Presente en las definiciones de 1930, 1978, 1986, 1990 y 2014, el seleccionado argentino es uno de los que más veces estuvo en el encuentro decisivo por la Copa del Mundo. Un repaso por la gloria y las frustraciones en nueve décadas de historia mundialista.
Por Patricio Insua
Con Alemania, Brasil e Italia, Argentina integra el póker de las naciones más potentes en el mundo del fútbol. Detrás de las ocho finales mundialistas de los germanos, las siete del Scratch y las seis de la Azzurra, están las cinco que disputó nuestro seleccionado. Montevideo, Buenos Aires, Distrito Federal, Roma y Río de Janeiro marcaron la hoja de ruta argentina, un recorrido que ahora buscará agregar un destino más en Doha.
Pese al orgullo británico por haber establecido las reglas del fútbol, la lírica húngara con tácticas novedosas en la génesis de la pelota, la perfección alemana y el jogo bonito brasileño, fue la versión rioplatense del juego la que hacía escuela hacia todas las latitudes. Con el tango de un lado, el candombe del otro y el mate como denominador común, Uruguay y Argentina forjaron una identidad que desde el sur de América se extendería exitosamente. “En las canchas de Buenos Aires y Montevideo nacía un estilo. Una manera propia de jugar al fútbol iba abriéndose paso. (…) Los dos países del Río de la Plata ofendían a Europa mostrando dónde estaba el mejor fútbol del mundo”, escribió el inigualable Eduardo Galeano en El fútbol a sol y sombra, una fantástica condensación de la historia del fútbol.
Argentinos y uruguayos se enfrentaron en la primera final de la historia de la Copa del Mundo, el 30 de julio de 1930 en el estadio Centenario. Volvían a encontrarse después de la final olímpica de 1928, en la que los orientales habían revalidado la medalla dorada obtenida en 1924. La Celeste se puso en ventaja, pero con los tantos de Carlos Peucelle y Guillermo Stábile (goleador del certamen con 8 tantos), Argentina dio vuelta el resultado. Sin embargo, intimidaciones y amenazas mediante, reconocidas años después por los propios futbolistas, Uruguay convirtió tres goles en el complemento para quedarse con el partido 4 a 2 y ser el primer campeón del mundo. Para desmentir eso de que el tiempo todo lo cura, cuando tenía 100 años y siendo el último sobreviviente de aquel partido, Francisco Varallo reconoció: “Han pasado 80 años y todavía no me recupero de aquella final perdida”.
Pasó casi medio siglo para que Argentina volviera a estar en el último partido de la Copa del Mundo. Y fue en la otra orilla ribereña. En el estadio Monumental, el rival era Holanda y el juego aéreo de uno y otro lado había marcado lo más peligroso en el tramo inicial de un partido áspero y en varios tramos de una violencia marcada. El nerviosismo y la tensión eran una cúpula sobre el estadio. El dominio naranja se expandía, pero antes del entretiempo Mario Alberto Kempes perforó la defensa neerlandesa a pura potencia y, yendo al piso, definió para el 1 a 0 y el festejo con los brazos abiertos que se convirtió en una imagen imperecedera. La batalla futbolística se prolongó en el complemento. La voracidad y la fiereza del seleccionado europeo se habían incrementado en la búsqueda del empate. Argentina aguantaba y trataba de salir de contra. Pero la igualdad de Holanda cayó como una sentencia inapelable con el cabezazo de Naninga a menos de 10 minutos del cierre del encuentro. Y en el instante final quedó sin escribirse la historia de lo que pudo haber sido, con el remate de Rensenbrink en uno de los postes del arco de Ubaldo Matildo Fillol y Américo Rubén Gallego despejando la pelota desesperado.
En el alargue, el momento crucial, el punto de no retorno, Argentina tuvo su mejor versión de la final. Templado y decidido, el seleccionado fue por la gloria y la empezó a conseguir con otra embestida de Kempes, goleador y figura del Mundial, para el 2 a 1. Holanda ya no podía y Argentina no iba a soltar lo que ya sabía propio y terminaría de conseguirlo con el tanto de Bertoni para el 3 a 1.
En un país que se desangraba con la violencia de la dictadura militar que había usurpado y cancelado las instituciones democráticas, con un pueblo sumido en el terror y las penurias económicas, el campeonato del mundo era un instante de felicidad colectiva, un logro que quedaría marcado en la historia. Desde el 25 de junio de 1978, cada vez que Argentina sale a un campo de juego lo hace con el distintivo indestructible de ser uno de los campeones del mundo.
La tercera final fue en México 1986 con la imagen más icónica del fútbol argentino: la de Diego Armando Maradona en andas con la Copa del Mundo entre sus brazos. En la primera de las tres finales contra Alemania, Argentina se había ido al descanso en ventaja con el gol de José Luis Brown, que con puntualidad histórica marcó en el mediodía azteca su único gol en el seleccionado, nada más y nada menos que el primero de una final del mundo. El equipo que dirigía Carlos Salvador Bilardo estiró la diferencia con uno de los mejores goles en la historia de las definiciones mundialistas, una jugada que Jorge Valdano inició en el costado derecho del área argentina y finalizó en el extremo opuesto de la cancha al definir frente al arquero Harald Schumacher. La reacción alemana sería furiosa. En siete minutos, primero descontó por intermedio de Karl-Heinz Rummenigge y luego empató con el tanto de Rudi Völler. Sin embargo, a poco del final, Diego metió un pase único para la corrida eterna de Jorge Luis Burruchaga y un grito que todavía resuena.
Italia 1990. El equipo había llegado desgajado, sin piezas indispensables como Claudio Caniggia, Julio Olarticoechea y Ricardo Giusti. A pesar del impacto planetario que había causado la victoria por penales frente a Italia en semifinales, todo el combustible parecía haberse acabado en esa gesta. Alemania era un equipo fuerte y fresco, Argentina uno golpeado y exhausto. A pesar de la diferencias, los europeos recién encontraron la gloria en el final, con el penal sancionado por el árbitro mexicano Edgardo Codesal a partir de una falta de Roberto Sensini contra Völler. Andreas Brehme convirtió el gol con un remate ajustadísimo contra el poste derecho del arco de Sergio Goycochea. La sonrisa luminosa de Diego cuatro años antes se convirtió entonces en el llanto más agrio que se recuerde.
El tercer capítulo de las finales entre Argentina y Alemania se situó en el estadio Maracaná el 13 de julio de 2014. El arranque fue eléctrico. Con varias aproximaciones a los arcos en los primeros minutos, Argentina tuvo una clarísima chance de gol cuando Tony Kross cabeceó la pelota hacia su arco en lo que resultó un pase inmejorable para Gonzalo Higuaín, pero su derechazo mordido se fue ancho. Era el mal augurio que anunciaba lo que vendría. Hubo también un grito ahogado, cuando Pipita sí dejó la pelota contra la red pero la acción fue invalidada por posición adelantada. El cierre del primer tiempo tuvo una oleada de sudor frío con un cabezazo franco de Benedikt Höwedes con el que la pelota rebotó en un poste y movió el arco de Sergio Romero.
En el arranque del complemento, un remate cruzado de Lionel Messi volvió a mostrar el ensañamiento del destino, que ya escribía su historia esquiva para la selección argentina en un divorcio entre los merecimientos y el resultado. A los 10 minutos del segundo tiempo tuvo lugar la jugada más polémica de la final cuando Neur despejó la pelota con un puño y arrolló a Higuaín, que iba a buscar la pelota. Era penal pero no hubo cobro. Pasaron tres minutos de tiempo adicionado y el partido se extendió al alargue. En la prórroga, Argentina volvió a tener una clara oportunidad cuando Rodrigo Palacio controló la pelota de pecho y frente a la salida de Neur intentó definir por encima del arquero.
La daga que se clavó irremediablemente en el corazón argentino la empuñó Mario Goetze, que a los 112 minutos de juego marcó el único gol en el atardecer carioca. Lo que quedaba era el inicio de una amargura profunda que provocaría el dolor deportivo más lacerante con el final del partido y el desfile de Messi y el resto de los jugadores argentinos por delante de la copa sin poder alzarla.
En Qatar, Argentina buscará su sexta final, esta vez con un final dorado para que Messi sienta el peso de esos 6.142 gramos de oro de 18 kilates que se comprimen en el objeto de deseo del país futbolero. Ojalá suceda.
*Patricio Insua es Licenciado en Periodismo y docente de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Actualmente, trabaja en el canal de noticias IP y en DeporTV. Es autor del libro “Aunque ganes o pierdas”, donde repasa la historia de diez partidos inolvidables de Argentina en los Mundiales.
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