Un chico que corre al lado del ferrocarril Sarmiento mientras piensa en Rocky y que, por momentos, Haedo se convierte en Filadelfia. El guaraní. Los problemas para conectarse con el inglés, el salto del idioma. La música como refugio. La apropiación y resignificación. Una historia que se escribe como un zapping que pasea por los mismos canales: recuerdos, obsesiones. Y cachaca.
Por Leandro Alba
Dice un escritor al que quiero y no conozco que quienes se toman el trabajo de traducir canciones son héroes anónimos. Opino igual. Sucede que no sabemos inglés. Ambos crecimos en familias donde el guaraní era más amigo. En mi casa, además, escuchar música en inglés era una especie de traición hacia algo que, si me preguntan, no sabría qué responder. Y creo que si lo hacían antes, tampoco.
Mi educación sentimental se formó con la televisión de los noventas, los compilados de cachaca que traía de Ciudad del Este y los libros que mi papá salvaba. O que robaba. Esos que, cualquiera sea el verbo, al traerlos de su laburo a casa evitaba que terminaran en una máquina que los hacía pasta para luego volver a ser papel. Papel blanco. Papel (casi) nuevo. Siempre me pareció curioso aquel procedimiento, ese eterno retorno y, a la vez, siempre me angustió pensar en todo aquello que deglutía esa gran máquina. Por eso me gusta acomodar en mis relatos a mi viejo como una especie de justiciero. De eso, si me permiten, me gustaría hablarles otro día. No quiero alejarme del tema. Ya no quiero correr. No quiero escaparme. Es que suelo irme por las ramas: trepo por el tronco, subo por el árbol. Y me refugio entre las hojas.
El cover es una versión de algo conocido pero que se diferencia de lo original por lo que tiene aquel que se adueña de ese material para transformarlo.
Volviendo a la raíz, en casa la música en inglés no entraba. De hecho, cuando me dejaron por primera vez no me acompañaron los Beatles, Oasis o los Rollings. El aguante me lo hizo Bronco. El gigante de América me susurraba al oído cada noche desde un discman que me había traído Papá Noel luego de haber hecho una parada con sus renos en la Triple Frontera. Era la música que escuchaban mis primos en Paraguay y que llegaba desde México. La que no me hacía tan kurepí. “Libros tontos” se llamaba ese tema que me representaba cada vez que juntaba las partes de ese ingenuo corazón. Dice el estribillo:
“Libros tontos
cómo quieren que sus letras entren en mi mente
si mi mente está cansada de tanto quererte
de quererte, de quererte
perdónenme”.
Alguien había hecho música para mí, me decía cada vez que la escuchaba.
Jamás canté una canción en inglés con las ganas que lo hago con otras en español. Porque no sé, claro. Y ahí radica el problema. Y la poesía, por supuesto. Porque cada vez que una canción en inglés me conmueve le pongo mucha atención: un mensaje que no entiendo me está interpelando, me está invitando a encontrar coincidencias, a unir las palabras como se juntan las letras cuando se escribe en cursiva. A atar recuerdos. En definitiva, a escribir historias a partir de otras.
Por ejemplo, hace muchos años, salía a correr con el discman refugiado en mi riñonera como si el aparato fuese un adolescente que no quería abandonar su habitación porque los granos le habían ocupado la cara. Correr es escapar. Cada vez que necesitaba huir me acompañaba Bill Conti y sentía que los vientos de Gonna fly now me despeinaban al igual que a Rocky antes de pelear contra Apollo. Haedo era mi Filadelfia, me decía mientras apuraba las piernas cuando escuchaba acercarse al ferrocarril Sarmiento. Entonces, me congelaba esperando la bocina que, en mi mundo, es la misma nota con la que empieza esa canción que dice:
“Se está poniendo fuerte ahora
no tardaré mucho
se está poniendo fuerte ahora
volaré ahora
volando alto ahora
voy a volar, volar, volar”.
Todavía me pasa igual. Si escucho un tema que me conmueve, me quedo ahí. Entonces, si estoy en auto y llegué a destino, pero la canción sigue, yo también sigo. Doy vueltas. Y les escribo a mis amigas para que me tiren un centro o, mejor dicho, una red para intentar atrapar algo de esa letra que se me escapa.
“You get what you give”, de New Radicals, me respondieron hace unos días. Inmediatamente, escribí en Google: “You get what you give + traducción español”.
Y leí, todavía con el barbijo puesto.
“Todo este maldito mundo entero, puede desmoronarse,
(pero) tú estarás bien, sigue a tu corazón.
Estás en peligro, yo estoy justo detrás de ti”.
Alguien había escrito una canción para mí.
La pandemia hizo que me refugiara en la música. Como cuando era un chico al que lo habían dejado y prefería aislarse en su mundo aunque, esta vez, era el mismo mundo el que tenía que resguardarse. Y yo, por cierto, no tenía alternativas. Ni granos. Aunque debo reconocer que tampoco es una piel del todo suave. Mi piel es como una de esas hojas recicladas: es lisa pero quien sabe observar puede leer cicatrices de otras historias. Perdón, dije que no iba a irme por las ramas.
Cuando dejaba mi caverna durante la cuarentena, ya sea para sacar la basura o para hacer las compras, me encontraba con mis vecinos. No tengo una gran relación con ellos. Los saludo, sí. A veces, levanto la mano. Otras, es solo un cruce de miradas que se pierde entre murmullos atrás del barbijo. No sé qué carajo será de sus vidas. Aunque, curiosamente, sé otras cosas. Íntimas. Sé que a los de al lado, por ejemplo, les gusta coger a los gritos pelados, especialmente, por la tarde. Y, sobre todo, los domingos. Me parece un momento curioso para coger. No sé, yo preferiría dormir la siesta o ver alguna película de esas viejas que ya se conoce el final, como Rocky. Mi novia, en cambio, me dejó en claro que prefiere más la vida de los que viven del otro lado de la pared. Los de abajo, por ejemplo, fuman porro que da calambre. Primero se oyen las risas y, con el correr de los minutos, el perfume de pasto paraguayo inunda mi departamento. La de arriba debería largar el pucho. La vieja, cada mañana, religiosamente, se levanta y comienza con la sonata de flema en do mayor. Y mientras aspira la muerte, exhala las últimas células sanas. Eso es, más o menos, lo que sé de ellos. Pero hay uno que me conoce.
Hace unos pocos días volvía de hacer las compras. O de sacar la basura. Un vecino estaba en el balcón con una guitarra. Tocaba un tema que siempre termina de patearme cuando estoy en el piso. Sentí que me hablaba. High and dry. Nunca supe qué dice el tema, no soy bueno en inglés, ya les dije, pero el mensaje de fondo me atrapa.
No pude dejar de verlo mientras tocaba. Él también me observaba. No sacaba los ojos de mí. Yo, después de todo, era su público. Llegué a casa y me metí en Google. Puse High and dry + español. Y salió la primera estrofa:
“Dos sobresaltos en una semana
apuesto que te crees que eres el más listo,
¿verdad muchacho?
Volando en tu motocicleta,
mirando todo el suelo que debajo de ti desciende
te matarías por reconocimiento,
te matas para no detenerte jamás
rompes otro espejo,
te conviertes en algo que no eres».
El cover es el paso intermedio que tenemos todos nosotros, los que nos dedicamos a crear mundos, para llegar a nuestros universos propios.
Después de aquel encuentro, él me conoce un poco más. Sabe algo de mí que yo no termino de entender, como el inglés.
La primera versión que me apareció en YouTube de High and dry no era la de Radiohead, era una de Jorge Drexler. En el video rasguea una guitarra criolla al igual que lo hacía mi vecino: esa es, para mí, la versión original porque es la que más me llegó. Esa que me invitó a encontrar coincidencias, a unir palabras como se juntan las letras cuando se escribe en cursiva. A atar recuerdos. A saltar un idioma para encontrarme con un mensaje de fondo y abrazar toda su poesía. Un procedimiento inconsciente. Que no sabe de traducciones. Que late con el ritmo. Que despierta la armonía con su armonía. Y que, en esa coincidencia, nos confirma que alguien hizo esa canción para nosotros. Para escribir historias a partir de otras; a las que transformamos, a las que torcemos y, así, las hacemos todavía más propias.
Será porque las historias tienen, como nosotros, una misma columna vertebral, pero después un montón de cosas las van diferenciando hasta volverlas únicas.
Ahora, en este ahora, en el ahora de la escritura y no en el ahora de ustedes, lectores compañeros, la lista de reproducción de videos continúa su curso al igual que un río que parece el mismo, pero nunca es igual. Me quedo en la orilla. En la pantalla. Me detengo en ese video que vi tantas veces. Ese video del escritor al que quiero y no conozco. Entonces vuelvo a este texto. O a un archivo anterior. Elijo fragmentos de la charla, los marco en negrita. Intervengo el texto. Lo transformo. Le agrego frases al azar. Ato recuerdos. Corto los bordes al igual que lo hacía de chico con una tijera de plástico. Cortaba letras de las revistas que mi viejo traía del trabajo. Y así evitaba seguir alimentando a la máquina devoradora de historias. Luego, pegaba cada pedazo con voligoma en la hoja en blanco. Entonces, ya no decía lo que en un principio decía. Entonces, este relato es otro relato. Se transforma en un cover. Pero si me preguntan, me quedo con ese. Con el original, ese al que Leo Oyola, ese escritor que quiero y no conozco, le puso la voz. Porque de algún modo siempre estamos volviendo. Escribiendo y reescribiendo. Haciendo pequeñas modificaciones a la historia a partir de lo que nos permiten nuestras obsesiones. Viviendo. Y sobreviviendo.
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