El sueño de millones de fanáticos del fútbol es vivir en las cercanías del estadio de su cuadro favorito. No es mi caso, porque soy de Vélez, pero hace algunas semanas me mudé a algunas cuadras de la cancha de Banfield. Un equipo que si lo veo en una fiesta lo saludo, hablamos de nimiedades y tomamos algunas copas. Tipo macanudo Banfield.

Tener a aquel Wembley a unos cientos de metros de mi casa me abrió ciertas interrogantes: ¿Cómo será la experiencia de ir a una cancha desconocida? ¿Cómo correrá por mi cuerpo la adrenalina generada por los vecinos banfileños en este estadio ubicado en medio de un barrio residencial?

Pero a pesar de que se me había llenado el traste de preguntas, no encontraba la excusa perfecta para dignarme a patear esas cuadras bonachonas y comprar una entrada. La pereza tenía mucho poder en mí, y el Taladro por su cuenta no poseía poder suficiente para agujerear este pecado capital en mi cabeza.

Hasta que un día me llegó la noticia: Boca iba a jugar de visitante contra Banfield. Cuando recibí la información comencé a temblar como aquel héroe de novela que descubría que su enemigo está cada vez más cerca. No podía creerlo, uno de mis rivales del fútbol iba a atacarme en mi propio y nuevo barrio. Nunca pensé que Boca decidiría arremeter tan rápido contra mí, pero debía estar listo para defenderme. Así que debía ir al Estadio Florencio Sola para darle batalla.

El problema es que yo de Banfield no sabía un pepino. Sólo conocía el mito del Garrafa Sánchez por un video de YouTube con música de Las Pastillas del Abuelo. Otro obstáculo que tenía era que el partido era en esa misma semana, por lo que el tiempo del que disponía para convertirme en hincha de Banfield era finito. Sin embargo, en cuestiones de vida o muerte como ésta, tuve que tragarme el sapo y emprender mi viaje lectivo hacia la mitología banfileña.

Así que le pedí ayuda a Pepa, una amiga que frecuentó la cancha del Garrafa desde que era pequeña. Ella entendió la situación en la que estaba involucrado y se comprometió a conseguirme entradas, aunque esa era toda la ayuda que podía brindarme.

Eso fue un martes. El jueves logré contactarme con un capo de la barra brava. Costó integrarme a su círculo, porque nadie se hace amigo de un desconocido en unos días, pero el grandulón Polpo, dicho capo en cuestión, entendió la rabia que me torturaba y procedió a explicarme la santa dualidad del taladro. Tenía que rezar 10 aves Garrafas y 20 padres Julio Falcioni. El “emperador”, como se lo conoce, fue el director técnico que comandó al equipo ganador del Torneo Apertura 2009, el primer título profesional que ostentó Banfield. Según Polpo, su espíritu iba a darme una mano cuando estuviese en problemas durante el partido, o sea, cuando no se me ocurriese ningún insulto ingenioso para Daniele De Rossi, el sabueso italiano que estaba más para el veterinario que para ir a Boca.

Recé día y noche, me vi todos los videos del Garrafa, lloré con los goles de Santiago Silva, primero porque me emocionó verlo ganar el apertura, y segundo porque traicionó a Vélez para irse a jugar a Boca. Hasta me ilusioné con la Copa Libertadores 2010 a pesar de que sabía que Banfield no la había ganado. En resumidas cuentas, me convertí en un hincha acérrimo del Taladro.

Lo bueno es que los pocos galardones del club hicieron que el proceso de aprendizaje fuese veloz. Y llegó el sábado, día previo al partido en el que tuve ese sueño que me marcó para siempre.

En el transcurso de las tres horas que duró mi sueño tuve contacto con el mismísimo Falcioni. Quedé rendido ante sus pies, y entre lágrimas le agradecí que hubiese descendido del cielo para visitarme. “Pero no estoy muerto, boludo, soy un producto del pedo que te agarraste”, me contestó con vehemencia, su vehemencia. Era cierto: Falcioni estaba vivo, pero yo lo martiricé en mi imaginación por mi necesidad de reforzar mi espíritu para el partido contra Boca. Y finalmente el día llegó.

Pepa me citó a las 19 en una de las esquinas aledañas a la cancha. Me dirigí allí con ciertos nervios porque todavía no me había dicho cuál era su metodología para conseguir entradas. Pero confié en ella y me mandé de todas formas. Cuando nos encontramos, ella con la clásica camiseta blanca y verde y yo con mis vestiduras más crotas y cómodas, bajamos una cuadra y paramos en otra esquina.

Allí estaban los barras, y lo divisé a Polpo que me saludó a la distancia asintiendo con la cabeza. El partido empezaba en 20 minutos y todavía no había señales de las entradas. Comenzaba a perder los estribos. Banfield me necesitaba. Necesitaba mi rabia contra Boca y mi amor por el Garrafa Sánchez para que el Taladro saliese airoso. Pero no había caso, los barras tenían problemas para realizar su negocio y yo comenzaba a temblar de miedo. Jamás estuve tan cerca de mi enemigo y el partido ya había comenzado. Él, Boca, tenía la ventaja.

De la nada un grito rajó la tierra. Habían anotado un gol. Me temí lo peor. Desafortunadamente el equipo de Alfaro consiguió ponerse en ventaja en tan solo 19 segundos. Mi corazón se paralizó. Empecé a temblar y a llorar de la rabia. El xeneize me había asestado un duro golpe, pero yo estaba dispuesto a resistir. Y con un poco de insistencia logramos pasar la seguridad y adentrarnos en aquel palacio verde y blanco.

La magnanimidad de aquel estadio me emocionó. Las lágrimas caían por mis mejillas cuando presencié ese espectáculo de vino y prensado paraguayo, pero con ese toque vecinal banfileño que lo hacía tan único. Me dirigí con Pepa a la tribuna alta, y desde allí logré tener un panorama de todo el campo de juego. Como había temido, los jugadores de mi equipo adoptivo no tenían la mesura suficiente para enfrentar a sus rivales, que ese día estaban particularmente violentos.

En una rápida secuencia, De Rossi barrió a un mediocampista del Taladro y, no contento con eso, se abalanzó sobre la pelota llevándose puesto a un compañero. Estaba claro, era un mensaje dirigido hacia mí, ¿a quién iba a ser si no? Boca estaba en su salsa y yo en una posición de clara desventaja. Sin embargo, no dejé de alentar y de poner en práctica todos los conocimientos que Polpo me impartió. Canté “y dale dale eh ta-la-dro”, recé los aves Garrafa y los padres Julio Falcioni, y podría decirse que sirvieron, porque Agustín Almendra fue expulsado y Jan Hurtado se olvidó que jugaba al fútbol. 

Poco a poco la balanza comenzó a inclinarse para el Taladro, y el arco custodiado por Esteban Andrada fue atacado paulatinamente por todos los flancos. Desafortunadamente, la suerte fue (al igual que el árbitro) comprada gracias a las artimañas xeneizes, porque no se explica cómo ese equipo no recibió ni un solo gol.

Cuando el árbitro dio el silbatazo final me derrumbé como nunca lo había hecho en mi vida. Fui derrotado en mi propio barrio y deshonré a Polpo y al Garrafa. El público estaba conmocionado, pero rápidamente su brújula emocional giró hacia la ira y cantaron “ándate (Hernán) Crespo” junto a otras injurias. Antes de que el Sola pasara a ser una vez más esta omnipotente y silenciosa estructura, los hinchas rezaron un padre Julio Falcioni, y quién sabe si habrá escuchado el pedido de aquella ilusionada fanaticada, y de este antiboca derrotado.