Desechos pudriéndose en las calles, olor a sebo en el aire, cefaleas, y hasta cáncer son las consecuencias a las que deben enfrentarse las y los vecinos de Lanús por Mapar y Hebos, dos fábricas que refinan grasa desde hace 30 años en Valentín Alsina. En este trabajo de campo de Natalia Arenas, el testimonio de Ailín y la búsqueda de la Asamblea de Vecinos Campomar por un lugar mejor para vivir. 

Por Natalia Arenas

 

Un camión se acerca a los tumbos por la calle Pampa. Cruza los rieles oxidados por los que hace cinco años pasó el último tren del ramal Puente Alsina-Aldo Bonzi, de la línea Belgrano Sur. Avanza hacia Mapar S.A, una de las dos graseras instaladas hace treinta años en el barrio Campomar, en Valentín Alsina. Su paso deja en el aire un remolino de tierra seca que lastima los ojos. Como la playa en un día ventoso, pero sin mar. Apenas con un Riachuelo putrefacto que separa el sur del conurbano bonaerense de la Capital Federal.   

Los camiones pasan a toda hora por las calles del barrio. Incluso de madrugada. Llevan grasa y huesos a Mapar y Hebos, las dos fábricas que refinan grasa desde hace más de tres décadas.  

Ailín se emociona cuando ve que algunos vienen con la mercadería tapada por una lona. Hasta hace poco, lo hacían a cielo abierto. “Nadie controla la cantidad de kilos que transportan, entonces vienen pasados y la grasa se va cayendo”, dice. “Acá cae un pedazo de cosa muerta y hasta que no se desintegre no la saca nadie”. 

Ese desecho pudriéndose al sol es un detalle en el día a día de los vecinos y vecinas de Campomar. Conviven con el olor a sebo suspendido en el aire. Respiran grasa. A veces el olor es a grasa hervida, por momentos quemada, como pasada. Cada tanto las ráfagas de viento lo vuelven rancio, como si algo muy cerca se estuviera descomponiendo. Olor a cloacas en un barrio sin cloacas. Otras veces se mezcla con el humo de las chimeneas fabriles y parece que eso mismo se está calcinando. Se impregna en las fosas nasales con cada inhalación y se instala en la garganta. En el mejor de los casos, causa cefaleas e irritación. En el peor, enfermedades respiratorias, cutáneas y hasta cáncer.

Mural pintado por vecinos y vecinas del barrio.

Mural pintado por vecinos y vecinas del barrio.

 

Ailín Leiva vive en Campomar desde que nació, hace 34 años. Junto con su marido y su hija Aymara de 9 habita la casa que fue de sus abuelxs, atrás de la de sus padres. A una cuadra de Mapar y pegada a Hebos. Desde el pasillo que comunica las dos casas se ve el humo gris que sale de la chimenea de la fábrica. “Mi abuela se murió puteándolos”, dice. La madre de Ailín era abogada y se cansó de denunciarlos. Murió de cáncer. Ailín sospecha que se lo causó la contaminación ambiental.

Campomar es un barrio levantado por inmigrantes españoles e italianos, como lxs abuelxs de Ailín, que cumplieron el sueño de la casa propia ladrillo por ladrillo. Las navidades de la infancia se celebraban al aire libre. Los vecinos y vecinas cortaban la calle, ponían mesas y tablones y comían juntxs, como una familia numerosa. Ahora nadie quiere quedarse en el barrio.

“En casa tenemos un patio re lindo. Nos encantaba sentarnos ahí cuando se podía”, recuerda. Es decir, cuando las fábricas no estaban casi las 24 horas emitiendo mierda. Una mañana Ailín fue a desayunar al patio con su mamá. Una lluvia de cenizas les arruinó el momento. “La galletita con queso me quedó negra”, dice.  

Otro día de verano, cuando Aymara tenía cuatro meses, Ailín le puso una malla y salieron al patio. No sabe cómo hizo tan rápido para tirársele encima y protegerla de la ceniza. “En los primeros años de Aymara toda su ropa la llevaba al lavadero, no la podía colgar acá porque andá a saber qué le caía”, dice.

Ailín sabe cuáles son los horarios en los que no puede salir al patio: a las 7 tiran el hollín y a las 8 la lluvia de grasa. Los espacios abiertos se cubren de cenizas o de gotitas de un líquido beige. Las plantas se mueren. La ropa se arruina. Las ventanas se cierran, los sahumerios se prenden y se respira como se puede. 

La mayoría de las veces, Ailín respira por la boca. “Hago así”, dice y apunta el dedo índice hacia los labios abiertos. Inhala y exhala. Una, dos, tres veces. El aire entra y sale agitado. Casi siempre tiene la nariz tapada y durante mucho tiempo creyó que era sinusitis. Hace unos meses un médico le preguntó dónde vivía. “Cuando le dije que en Campomar, me dijo: “No, querida, lo tuyo es una rinitis alérgica y es por el aire que aspiras todos los días”.

Aún con la nariz tapada, puede distinguir los olores del barrio. Para ella el olor constante es a torta fritas o a churrasco. El otro, el que viene más espaciado, no lo relaciona con la grasa: “Es olor a muerto”, dice. Más de una vez se fijó debajo de las camas si el perro había cagado.

Para Aymara es olor a sanguchito podrido. 

-Llamá a la policía, mamá – le dijo alguna vez cuando la putrefacción le tapaba la nariz.

Ailín se siente tonta por reconocer que un día, en medio de la desesperación, llamó. La Policía nunca respondió, excepto una noche de mayo de 2021. La pandemia había sido una revelación: hasta la llegada del Covid, la mayoría de los vecinos y vecinas salían temprano a trabajar, volvían tarde al barrio, puteaban un rato por el olor y se iban a dormir. Pero tener que pasar 24 horas en sus casas encendió la alarma. No se podía respirar. 

Mapar. Valentín Alsina.

Mapar. Valentín Alsina.

Ese 22 de mayo eran las 10 de la noche y se estaban cumpliendo 48 horas de que el olor a muerto impregnaba el aire. “El dolor de cabeza no te lo podías sacar con nada”, recuerda. Ella cerró todo, prendió un sahumerio y comió como pudo. Una vecina le golpeó la puerta.

-¿Vos pudiste comer? Yo no puedo respirar. Me voy a la fábrica.

-Sola no vas a ir– le dijo Ailín, y juntas se fueron a golpearle la puerta al resto de los vecinos.

Pararon la producción. Llamaron a la Policía Ambiental y a Acumar (Autoridad de Cuenca Matanza Riachuelo). La policía apareció al rato, pero en respuesta al llamado de Mapar, para defender a la empresa. 

Todavía no lo sabían pero esa noche sería una bisagra para el barrio: nació la Asamblea de Vecinos Campomar. 

Ailín se reparte entre sus tres trabajos, las tareas domésticas, el cuidado de Aymara y los controles obstétricos: está embarazada de 32 semanas. Y desde el año pasado es la encargada de prensa de la Asamblea. 

Se toca la panza y dice: “Yo voy a luchar porque esta criatura viva en un barrio mejor que el que conoció mi hija, que tiene nueve años, y que ha vivido las peores cosas”.

Desde la Asamblea hicieron denuncias y presentaciones judiciales. No pretenden que las fábricas cierren ni que los trabajadores se queden sin trabajo. Esperan que las trasladen a un polo grasero. Y, en el proceso, que funcionen con filtros y maquinaria que no contamine el barrio. 

Las denuncias tuvieron eco en ACUMAR, que en agosto del 2022 clausuró Mapar por verter de manera clandestina sus afluentes sin tratamiento en el arroyo Millán, sobre el camino de la ribera del Riachuelo. En ese mismo operativo entró Hebos. En esa fábrica “se detectaron filtraciones de su materia prima en el cordón cuneta del establecimiento”. Pero ambas siguen funcionando. 

Desde el Municipio, gobernado hace 8 años por Néstor Grindetti (PRO),  nunca llegó una solución. Pero sí una invitación a conocer la nueva y ahora tercera grasera del barrio: Refinería del Sur, que se instaló hace un año frente al único pulmón verde, la escuela y la sociedad de fomento.

Mudarse, como alguna vez les sugirieron desde las graseras, no es una opción para las generaciones de vecinos y vecinas que viven en Campomar desde mucho antes que se instalaran las fábricas. “Si este fuera un barrio industrial, no nos tendrían que haber vendido las casas. Hay personas que viven acá hace más de 80 años”, dice Ailin y mira desafiante al camión que pasa a los tumbos por la puerta de Mapar y arrastra la basura que, otra vez, nadie se acercará a levantar.  

 


*Natalia Arenas es periodista conurbana. Se graduó de Licenciada en Periodismo en la UNLZ y se especializó en Géneros y Movimientos Feministas (UBA) y en Raza, Género e Injusticia (UNSAM). Trabajó como redactora y editora en medios gráficos y digitales de alcance nacional. Fue conductora y productora en espacios radiales y audiovisuales. Dio clases de comunicación, talleres de radio, crónica periodística, narrativas digitales y periodismo feminista. Fue subeditora del sitio web de Diario Popular, donde impulsó el abordaje periodístico de los femicidios y la violencia contra las mujeres. Fue editora del sitio Cosecha Roja y coordinó la Beca Cosecha Roja, formación en narrativas y géneros para periodistas de América Latina. Actualmente trabaja como productora y guionista en Anfibia Podcast y colabora en otros medios. Cursa la Maestría de Periodismo Narrativo en UNSAM. Por su trabajo en Cosecha Roja en 2018 ganó el Premio Lola Mora en la categoría prensa digital. En 2022 recibió una mención especial en los premios Juana Manso.