Cómo se vivió la muerte de Maradona en el barrio de Lomas de Zamora en que empezó a gestarse la leyenda que marcó al país. La identidad compartida que atravesó el duelo colectivo y espontáneo con el que los vecinos despidieron a Diego, el hombre que logró que los ojos del mundo se posaran sobre Fiorito. Para Siempre.
“Ahí jugaba”, me dice mientras vamos camino al kiosco. Lo que hay “ahí” es un campito, pero no se ve. Es de noche y la luz de la calle de tierra por la que andamos no alumbra hasta ese lugar que me señala cuando le pregunto si estamos lejos de la casa donde vivió Maradona. “Y por allá a la vuelta está la casa”, agrega. Miro hacia “allá” mientras cruzamos la esquina y están los focos de luz en fila de una calle como cualquier otra del Conurbano, con su asfalto gris, autos tumbados y veredas en desnivel.
“Y para atrás está el Estrella, su primer club… ¿Tenés para destapar la birra?”. Le doy el encendedor, destapa y toma una vez, dos veces. Me convida.
-Diego vino hace poco a inaugurar el hospital sobre el Camino Negro con Cristina y Scioli, vi fotos- digo.
-Diego es nuestro mejor tesoro- sonríe como toda respuesta. Volvemos al corso, Fiorito estalla. La calle está salpicada de pibes y pibas que se corren y se tiran espuma de carnaval. La noche es calurosa, faltan dos murgas para que salga la mía. En la vereda donde rancheamos con los murgueros, no está más el chabón que me dio respuestas para siempre. Desde el escenario, anuncian la salida de Los Piratas de Fiorito, el bullicio aumenta. Nos arrimamos a la calle, la murga camina, casi todos tienen en sus levitas apliques con motivos maradonianos.
Esos son mis recuerdos hasta hoy de mi paso por el barrio de Lomas de Zamora en el que nació y se crió, Conurbano para siempre, Diego Armando Maradona. Ahora, con el eco de su muerte, descubro que fue en febrero de 2011. Él acababa de dejar de ser el técnico de la Selección argentina, de haber jugado otro Mundial y, en diciembre, había vuelto a Villa Fiorito, en su última visita más recordada y multitudinaria. Hace unos meses, me pasaron una foto del Estrella, el club de Dieguito. Fue este año, apenas empezó la pandemia. Maradona mandó una camiseta para el barrio como regalo en el marco de la movida solidaria “La Mano de Dios llega a Fiorito”. Hizo llegar más de mil kilos de alimentos, 20 termómetros, 200 kits de limpieza familiar, 500 litros de alcohol en gel, 500 barbijos, 200 protectores faciales, insumos deportivos, ropa, zapatillas y juguetes.
“Maradona nunca negó de dónde salió”, se repite en los medios en estos días de incredulidad, (des)consuelo y evocación. De movilizantes homenajes y muestras de amor insospechables; de clubes, futbolistas, políticos y músicos. De acá y del mundo. Y de sus vecinos, los que anidan el mismo ADN, esa identidad y sentido de pertenencia que da solo un lugar, un barrio, un nombre.
En Fiorito, la tarde del 25, apenas conocida la muerte de su ciudadano más ilustre, la gente salió a la calle. Aplaudía, ponía música, lloraba en grupos. Y empezó a convocarse “allá”, en la casa de Diego. Llegaban desde “ahí”, el campito donde jugaba y donde ahora hay un barrio. Y también de “más atrás”, del ahora bautizado club Estrella, el centro cultural y los comedores. De sus casas, a LA casa.
Hasta la semana pasada, en el pedacito de tierra de la entrada de la ya mítica casita de la calle Azamor 523, sólo había un pequeño altar con su foto, flores y velas derretidas y otros objetos como ofrendas. Este miércoles, los vecinos hicieron un mural con su cara. Entre los del centro cultural, los clubes y la murguita Los Locos. Todos dieron una mano, porque había que meterse en la casa del tipo que vive ahí, que no quiere saber mucho con Diego, ni que lo molesten con Maradona. Pero no hay hombre que pueda contener el impulso y el clamor del barrio. Debió guardarse esa soledad que sólo da la ruina y dejar hacer.
Fiorito estalla. Con la muerte de Diego, volvieron los periodistas y la tele. Los móviles de las radios y canales llegaron desde Camino Negro, entraron por Figueredo y como pudieron, a pie, están acá, en Azamor y Mario Bravo, el Conurbano que se cae al Riachuelo.
A cámara, las caras lloran con un ojo. Con el otro, ríen. “Diego es nuestro”, gritan. “Diego es Fiorito”, dicen. Le agradecen a la lente del mundo que los mira como si del otro lado estuviera Diego. “Gracias Diego”, balbucean, con la mueca de tristeza tajeada en la piel, pero exultantes. Muestran su humilde homenaje, aplauden el mural. La pared tiene su gesto mejor, su mirada, los rayos de sol. “La casa de D10S”, allí nació el máximo ídolo de la historia de este país, en este barrio, en su barrio.
“Diego es nuestro mejor tesoro”, como toda respuesta. Para siempre.
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