¿Puede sucederle a uno lo mismo a los 10 que a los 35 años? ¿Puede la misma camioneta hacer pelota la tarde con sus ruedas? Relato en clave de realismo mágico del conurbano.

La camioneta era la misma, una Dodge con cúpula de madera atrás, cerrada con lona. Yo tenía entonces 10 años más o menos. Jugaba con algunos compañeros de primaria en la vereda de la que fue mi casa hasta después de la adolescencia. En eso, la pelota que estrenaba se nos fue a la calle. Siempre me quedó la sensación de que el conductor la vio venir y ni siquiera frenó. Podría haber hecho algo para evitar romperla como a una bolsa. Así quedó el cuero de gajos negros y blancos que recién me habían regalado, aplastado debajo del auto abandonado de la cuadra. Mis amigos no dieron importancia, y yo… escribo a más de veinticinco años de aquella mañana.

Es que unas de las tardes pasadas jugaba en la vereda con mi hijo de cuatro años. En el mismo barrio –Villa Lynch-, en la misma calle –Indalecio Gómez-, en una vereda en la otra cuadra de la que fue mi casa hasta la adolescencia. Facu pateó la pelota con gajos celestes y blancos deliberadamente hacia la calle… ¡y venía la misma camioneta! Una Dodge con cúpula de madera atrás, cerrada con lona. ¡No!, pensé pero no grité y vi -como si el tiempo repitiera la escena-, esta vez al conductor clavar los frenos, abrir los ojos, volantear. La maniobra fue brusca, con la rueda derecha delantera esquivó el esférico pero con la de atrás le dio de lleno y reventó la pelota de gajos celestes y blancos como reventó aquella de gajos negros.

La cuadra retumbó, el cuero estropeado rodó hacia el cordón de la vereda dónde estábamos y antes de que diera un paso hacia el asfalto para levantarlo, mi hijo se abrazó a mis piernas y rompió en llanto, aterrorizado. Abracé a Facundo a la altura de su miedo, le susurré al oído palabras que sus sollozos taparon. Ay… papito, papiiito, balbuceaba y lloraba fuerte. Entre uno de sus suspiros profundos escuché un motor en retroceso. Yo seguía arrodillado frente a mi hijo, que miraba la pelota agujereada entre mis manos y las suyas. Giré la vista, lo sospeché, era la camioneta. Facu dejó de llorar y también miró, como mira cada vez que algo estaciona o arranca delante de sus ojos. Vi unos zapatos negros y el pantalón de grafa azul por entre las ruedas hasta que apareció por la parte de atrás de la camioneta.

Subió a la vereda y empezó a pedir perdón ¡Perdonaaame enaaano! exageró cuando estuvo frente a nosotros y sacó plata de su bolsillo. Mi hijo volvió a estrujarse contra mí. No, loco, qué me vas a dar -dije- incrédulo. Me quedé mal chabón, chasqueó y me explicó con ganas que con la de adelante la esquivé, viste, pero con la de atrás, y puteó a su camioneta por vieja de mierda. Insistió con el dinero, le repetí que en serio no, y le pregunté si era del barrio. Dijo que no, que era de Aldo Bonzi pero que laburaba con la camioneta de flete por San Martín, en los que están al lado de los chinos, en la avenida. Dijo que pasa siempre por acá y los veo jugando, y que me quiero matar que le…. Se agachó para acariciarle la cabeza a mi hijo y le pidió disculpas: Perdoname campeón, le rogó y Facu, aún hecho abrojo a mí, asintió con la cabeza después de mirarme, se limpió un moco, se los tragó fuerte. Y yo le dije gracias, gracias por frenar y bajarte, le dije.

Después, el tiempo

Cristian se llama el fletero. Así se presentó unas semanas después cuando se bajó de la camioneta y me recordó el episodio. Cuando mi hijo lo vio ganar la vereda y venir hacia nosotros agarró la pelota y la apretó contra su cintura con una mano. Soy de Aldo Bonzi, sí me acuerdo. Bueno –siguió- vos sabés que me quedé mal la otra vez chabón cuando le pinché la pelota al tuyo. Dale pá, juguemos. Pará, hijo.

El tipo sacó la billetera y me mostró una foto de un nene con una camiseta negra y blanca, es el club donde juega dijo. Tomé la foto, no tendría más de 5 o 6 años, pisaba una pelota. Mi hijo se fue adentro, andá a tomar algo, le dije y me pareció que se había enojado. El tipo me habló de su trabajo, prendió un pucho, me convidó uno, fumamos. Dijo que de chico jugó, que jugaba bien y había llegado hasta la cuarta de Midland, pero que después dejó porque tuvo que salir a laburar. Y mis viejos no me siguieron mucho, no me alentaron como así decirte, chasqueó, había que parar la olla en casa.

Me contó que laburó de repartidor de sodas, en una fábrica de muebles, en otra de estanterías, y que hace un tiempo se largó de fletero. Me preguntó si yo jugaba. Porque el tuyo patea re bien che, y le conté. Que no, que tuve algunas pruebas en cancha grande pero que lo mío había sido el fútbol amateur, ininterrumpidamente hasta hoy.

Salió mi mujer, preguntó qué pasó que no jugaba más a la pelota, si estaba todo bien –asentí- y volvió a la casa. El tipo siguió hablando: de que estaba hinchado las pelotas de estar todo el día arriba de la camioneta laburando con el flete, que tenía jodida un poco la cintura y las cervicales. Por eso no tengo tiempo de jugar con mis hijos a la pelota como vos, dijo. Y nos quedamos en silencio unos segundos. Pero como no me aceptaste que te diera plata para comprarle una pelota nueva a tu pibe la otra vez, esa misma noche llegué a casa con una nueva para el mío. ¡No sabés la cara que puso! Y mi mujer, le brillaban los ojitos a los dos. Y ahí mismo lo saqué pa la calle a patear. Allá en Bonzi es como acá, no pasa nadie después de las 6 o 7.

Sonó un celular, tanteé mi bolsillo, era el suyo. Lo llamaban del laburo. Ya voy para allá, dijo dos o tres veces y cortó.

Es blanca y celeste la pelota, dijo a carcajadas, como la que le pinché al tuyo, la compré en Liniers de camino. No sabés cómo está desde ese día, ahora llego a casa y me le pongo a jugar.

Apretamos las manos y se fue. Y me dejó parado en el medio de la vereda. La camioneta se fue con el mismo misterio de adiós que dice el tango deja el tren. No sé cuánto tiempo pasó entre que se fue y me quedé mirando la calle, los autos pasar, el alumbrado encenderse y el barrio atardecer. Mi hijo apareció en el umbral de la casa ¿Y tu amigo pá? Le toqué la cabeza y entramos.