamar la eliminación de los aranceles, los exámenes de ingreso y los cupos en las carreras, además de la revisión de los concursos digitados por las autoridades para beneficiar a cuerpos docentes afines (en la actualidad, como si la historia no ofreciera ninguna enseñanza, la derecha suele reflotar algunas de aquellas medidas impulsadas por la dictadura como solución a los “males” universitarios).

Al igual que los partidos políticos, las agrupaciones estudiantiles comenzaron a visibilizarse en un contexto aún dominado por las restricciones, el control y el orden uniformado. Los radicales se aglutinaban en Franja Morada; los peronistas, en diferentes líneas que solían formar un frente común con la Juventud Universitaria Intransigente y el sector de la Democracia Cristiana de Humanismo y Liberación; los comunistas, en el Movimiento de Orientación Reformista (MOR); los socialistas, en el Movimiento Nacional Reformista (MNR); los trotskistas, se dividían entre el Movimiento al Socialismo (MAS) y el Partido Obrero (PO), y los liberales y conservadores, en la flamante Unión para la Apertura Universitaria (UPAU). Gran parte de esos colectivos participó el 2 de julio en la “Marcha por la Paz y la Democracia”, organizada por el Movimiento de Juventudes Políticas (Mojupo).

La Federación Universitaria Argentina (FUA) dispuso un plan de lucha en favor del ingreso irrestricto para que “la educación sea un derecho, no un privilegio”, y por la derogación de los cupos. Hubo entrega de petitorios en las universidades nacionales de Córdoba, La Plata y Rosario. Por su parte, la Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA) lanzó un estado de alerta y movilización. Los reclamos confluyeron el 10 de marzo en una marcha de estudiantes frente al Ministerio de Educación.

Hasta la combativa CGT-RA le reclamó a Licciardo la derogación de los aranceles y los cupos, la suspensión de los concursos docentes y la reapertura de la Universidad Nacional de Luján, cerrada por la dictadura en 1980. El peronismo planteaba que el futuro gobierno democrático debía reemplazar la Ley Universitaria del régimen, la 22207, por la denominada “Ley Taiana”, sancionada por el Congreso en 1974.

La prensa difundía informes que mostraban que tres de cada cuatros aspirantes quedaba afuera de la UBA por culpa del sistema y que a los exámenes de ingreso se había presentado sólo el 67,54% de los inscriptos. Clarín llevaba a la tapa del diario del 24 de abril el padecimiento de los estudiantes de la UBA: colas de 12 horas para inscribirse a las materias.

Un ejemplo más: 1500 aspirantes rindieron el examen de ingreso para la carrera de Psicología en la UBA y aprobaron 1203, pero el cupo era sólo para 268.

En ese contexto, el ministro Licciardo se empecinaba: “No pueden ser universitarios todos los habitantes del país”. Y justificaba: “Yo no puedo creer que un estudiante de bien, un estudiante que realmente quiera entrar en la universidad para estudiar, prefiera el ingreso irrestricto”.

La postura de la dictadura tenía en La Nación a un aliado incondicional, que editorializaba: “El ingreso irrestricto es una bandera que solo ha servido para fines mezquinos, de naturaleza política e ideológica”.

 

Vientos del sur

La Universidad Nacional de Lomas de Zamora se sumó también a la transición entre reclamos y acciones con el fin de recuperar la vida política universitaria. En la Facultad de Ciencias Sociales, por ejemplo, se creó la Comisión Recuperadora del Centro de Estudiantes de Sociales (Coreceso), integrada por la Agrupación Peronista Universitaria (APU), el Frente Universitario Nacional y Popular (FUNAP) –peronistas e independientes–, el Movimiento Universitario Intransigente (MUI), la Agrupación Reformista 15 de Junio (AR 15) –socialistas– y el MOR.

 

Sin sedes propias, las clases se repartían entre la Escuela Normal Antonio Mentruyt (ENAM), los colegios nacionales de Adrogué y de Banfield, el Comercial de Temperley y el edificio del antiguo Rectorado, en el bosque de Santa Catalina. Pero para algunos alumnos la enseñanza no aprisionada por el sistema y las actividades más efervescentes se concentraban en la Biblioteca Autónoma de Periodismo (BAP), que funcionaba en Adrogué, un emblema de la resistencia juvenil durante los años amargos.

Eran tiempos del rector Carlos Mario Storni y de los decanos Gregorio Andrés Caro (Ingeniería y Ciencias Agrarias), Otelo José Bertolini (Ciencias Económicas) y Carlos Pesado Palmieri (Ciencias Sociales). Con la llegada de la democracia, los funcionarios del “Proceso” fueron removidos. Así, el rector Storni dejó su lugar a José Artega.

Como la mayoría de las universidades nacionales, la UNLZ había sufrido la represión desde antes de la instauración de las Fuerzas Armadas en el poder. Los estudiantes María Cristina Bienposto, Jorge Antonio Brinoli, José Nicasio Fernández Álvarez, Julio Molina, Pablo Musso, Ramón “Moncho” Pérez, Esteban Fernando Roldán y Rodolfo Ernesto Torres permanecen aún desaparecidos, al igual que Carlos Alberto Ocerín Fernández, funcionario de la Universidad entre 1974 y 1975. A esa lista debe sumarse a Hugo Hansen, asesinado por la Triple A en 1974.

La obsesión de la derecha

“[El ingreso irrestricto] ha sido y es útil para arrastrar a los jóvenes hacia grupos y tendencias que luego los utilizan como fuerza de choque para la política universitaria nacional y en su momento sirvieron también como base de reclutamiento para las filas de la subversión”, se obsesionaba La Nación en el mencionado editorial. Personajes nefastos como Raúl Zardini, decano de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA en tiempos de Juan Carlos Onganía e Isabel Perón, no se quedaba atrás: “Estamos ante una nueva cosecha guerrillera”.

La construcción de ese discurso autoritario se diversificó. En 1983, el sello Depalma reeditó La universidad de la violencia, del periodista Gustavo Landívar, un panfleto que centraba su análisis en el período 1970-1975, en especial en el tercer gobierno peronista, para cuestionar el cambio producido en las casa de estudios nacionales durante la gestión de Jorge Alberto Taiana como ministro de Educación. El libro, que había sido publicado por primera vez en 1980, era parte de la colección “Humanismo y Terror”, dirigida por el historiador Armando Alonso Piñeiro, un corpus ideológico que sostenía el modelo dictatorial.

Para los nacionalistas de la revista Cabildo, que estaban más a la derecha de las Fuerzas Armadas, la universidad pública iba a quedar, concursos docentes mediante, “bajo la subversión de la corrupción y del caos, y en el juego y camino del marxismo organizado”.

Pocos días después de asumir, el último rector de la UBA puesto por la dictadura, Carlos Segovia Fernández, afirmaba que a partir del golpe de Estado de 1976 “se recreó el ambiente apropiado para el estudio y la investigación” y reflexionaba: “Partiendo del caos docente y administrativo provocado en 1973, es fácil decir que casi todo mejoró y difícilmente algo pudo empeorar”.

Esa era la línea de pensamiento expresada por Licciardo: “No diría que las universidades están politizadas, pero si fuere así tenemos que contribuir a que no estén politizadas, porque la política es el arte del bien común, la política es consecuencia de la vida ciudadana organizada, entonces cada órgano de la comunidad social tiene una finalidad que cumplir”.

Por una revolución pacífica

Las elecciones se multiplicaron en las universidades nacionales del país para conformar los centros de estudiantes y mostraron el predominio de los radicales de Franja Morada, un anticipo de lo que iba a suceder en los comicios presidenciales del 30 de octubre.

Pocos días antes de esa fecha histórica, la revista Línea, identificada con uno de los tantos sectores del peronismo, publicó una nota sobre el encuentro que el candidato presidencial justicialista, Ítalo Luder, había mantenido con representantes de las juventudes de los partidos aliados. Se reunieron representantes del Partido de la Izquierda Nacional, la Federación Juvenil Comunista, el Partido Socialista Popular, el Partido Conservador Popular, el Frente de Izquierda Popular, el Partido del Trabajo y del Pueblo, el Partido Socialista Unificado, la Juventud Peronista, la Juventud Universitaria Nacional y el Frente de Orientación Nacional.

Esta última agrupación universitaria, que reivindicaba los principios de FORJA, tenía entre sus fundadores a Alberto Fernández, por entonces estudiante de Derecho en la UBA, donde dos de sus compañeros y amigos, Eduardo Valdez –hoy diputado nacional– y Jorge Argüello –actual embajador en Estados Unidos–, habían conformado el Frente Peronista Universitario (FREPU).

Línea recogió el testimonio de varios de los participantes en aquel encuentro con Luder, entre ellos, el del actual Presidente: “Si bien somos universitarios, antes somos argentinos, y por ello es que no estamos ausentes ante la gran decisión de octubre, y optamos por las banderas de la Revolución en Paz, que polarizan hoy el electorado frente a los hijos de la Unión Democrática, adulones del PRN [Proceso de Reorganización Nacional]. Creemos que el Pueblo ha elegido su nuevo Conductor, y por él ofrecemos nuestra bandera”.

 

*Agradezco a Viviana Garay, graduada de Periodismo (UNLZ) y trabajadora de la Facultad de Ciencias Sociales, por aportar el material gráfico que ilustra esta nota.


Germán Ferrari es profesor de Periodismo Gráfico y Taller de Periodismo Gráfico en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ). Sus últimos libros son Osvaldo Bayer. El rebelde esperanzado (2018), Pablo Rojas Paz va a la cancha. Las crónicas futbolísticas de «El Negro de la Tribuna» (2020) y Raúl González Tuñón periodista (en prensa).