En un nuevo aniversario de la masacre de Budge, el investigador revisa las nuevas formas que fueron adquiriendo la violencia institucional y el hostigamiento de las fuerzas de seguridad y señala que también se nutren del “olfato social” para legitimar sus prácticas contra jóvenes que suelen compartir atributos: varones, morochos y de barrios populares. “Si queremos llegar antes del gatillo policial, hay que construir espacios de encuentro en los territorios entre los pibes, los vecinos y los policías”, como propuesta de partida.
Por Esteban Rodríguez Alzueta*
Este 8 de mayo se cumple otro aniversario de la masacre de Budge, en la que tres jóvenes -Agustín Olivera, Roberto Argañaraz y Oscar Aredes- fueron acribillados por suboficiales de la Policía de Buenos Aires. La masacre está vinculada a los nombres del “Toto” Zimerman, abogado y promotor de las movilizaciones que acompañaron la denuncia y el juicio, pero también a Eduardo Duhalde, entonces futuro gobernador de la Provincia, ex intendente y referente de Lomas de Zamora, partido al que pertenece la localidad de Ingeniero Budge. Alrededor de ese caso se construyó gran parte del léxico que organizó la militancia contra la violencia policial. “Gatillo fácil” fue la categoría acuñada en aquel entonces para ponerle nombre a las ejecuciones extrajudiciales que la Policía venía ensayando, muchas veces, disimulada con otro clisé que haría carrera en la prensa local: “Muerte en enfrentamiento”.
Hoy, sabemos que el “gatillo fácil” no es patrimonio exclusivo de las policías, es una práctica que se ha generalizado en muchas ciudades. Si pensamos los homicidios dolosos con las estadísticas en la mano, nos damos cuenta de que tenemos más probabilidades de que nos mate nuestra pareja dentro de casa o el vecino armado. Incluso, el gatillo suele usarse para dirimir las broncas y picas que los pibes mantienen entre sí para sacar cartel o adquirir prestigio. Y tenemos todavía más chances de que nos mate un pibe en ocasión de robo o un vecino justiciero, que morir de un balazo policial.
Eso no significa que el gatillo policial no sea un problema. Al contrario, es un gran problema, porque estamos hablando de funcionarios que fueron especialmente entrenados para usar la fuerza letal y no letal de manera profesional, es decir, de acuerdo a criterios de oportunidad, legalidad y proporcionalidad. Criterios que, además, deben adecuarse a estándares internacionales de derechos humanos.
Eso no significa tampoco que la violencia policial haya dejado de ser un problema. Cuando se piensa las rutinas policiales con la perspectiva de los y las jóvenes, nos damos cuenta de que son objeto de otras violencias que necesitan nuevas palabras para darles visibilidad. Los jóvenes suelen llamarle “verdugueo”, nosotros las llamamos hostigamiento o acoso policial. En efecto, las detenciones policiales no vienen con buenos modales, sino con mucho destrato y maltrato. Llegan con risas, provocaciones, imputaciones falsas, comentarios misóginos o llenos de doble sentido, bromas pesadas, gritos, insultos y toques o correctivos que, si bien no dejan marcas en el cuerpo, impactan igualmente en la subjetividad de los pibes, agrediendo su dignidad y cuestionando sus identidades. Sobre todo, cuando las personas objeto de la detención son jóvenes, varones, morochos, que viven en barrios pobres y visten ropa deportiva o usan gorrita. Porque ya sabemos que la Policía patea con una “clientela”, que la Policía casi nunca se equivoca, siempre detiene a las mismas personas. En este país, tienen más oportunidades de llamar la atención policial, de ser merecedores del famoso olfato policial, los jóvenes que los adultos; los varones que las mujeres; los morochos que los blancos; los que viven en barrios pobres que los que lo hacen en otros barrios residenciales. Acá hay un conjunto de dimensiones que hay que tener presente para comprender la complejidad de la violencia policial.
La Campaña Nacional Contra la Violencia Institucional tiene una consigna muy sugerente: “Ni un pibe menos”, es decir, no hay que esperar que maten a un pibe para activar la militancia: hay que llegar antes. Eso significa agendar como problema el hostigamiento policial. Porque las detenciones le abren la puerta a las otras rutinas, a saber: los paseos y golpizas en patrulleros, las demoras en las comisarías, las paradas de libros, las torturas y el alojamiento en calabozos con otras personas que se dedican a asustar a esos jóvenes con la autorización policial.
No hay olfato policial sin olfato social
Pero además de todo lo dicho previamente, el hostigamiento es un problema porque a través de esas violencias morales las policías van compartimentando a los jóvenes en sus barrios. Cuando un policía detiene a un joven, la pregunta que le hace es la siguiente: “¿Qué hacés por acá?” Es decir, qué hace el pobre en el mundo del rico; el negro en el mundo del blanco; el que no tiene capacidad de consumo en el mundo del gran consumo. Lo que le dice el policía es “circulá”, “mové”, “no te quiero volver a ver por acá”. A través de las detenciones policiales, se establece de facto una suerte de estado de sitio o toque de queda para aquellos contingentes poblacionales que fueron identificados como peligrosos, estigmatizados como “barderos”, “vagos” o “pibes chorros”. Esos jóvenes no pueden acceder a determinados barrios o sólo tienen permitido hacerlo determinados días del año, en determinada franja horaria, más allá de los cuales se convierten en “sospechosos”.
Los jóvenes saben que la Policía no está sola, sino acompañada de los vecinos alertas. Hace rato que la Policía participó a los vecinos en las tareas de control. Son ellos los que le van mapeando la deriva de los colectivos que tanto miedo les inspiran. Por eso, solemos repetir: “No hay olfato policial sin olfato social”. Detrás de la brutalidad policial, está el prejuicio vecinal. Las detenciones policiales son celebradas por la seguridad preventiva. No hay prevención sin detenciones. La prevención le abre la puerta a la punición policial. Porque, como dijo Diddier Fassin, las policías ejercen castigos anticipados cuando hostigan a los jóvenes. Es un castigo a cuenta, por las dudas, que quiere certificar los estigmas que esos mismos jóvenes tienen en la ciudad y su barrio, que van debilitando los lazos entre las diferentes generaciones, que va dejando solos a los pibes frente a la Policía y otros actores que necesitan de sus destrezas, que se templaron al interior del campo de la cultura de la dureza. Un pibe solo, además, es un pibe expuesto a la violencia incuestionable. No hay controles internos y externos para la violencia policial, pero tampoco los operadores judiciales invertirán mucho tiempo para controlar este tipo de prácticas hostiles “menores”.
Para terminar, me gustaría decir otras dos cosas. Uno: que estos jóvenes, además de ser objeto de la violencia policial, son sujeto de acciones, es decir, dueños de repertorios aprendidos a través de las cuales enfrentan y resisten las rutinas policiales. Después de tantas detenciones, muchos y muchas jóvenes aprendieron a “pararse de palabra”. Nos parece importante reponer su capacidad de agencia para comprender las dinámicas de las violencias. La violencia es una relación social desigual. Pero eso no implica que sea contradictoria. Muchos jóvenes aprendieron a defenderse, y están dispuestos -por distintas razones que no se pueden decir acá por cuestiones de espacio- a tomar una serie de riesgos para hacer frente al hostigamiento policial.
Y con esto llegamos a la segunda cosa que quería decir: no hay que dejar a los pibes solos, es decir, no hay que subestimar las detenciones policiales. No sólo la indiferencia es un problema, también lo es la falta de organización. Las organizaciones sociales junto a las instituciones del barrio deberían empezar a trabajar en conjunto para estar más cerca de los pibes. No es fácil pero no es imposible.
Si queremos llegar antes del gatillo policial, pero también antes del linchamiento vecinal, de la justicia por mano propia, de los enfrentamientos entre grupos de pibes, no sólo hay que desarmar los estigmas sociales y agregar al acoso policial como problema, sino que hay que aprender a ponerse en el lugar de los pibes, los vecinos y también de los policías. Construir espacios de encuentro en cada uno de los territorios entre todos estos actores. Sobre todo en aquellos barrios donde la circulación de la violencia es cada vez más evidente, sigue siendo una materia pendiente.
*Esteban Rodríguez Alzueta es investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Además, escribió, entre otros libros, Temor y control, La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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