Por Esteban Rodríguez Alzueta*
La palabra perro no muerde, sin embargo, hay palabras que tienen la capacidad de dejarnos sin aliento, ponen los pelos de punta, se sienten como una puntada en el estómago y agreden la dignidad de las personas. Son palabras hechas con odio, dirigidas a gente preñada de odio, que alimentan el odio que las personas van depositando periódicamente en los bancos de odio.
Las palabras que llegan con odio lastiman los tejidos discursivos, acechan y devalúan el lenguaje, debilitan los pactos discursivos que organizan los debates democráticos. Esta es una de las tesis del libro Las vueltas del odio de los autores Gabriel Giorgi y Ana Kiffer: “El odio altera los pactos discursivos, los lazos simbólicos, los protocolos cívicos”. El odio, entonces, pone en jaque las formas en que se organizan los debates que necesita cualquier democracia. Para discutir y decidir entre todos y todas cómo queremos vivir juntos, tenemos no solo que encontrarnos, sino expresarnos libremente, apostar a la paciencia y la palabra para comunicarnos y componer consensos y, sobre todo, manifestar los disensos. Pero cuando las palabras llegan con odio, nos gana la intolerancia: las palabras que se eligen bloquean los encuentros, los debates se vuelven absurdos y no hay lugar para consensos ni disensos.
Clausurar el debate
Siempre les digo a mis alumnos que no se puede empezar a hablar haciendo fuck-you. Cuando un periodista muestra su mano a la cámara de televisión y levanta el dedo medio, está clausurando los debates y anulando la política. No se trata de un gesto espontáneo. Jorge Lanata no está improvisando, es un insulto bien calibrado y festejado por sus seguidores; un insulto que, dicho sea de paso, inventaron alguna vez los griegos y se encuentra muy arraigado en la vida cotidiana. El fuck-you resume el odio que milita con tenacidad y pasión. El fuck-you es el dedo en el culo, una manera de reírse del otro, de acosar y humillar al otro referenciado como otro absoluto.
El fuck-you de Lanata se convirtió no solo en una marca registrada de su programa, sino en un estandarte. Es una manera que tienen sus seguidores para identificarse con él y con las ideas que representa y defiende. Por eso, lo encontramos estampado en las remeras y pancartas de los manifestantes antikirchneristas, es el santo y seña que usan para repeler a los movileros que no son de la escudería. Se trata de un insulto repetido y sistemático que no solo cierra filas entre el conductor y su hinchada, sino que pretende darle manija a una tribuna apasionada que no tiene tiempo ni ganas de pensar, que ya sabe lo que va a escuchar y, por tanto, se dispone a dejarse afectar por un animador disfrazado que embute el odio adentro de chistes cancheros y comentarios flojitos de papeles. Porque Lanata es el periodista que se las sabe todas. Cuando nosotros fuimos, Lanata fue y vino veinte veces. Nada lo sorprende, por eso nunca se indigna. Hizo de la ironía la manera de contar noticias. Una ironía que se averigua en el rictus de su risa, el gesto que le clava al rostro cuando tuerce la cabeza mientras dibuja una media sonrisa que acompaña con silencio mientras intenta mirarnos por debajo de sus anteojos. Ese es el punctum: la sonrisa piola de aquel que se sabe en el podio y expresa un sentimiento de superioridad moral. Porque Lanata no tiene la verdad, está en la verdad. Sus comentarios son más verdaderos que la realidad. Sabe que lo importa no es contar la verdad, sino ser creíble. Lo demás viene por añadidura.
Lanata hizo del titeo y los insultos una manera de soslayar las discusiones, de ponerse por encima de los debates. Cuando se mofa del otro, no abre, cierra, y nos deja afuera. Un periodismo bullynero, que interpela la complicidad de su audiencia para convertirla en difamación.
El periodismo de Lanata ha dejado marcas en el periodismo televiso argentino. De hecho, las muecas encorvadas de Mario Pergolini y Maximiliano Montenegro, los provocadores y ordinarios stands up de Baby Etchecopar, las concluyentes pero estrafalarias tesis de Nelson Castro, los susurrados y cancheros comentarios de Nicolás Wiñazki, las chistosas y actuadas interpretaciones tomadas de Wikipedia que nutren las editoriales de Jonatan Viale, son un estilo de hacer periodismo que tienen su impronta en Jorge Lanata. Un estilo que estaba en las antípodas de su colega, la periodista recientemente fallecida Magdalena Ruiz Guiñazú. Ella era una periodista correcta pero indignada, alguien que hizo de la indignación la manera de contar una noticia, una indignación que averiguábamos en su habitual clisé “¡qué barbaridad!”.
Pero dejemos la indignación para otro artículo, porque lo que quería decir es que la ironía es la retórica que eligen los periodistas que se las saben todas. Lanata no se indigna, por eso sonríe. Una ironía que, con el paso de los años, se fue transformando en burla, sarcasmo, grosería. Es decir, renunció a su capacidad crítica para concentrarse en la dimensión emotiva y volverse un emoticón.
El odio deforma el rostro de los periodistas. Vaya por caso la gestualidad de Luis Majul, dueño de un rostro lleno de tics voluntarios. Majul no habla, mastica las palabras. Estos periodistas se saben tomados por el odio y algunos quieren disimularlo. No es el caso de Eduardo Feinmann, que ejerce un periodismo sin filtro, al igual que su par Etchecopar. En cambio, Majul lo intenta, pero no le sale, sus humoradas son tan malas como el periodismo que refunfuña y masculla; Castro lo logra mirando un punto fijo para agregarle una pátina de seriedad a sus diagnósticos lombrosianos que sus oyentes tienen por editoriales; y Viviana Canosa, poniendo el pecho, beboteando a los invitados, utilizando su capital erótico para calentar a los machos.
Cada uno de esos gestos y exabruptos son cristalizaciones del odio acumulado, que el periodismo sabe manipular para convertirnos en mutas de caza, y derivar hacia distintas formas de acción directa.
Sobre el odio y la antipolítica
El odio sacude el tablero y descarta un trato cortés. Entre paréntesis, que conste que no estamos haciendo una apología de lo “políticamente correcto” que, dicho sea de paso, es una forma sutil de ejercer la censura y moralizar las querellas. Somos partidarios de que los debates en democracia tienen que ser abiertos, desinhibidos y vigorosos. Y no se nos escapa que a veces pueden volverse demasiado desinhibidos y demasiado vigorosos. El correccionismo suele ser una manera de balizar los debates de acuerdo a patrones morales y armonizados que debilitan los intercambios entre los eventuales interlocutores. Lejos de poner en caja a los discursos de odio, el correccionismo continúa restringiendo los debates por otros medios.
Mucho menos queremos censurar estos discursos, y más allá de que resulte difícil saber dónde termina la libertad de expresión y empiezan los discursos de odio, conviene seguirlos de cerca, saber en qué público recalan, no enfrentarlos con la habitual indignación moral o el humor fácil de los memes. Si la cultura de los memes es una manera de subestimar y acostumbrarse a las expresiones de odio, la indignación puede llevar -está visto- a algunos periodistas oficialistas a derivar hacia expresiones odiosas parecidas, sobre todo cuando el periodismo se confunde con el temperamento, con una manera de contar las noticias de manera enfática.
Pero no nos vayamos de tema, estábamos hablando del odio que hace tambalear la democracia: la jerga odiosa obstaculiza los debates y empantana la arena pública. La emergencia de retóricas odiosas activa las pasiones autoritarias que surcan la historia y van sedimentado en el imaginario social.
Hablamos de un afecto político. Todo lo contrario: el odio está hecho de antipolítica. Si la política es la oportunidad de pensar mi problema con los problemas del otro, el odio es una manera de deshacerse de los problemas ajenos cuando se los degrada hasta la exclusión. El odio, en la medida que trastoca los pactos de lo decible, constituye una fuerza disolvente del pluralismo político. Y más allá de que no se trate de una pasión homogénea o idéntica a sí misma, que haya muchas formas de odio, y que las personas objetos de odio vayan rotando o alternándose, lo importante a destacar aquí es que nunca dejan espacio para ejercer el desacuerdo, y mucho menos para componer acuerdos. Tanto las disidencias como las convenciones son vividas con repugnancia y tramitadas con descalificación, constituyen la oportunidad para sacar el odio que supieron guardar todos estos años, de ponerle un megáfono al resentimiento que comulgan en voz baja a través de las habladurías y difamaciones cotidianas.
No existe una pedagogía en el odio. En el discurso del odio no hay hendiduras ni plegamientos, todo se vuelve chato. Su terraplanismo es proporcional a las ganas de hacer daño. Cada uno de estos odiadores seriales permanecerá aferrado a sus prejuicios, que se van hinchando a medida que fermentan sus resentimientos. El odio solo quiere odio. Como dice una de las líneas del guión de El odio (Haine), la película francesa del director Mathieu Kassovitz: “El odio genera odio”. El odio es una emoción mimética que ciega a las personas. Si circula no será por convicción, sino por sugestión. Los personajes se dejan llevar por el odio, son arrastrados por el odio manipulado. No hay razón que los distraiga y despabile. Los cuerpos tomados por el odio se van deformando hasta convertirse poco a poco en auténticos coches-bomba, en gente entrenada para estrellarse contra el otro absoluto, para patear o gatillar cabezas. Lo dijo Sartre en La cuestión judía: “El odio es una fe”. Cuando el odio desvaloriza las palabras, se desacreditan las razones y nos convertimos en fervientes seguidores que no necesitan argumentos que los persuadan, sino consignas que sincronicen sus sentimientos.
Eso sí, los disertantes del odio se entretienen odiando. Encuentran en el odio una extraña manera de divertirse. “Esa extraña alegría de odiar”, agregaba Sartre. El goce a veces llega cuando hablan con la impunidad de aquellos que saben que no existe el derecho a réplica. Lo digo otra vez con Sartre: “Saben que sus discursos son ligeros, discutibles, pero se divierten con ellos: su adversario tiene el deber de usar seriamente de las palabras; ellos tienen el derecho de jugar. Hasta les gusta jugar con los discursos, pues, al dar razones cómicas, desacreditan la seriedad de su interlocutor; se deleitan en la mala fe, pues para ellos no se trata de persuadir con buenos argumentos sino intimidar, desorientar”. Los propaladores de odio son impermeables a las razones y a la experiencia ajena, pero muy propensos a dejarse llevar por una idea-fuerza que imanta sus pasiones profundas.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales (LESyC) y la revista Cuestiones Criminales. Autor de Temor y control, La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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