Secretario de Seguridad de Lanús y gestor diario de malas noticias, fue lo suficientemente creativo para hacer crecer una fortaleza de una limitación semejante. En este análisis atento sobre su libro, Corré cagón, el autor desanda la trama de la que es protagonista al haber aprendido “que se puede tener una carrera política jugando con la desgracia ajena agitada por las cámaras de TV”. Y concluye: “A Kravetz no se le mueve un pelo: está convencido de que el idioma de los marginados es la violencia y la única forma de extirparla será con más violencia”. 

Por Esteban Rodríguez Alzueta

1.

Cada época tiene los funcionarios que se merece, no necesariamente los que necesita. La nuestra es una época vertebrada en torno a los mass media y las redes sociales. Diego Kravetz, secretario de Seguridad del Municipio de Lanús, es prueba de ello. Una figura a la que hay que leer al lado de otros figurones mediáticos, como Patricia Bullrich, Sergio Berni o Marcelo Sain. El destino de todos ellos no ha sido el mismo, tampoco sus ideas, ni sus compromisos. Cada uno, incluso, construyó su propio estilo, pero tienen algunas cosas en común: son verborrágicos y zarpados, dueños de una verba vigorosa o pirotécnica, llena de fuegos de artificio. Además, todos hicieron de la provocación y la pantomima la manera de estar en el espacio público, son soberbios y valientes, y, sobre todo, muy narcisistas, es decir, les gusta que los mimen y ser mimados por las cámaras de televisión. Cada paso que dan suele estar calibrado para las cámaras de televisión, en función de la próxima noticia donde quieren hacerse un lugar. 

No es para menos, la seguridad es una cartera sensible, los ubica y expone en el ojo de la tormenta. Saben que están o estuvieron arriba de una de las agendas más difíciles de cualquier gestión, pero también, está visto, de las más jugosas. Saben que están sentados todo el tiempo sobre una bomba que, de llegar a estallar, puede no sólo llevárselos puestos a ellos, sino salpicar a su entorno. Y saben, además, que la onda expansiva produce movimientos que no siempre pueden controlarse.

Lo cierto es que cada uno mira las imágenes que la TV proyecta sobre ellos y no sólo se sienten identificados, sino que empiezan a moverse, hablar y decir las cosas que la TV les pide que hagan y digan para seguir estando en cartelera, a la altura de sus chistes, sobradas y altanerías. Hay que honrar el personaje que supieron conseguir: estar en televisión no es barato, hay que invertir mucho tiempo en parecerse a la imagen que los medios construyeron de ellos, al menos si están enamorados de sí mismos. Y estos son personajes lo están.  

No son las únicas características que comparten. Los cuatro hicieron de la seguridad su manera de estar en la política, los cuatro hicieron carrera -o lo intentaron- a través de la inseguridad. No es una tarea sencilla. Porque sabido es que se trata de una agencia llena de malas noticias. La mejor noticia seguirá siendo una pésima noticia. Así y todo, los cuatro –aunque algunos más que otros- fueron lo suficientemente creativos para hacer de semejante limitación una fortaleza. 

Todos ellos aprendieron a victimizarse, a poner la paja en el ojo ajeno. Por eso, pueden surfear olas de distinto tamaño. Y más allá de que alguna vez sean revolcados hasta la orilla, no dudarán en levantarse y volver a intentarlo. A estos personajes no les entran balas fácilmente. Andarán con chalecos de amianto, rodeados de guardaespaldas o espías que no se los sacarán jamás. Una vez que conocieron a los personajes abyectos que habitan la seguridad, estarán tentados de continuar usufructuando los servicios que alguna vez les prestaron para espiar al prójimo o mandar mensajes cifrados a sus opositores. Porque el patoterismo que despotrican se cimentó alrededor de las fuerzas que condujeron. Después de estar rodeados de tantos policías, confundieron la política con la obediencia debida. Por eso, no suele gustarles que les discutan nada. Tal vez sea una malformación que deriva de la cartera que gestionaron. Lo dudo, hay otras figuras y funcionarios que están en las antípodas. Lo cierto es que son personajes que están en la verdad. Por eso, lo que el resto diga será objeto de su mofa y desdén, y merecerá su desprecio y la descalificación.         

2.

Imaginamos que Diego Kravetz creció viendo tele y aprendió que la seguridad es pasto verde para los excéntricos, que se puede tener una carrera política jugando con la desgracia ajena, poniéndole el pecho a las lágrimas, a la bronca y a la indignación agitada por las cámaras de TV.

Hace poco estuve leyendo el libro de Kravetz, Corré cagón, una excentricidad. No es un resumen de gestión, sino un inventario de acciones extraordinarias contadas en primera persona. Acá, la rendición de cuentas se confunde con el autobombo. Por eso el subtítulo: Historias personales en la lucha contra el crimen. Las hazañas tienen lugar en el Conurbano profundo, en “las entrañas de esa oscuridad”. De modo que el secretario juega en un campo regado de prejuicios. No hace falta mucho para que el lector reponga la escenografía que necesita Kravetz para presentarse como un héroe nacional a la altura del podio de TN. Sus historietas no son originales, tienen todo lo que necesita la televisión para transformase en una alerta, una noticia urgente: balas, sirenas, falopa, llantos, gente indignada y muy asustada. Razones no le faltan, emociones mucho menos. 

Kravetz le pone el pecho a los problemas, le gusta estar en el medio de los procedimientos, monitorearlos en vivo y en directo y participar de ellos. Siempre tiene tiempo para ponerse a escuchar, y cuando la gente le dice que está cansada de llamar al 911, le responde que anoten su teléfono personal. No sólo su gestión habilitó una nueva línea, una dirección de mail y cuenta de Facebook para canalizar las denuncias anónimas, sino que les entrega a los vecinos su teléfono personal para que lo llamen si no encuentran una respuesta efectiva de la Policía. 

Pero estaba diciendo que a Kravetz le gusta participar activamente de los operativos, dando una mano. No sólo comanda, sino que colabora en cada operativo. Repasemos una escena para que el lector se dé una idea del tono que tiene su libro y para evitarle el trabajo de leerlo. Dice Kravetz: 

“Me presenté como secretario de Seguridad y les pregunté qué hacían ahí. 

-Rajá de acá, boludo, ¿o querés que te peguen un tiro? 

No, no quería, por supuesto. Y entonces empezó la locura. En un movimiento entre torpe y desorientado, el flaco se tiró a agarrar la pistola. La amenaza había sido bastante contundente y, a pesar del miedo, con mi compañero hicimos lo único que nos salió para protegernos: tirarnos encima suyo para evitar que agarrara el arma. La chica nos puteaba y tiraba manotazos. Pudimos inmovilizarlo. Yo me senté arriba suyo mientras el muchacho gritaba como un loco. 

-¡Cuando salga te voy a buscar y te voy a romper bien el orto! ¡Bien el orto te voy a romper! 

La escena duró cinco minutos, pero a mí me parecieron seis días hasta que llegó la Bonaerense. Ahora sí había droga: mil doscientas dosis envueltas en papel glasé. La que no estaba en el allanamiento de cuatro días atrás la habían vuelto a traer y la seguían vendiendo. Una cosa increíble. 

–Soltame, no tengo nada que ver, te lo juro, hermano–, dijo el pibe mientras lo esposaban. 

–¿Recién me ibas a romper el orto y ahora somos hermanos? 

–Sí, ¡y te voy a romper bien el orto!-, volvió a descontrolarse. 

–Ok”, dice Kravetz y se llevan al pibe.

El libro está salpicado de historias semejantes, contadas con la jerga que el macrismo nos legó: la guerra. De hecho, el libro cuenta la lucha contra el crimen. Un crimen que siempre tiene cara de pobre, joven y -adivinamos nosotros- es morocho. No lo dice, no es políticamente correcto hacerlo, pero le alcanza con interpelar nuestra imaginación entrenada frente a los noticieros de TV. Acá, el crimen son la falopa y el robo de autos, los búnkers de venta de drogas y los desarmaderos y, por supuesto, mucho arrebato callejero. Los problemas no son ciencia ficción, sino reales. La gente pone los problemas, de la ficción se encarga Kravetz. 

Más allá de sus canchereadas habituales, las respuestas no se salen de la media de cualquier intendente: mucho cotillón policial. Kravetz hizo de la prevención su mejor cartel: camaritas de vigilancia, botones anti-pánico, corredores seguros para trabajadores y alumnos de las escuelas; enseñanza de técnicas de autodefensa (como el programa “Mujeres al frente”); multiplicación de puntos de control vehicular rotativos; sistema de patrullaje con circulación constante. Es decir, más policías en la calle y más patrulleros; además de la implementación del Sistema Informático Delictual (SID) que permite hacer un mapeo del delito en tiempo real. Todo eso centralizado en el Centro Unificado de Comando y Control (CUCC), donde se coordina el trabajo de la Policía Local especialmente seleccionada y entrenada por el Municipio. 

Uno de sus últimos grandes inventos fue la comisaría móvil. “La primera del país”, nos cuenta el intendente, Néstor Grindetti, sin bombos pero con platillos. Si la gente no va a la comisaría, la comisaría tiene que ir a la gente. La comisaría móvil es una Trafic pintada de negro, con una computadora y wifi. Es decir, un patrullero más sofisticado. La comisaría móvil se encarga de llegar hasta el lugar de los hechos y realizar las actas correspondientes para, de esa manera, acelerar los trámites y evitar la pérdida de tiempo, sobre todo, para los testigos de los hechos y los denunciantes. Acá, la palabra mágica es la “estadística”. La estadística es la manera de evaluar la performance, y hay que mejorar los números. Una vez más, al igual que la Bonaerense, Kravetz confunde la seguridad con las matemáticas.    

3.

Hay otras dos escenas conmovedoras, contadas para que el lector se haga una idea de las buenas intenciones de la que está hecha su gestión. Resulta que después de un operativo en una villa, Kravetz observa a un grupo de pibes alrededor de su auto. Nos cuenta que le llama la atención uno de ellos y que opta por seguirlo hasta su casa. Se baja y golpea la puerta. Cuando el joven sale, le suelta todo el rollo: 

“-Escuchame una cosa, si vos te seguís juntando con esa bandita de chicos, vas a terminar mal. ¿Sabés lo que te digo? 

–Sí-, me dijo con la vista clavada en el piso. 

(…) 

-¿Vas a la escuela? 

–Estoy terminando, sí. 

-¿Trabajás? 

–Reparto pizzas a veces. 

–Vení a verme el lunes próximo a la Intendencia (…) Mirá que, si no venís, vengo a buscarte, ¿eh?

Hasta el día de hoy, Rodrigo sigue trabajando en la Secretaría. Mejoró su categoría laboral, tuvo una hija”. 

El capítulo se llama “Rescatarse” y lo que Kravetz impugna a Rodrigo son las malas yuntas. Dime con quién te juntas y te diré quién eres. “Se junta con gente que no me da confianza”, le dice Kravetz a la madre, quien le responde: “A mí tampoco. No me gustan esos chicos. Me preocupa que termine haciendo alguna macana”. “Vamos a intentar que no sea así”, le dice Kravetz y le ofrece un trabajo a su hijo para sacarlo de la calle, para retirarlo de su junta. De lo que no se da cuenta es que la grupalidad no es una subcultura criminal, sino una manera de protegerse. Pero cuando se mira a la gente con el cine que a uno lo fascinó, tendemos a encontrar una película en cada esquina.   

Kravetz se toma las cosas en términos personales. Pongamos otro ejemplo emotivo, porque las historias están para que empaticemos con su capacidad de gestión. El 19 de agosto de 2016 asesinaron a Nicolás Gamboni en Remedios de Escalada. Tenía tan sólo 23 años. Kravetz no lo conoció, pero sí a su madre, “una de las personas más fuertes y valientes que haya conocido en mi vida”, nos cuenta. La noche que mataron a su hijo, el funcionario se presentó en casa de Claudia para decirle que iban a encontrar a los asesinos. Y así lo hizo. A partir de un dato que le soplaron a la Policía, dieron con ellos. Él hizo su parte, pero la Justicia no hizo la suya. No cuenta por qué, pero intuimos que los procedimientos que comandó estaban viciados. Eso sí, nos cuenta que desde septiembre de 2018 Claudia llevaba dos años trabajando con ellos: “A partir de la captura de los asesinos de su hijo, ella quiso incorporarse a nuestro equipo. Su aporte fue valiosísimo y hoy está a cargo del área de Relaciones con la Comunidad, a través de la cual contactamos a los vecinos y conocemos sus preocupaciones y demandas”, relata.  

Pero Kravetz no tuvo la misma suerte con El Polaquito, un niño de 12 años que se ganó la atención de las cámaras de Jorge Lanata, en su programa Periodismo Para Todos. El contacto entre el Polaquito y la gente de la producción corrió por cuenta del secretario de Seguridad. El Polaquito llegó llevándose el mundo por delante. Había comenzado la actuación. El periodista no podía entender pero estaba entusiasmado, sabía que sería una noticia de alto impacto. “Yo hago lo que se me canta”, dijo el Polaquito y empezó a contar sus hazañas, que incluían drogas, robos a mano armada y asesinatos. Todo eso según él, que era el típico “pibe chorro hiperreal”, más real que la propia realidad, que les dice a los periodistas lo que quieren escuchar de gente como él. Las imágenes generaron mucha polémica pero a Kravetz no se le cayó una autocrítica; para él, era el prototipo de “niño criminal”. “Esos personajes existen, no son una ficción”, dice Kravetz. “Son el resultado de las malas condiciones de vida y la contención familiar nula”, sigue y agrega: “Es el combo perfecto para ser cooptados por las bandas”. No negamos que esto pueda ser así, y tampoco creemos que haya que esconder los problemas debajo de la alfombra. Sólo recordarle que estamos hablando de un niño que necesita especial protección. Más aún, me parece que la televisión no es la mejor arena para tramitar un debate como este, que necesita seriedad y tiempo. Pero está visto que Kravetz está en otra película, jugando otro partido. 

4.

Kravetz quiere jugar en otras ligas, sabe que está para cosas más grandes, pero por ahora debe conformarse en la Secretaría de Seguridad de un municipio. Por eso, suele proponer medidas que exceden lo local, que incumben a otros poderes nacionales. Y como forma parte del staff mimado por la gran prensa, encuentra allí una caja de resonancia. Vaya por caso el proyecto que presentó al Congreso de la Nación proponiendo que sea delito la portación de armas de juguete y de utilería con penas que van entre seis meses y dos años. Dice Kravetz: “Portar una réplica de arma de fuego hoy no es delito en la Argentina. Parece mentira pero, si en un operativo encontráramos a dos sospechosos con pistolas de juguete, no podríamos siquiera demorarlos”. Los proyectos son acompañados con imágenes exclusivas tomadas con las cámaras del Municipio de Lanús, que el propio Kravetz se encarga de propalar a través de sus cuentas personales por las redes sociales. Y, a veces, con fotografías tomadas en escenas montadas para ese fin que, después, divulga por Twitter. Detrás de este proyecto opera la lógica del iceberg: quien puede lo menos, puede lo más. Es decir, hoy roban un alfajor en el kiosco de la esquina y mañana se afanan un camión de caudales. Si el Estado no interviene oportunamente y de manera severa, mañana todos lamentaremos cosas peores. Conviene no subestimar estas acciones menores, hay que agarrarlos de chiquitos. 

Otros de los lugares comunes que organiza su campo de intervención es la teoría de la manzana podrida. Gran parte de su gestión se llevó a cabo cuando María Eugenia Vidal era la gobernadora. Fue un escenario privilegiado, con línea directa con el entonces ministro de Seguridad, Cristian Ritondo. La Policía es sinónimo de corrupción y a la corrupción se la combate con decisión política. Acá, decisión significa voluntad, y la voluntad siempre es individual, nunca colectiva, fruto de acuerdos políticos. Una decisión que pasa por la lapicera. Se sabe: si una manzana está podrida, para evitar que pudra al resto, hay que retirarla lo más rápido posible del cajón. El libro de Kravetz, entonces, es una defensa de las purgas. Ritondo le sacó unas cuantas manzanas de encima, mientras él se encargaba de preparar a su equipo. No sabemos qué paso luego, pero sospechamos que se mantuvieron como estaban. Porque el problema no son las manzanas, sino el canasto que las contiene, la práctica que distribuye y asigna las tareas a sus actores. Las inercias institucionales no se desandan con voluntarismo y eso no significa que la decisión política no sea una cuestión central. Pero para calar hondo y llegar al hueso, hay que intervenir sobre las estructuras que organizan las actividades. Y eso necesita tiempo, mucho tiempo, que excede a cualquier tiempo de gestión. 

De hecho, una de aquellas prácticas que son experimentadas como problema por parte de los más jóvenes, y que Kravetz avala, es la cultura de la sospecha. La gran mayoría de las detenciones se hace por portación de cara. Las detenciones nunca son al voleo. Como siempre les digo a mis alumnes, la Policía nunca se equivoca, siempre detiene a las mismas personas. Esas personas son las que, por el solo hecho de adecuarse a determinados estereotipos, se convierten en la “clientela policial”. En fin, escuchemos primero a Kravetz: 

“Hay muchos funcionarios que no están de acuerdo con que la Policía aborde al sospechoso, pero es la única herramienta para hacer prevención, porque si los policías ven a una persona sospechosa y no pueden intervenir, sólo queda esperar a que esa persona no estuviera pensando en hacer nada. Caso contrario, si esa persona espera que la patrulla se vaya, y comete luego un delito, obliga a las fuerzas policiales a correr detrás del hecho, cuando quizás ya haya ocurrido una tragedia que podría haber sido evitada con el abordaje previo”. 

En otras palabras, los policías no pueden tener las manos atadas. Para que la Policía pueda actuar preventivamente, necesita de su poder discrecional. Y acá, la palabra clave es “abordaje”. Ese es el eufemismo utilizado por Kravetz para avalar el verdugueo policial hacia las juntas de pibes que, como ya dijimos arriba, a él no le gustan nada: “Si la patrulla sólo recorre la cuadrícula y no aborda o no hace prevención, sólo gasta nafta. El delincuente espera que pase, y actúa luego”. Él y sus policías tienen la bola de cristal y confunden la prevención con el ejercicio de castigos anticipados. 

Una escena bizarra es el desalojo de San La Muerte. Resulta que el funcionario se enteró de que en la placita 26 de junio habían construido un santuario dedicado a este santo pagano. Para Kravetz, la obra era otro acto de prepotencia por parte de aquellos que se creían dueños del barrio. Entonces, se fue hasta una tienda deportiva, compró un bate de béisbol y llegó al lugar para empezar a demoler las ofrendas. Así lo cuenta: 

“La Policía o los bomberos tienen herramientas mucho más adecuadas para romper el santuario. Pero yo quería que vieran una imagen también simbólica: el Estado siempre tiene más fuerza. Así que empecé a pegarle bastonazos. Mi intención era demolerla yo mismo todo lo que pudiera (…) En el medio de la demolición, apareció la madre de Willy. Reclamaba la pequeña imagen de San La Muerte. 

-¿Es tuyo? Llevátelo. Si lo vuelven a poner, la volvemos a sacar”.

5.

Kravetz está fascinado con la pacificación: “Desde que tomé contacto con el concepto de pacificación, estoy obsesionado con el tema”. Por eso, cuando terminó sus dos mandatos como diputado creó su propia fundación: el Instituto de Políticas de Pacificación, una entidad sin fines de lucro dedicada al estudio de la relación entre la pobreza, la marginalidad y el narcotráfico en América del Sur. Nos cuenta que es un autodidacta, que su acercamiento a estos temas se dio por pura curiosidad, movido por la experiencia de las policías militares en Brasil. El Estado debía recuperar la soberanía que había perdido de la mano de narcotraficantes en las favelas de San Pablo y Río de Janeiro. El primer paso era la expulsión de las bandas que mantenían cautivo a cada barrio; el segundo, la ocupación del Estado en el territorio. Por eso, el libro empieza y termina hablando de la pacificación. Más aún, el libro termina con una oda al Batallón de Operaciones Especiales (BOPE), un grupo de intervención territorial donde lo policial se confunde con lo militar. Nos cuenta que en agosto de 2018 viajó hasta Río de Janeiro para visitar al batallón, se entrevistó con sus jefes, asistió a los entrenamientos. Lo que miró lo encandiló. A Kravetz le brillan los ojos: “¡Era eso lo que había que hacer en la Argentina!… Lo que quería implementar en Lanús”. Sabe que en el país no hay nada semejante: “Nosotros necesitamos una fuerza que entre y opere en cualquier villa o barrio problemático, tenga las características que tenga”.

Kravetz juega a los soldaditos, intuye que el narcotráfico será el gran problema en las próximas décadas. Confunde el universo transa con las organizaciones criminales y cree que los barrios locales, institucionalmente hablando, están desiertos. Con semejante diagnóstico, se transformará en el nuevo embajador de las “nuevas amenazas”. Un diagnóstico a la altura de las expectativas de las autoridades de los Estados Unidos, que pretenden fragilizar aún más a los barrios, financiando guerras locales que contribuyen a generan más problemas que soluciones a sus residentes. 

A Kravetz no se le mueve un pelo: está convencido de que el idioma de los marginados es la violencia y la única forma de extirparla será con más violencia. El nombre de esa violencia mayor se llama “pacificación”.  

*Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Además, escribió, entre otros libros, Temor y control, La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.