En El hombre del año, el cómico Alberto Olmedo interpreta a un empleado tímido que habita con su familia en una casa moderna, con teléfono, televisión y una empleada para los quehaceres domésticos, pero a una cuadra del pavimento. Su fama repentina lo confronta con las aspiraciones de su esposa, que desprecia el barrio.

Por Germán Ferrari

 

“¿Les gustó la película?”, pregunta Eugenio Carcafat, el protagonista de El hombre del año, mirando a la cámara. Como si adivinara la respuesta del público, al grito de “yo no tengo la culpa”, se escapa de la escena, entre árboles y yuyos de un paraje deshabitado. El histrionismo del cómico Alberto Olmedo no alcanzó para sostener la comedia.

Eugenio (45 años, porteño) es un jefe de sección de una empresa farmacéutica. Su trabajo le permite mantener a su familia –esposa, hija, hijo y suegro, además de una empleada para los quehaceres domésticos– y disfrutar de los privilegios de la clase media argentina de principios de la década del setenta del siglo pasado. Cada tanto, suma algunos pesos extra como grupí de su amigo, un vendedor ambulante que no puede escapar de la ilegalidad. 

Captura: YouTube

Un accidente en una escalera mecánica del subte mientras huía de un inspector porteño lo lleva al hospital, donde los médicos descubren que tiene ¡¡¡dos corazones!!! A partir de ese momento, comienza a sufrir sus 15 minutos de fama. La prensa lo persigue, la familia quiere sacar provecho económico de su anómala condición, la televisión lo invita a contar su historia en un popular programa, el dueño del laboratorio en el que trabaja ve en él una oportunidad para incrementar las ventas de sus productos, la publicidad lo convierte en una estrella. No puede tomar un café con su amigo en un bar sin ser reconocido. Y queda atrapado entre un capo mafia italiano y un científico alemán que desean apoderarse de su doble órgano.

El film, dirigido por Kurt Land y estrenado en 1970, está basado en un guión escrito por Nicolás Sarquís y Jordán de la Cazuela a partir de la obra teatral El señor Donat se niega a morir, de Bela Kollar. La trama aprovecha el impacto del primer trasplante de corazón realizado tres años antes por Christiaan Barnard y los posteriores avances en la materia, a tal punto que el nombre del médico sudafricano es usado para el personaje de un cirujano estrambótico al servicio de la mafia.

 

 

Matrimonio a la argentina

“Alguien preguntó por qué hicieron esta ciudad tan lejos del resto del mundo.” Una voz masculina en off abre El hombre del año. No hace falta aclarar que “esta ciudad” es Buenos Aires. Las imágenes que se suceden lo confirman. Algunas permiten una identificación fácil; otras no tanto: el tránsito, los taxis porteños, las marquesinas de los cines de Lavalle, las tribunas repletas de un estadio (¿River?), un mercado, una pizzería, un restaurante, un kiosco, una plaza, vendedores ambulantes…  

La primera escena transcurre en la Plaza del Congreso. Simón (Javier Portales) se instala junto con su ayudante, que lleva a la “víbora sicodélica” Carmela (¿?), para vender pelapapas a metros del por entonces inutilizado Palacio Legislativo (eran tiempos de la dictadura del general Roberto Levingston), sin el permiso municipal correspondiente. Allí aparece Eugenio para hacer su rutina de compra falsa y poco después padece el accidente, en la escalera mecánica de la estación Congreso de la Línea A de subtes.

La trama porteña se quiebra cuando Irene (Olga Zubarry), la esposa del “hombre de los dos corazones”, le lanza a su marido recién llegado del hospital, alterado por la cantidad de gente que lo esperaba en la puerta de su casa: “Eso te pasa por vivir en Lanús”. El reproche no se entiende bien, pero puede intuirse qué esconde. La respuesta es inmediata: “¡¿Pero qué Lanús?! Estamos a una cuadra del pavimento y con teléfono. ¿Qué querés? ¿Te sentís bacana hoy?”. La casa es grande, con comodidades/lujos: televisor, un amplio living-comedor, una mucama (“mucamita” es la palabra usada en la película para presentarla…).

Buenos Aires queda lejos del mundo, según la expresión deslizada en el comienzo del film, pero hay una lejanía mayor, en boca de Irene: la de Lanús con respecto a un espacio central, no mencionado, pero que se sobreentiende. Es una distancia geográfica y social (no se puede ser “bacana” y vivir en la periferia).

El conflicto matrimonial se hace explícito. Irene no quiere vivir en ese barrio, está incómoda, aspira a otra cosa y extiende la necesidad a otros miembros de la familia: la hija termina el secundario y necesita un auto para “ir a la Facultad”. Su futuro es la Psicología. Queda implícito que la carrera se sigue en la UBA. “Tu egoísmo y tus estupideces nos tienen así, viviendo en Lanús”, insiste Irene. La burla de Eugenio es instantánea: “¡Ay, la reina…!”.

Eugenio no cuestiona su lugar en el mundo. Sabemos que nació en la Capital, pero vive en Lanús. Si tiene que tomar un taxi –una situación que aparece varias veces en la película–, lo hace sin problemas (por entonces, ese medio de transporte era un lujo para gran parte de la población. Y más si debía cruzar de Capital a Provincia).

Hay dos escenas en las que Lanús es identificable. En una, Eugenio y Simón toman un café en la confitería El Clavel, que estaba ubicada en la avenida Hipólito Yrigoyen y Piñeiro, frente a la estación de Lanús (hoy hay una casa de telefonía celular). En la siguiente, Eugenio cruza corriendo la avenida al ser reconocido por la gente. La dársena y el refugio de los colectivos dominan el plano.

Confitería El Clavel. Captura: YouTube

Los fantasmas de Fidel y Perón

El avance absurdo de la historia hace que el hijo de Eugenio, de unos diez años, esté secuestrado en el “aguantadero de Pepe Bombardino”, quien pretende los dos corazones del protagonista para que sean trasplantados al capo mafia. Acosado por la prensa, Eugenio miente y dice que el pequeño pasa unas vacaciones con amigos en el Tigre. Para destrabar la situación, los secuestradores citan a la familia en el camino a El Cazador, en el partido de Escobar. 

En otra escena el chico secuestrado llama por teléfono a su casa y habla con su abuelo y su madre. Su única preocupación es saber cómo salió Excursionistas. ¿Por qué le interesaba el resultado de Excursionistas a un chico de Lanús? ¿Era hincha de ese club porteño del Bajo Belgrano que por entonces peleaba por ascender a Primera División? Hubiera sido más creíble que se interesara por Lanús, Talleres o El Porvenir.

Los enredos inverosímiles se suceden y a esta altura la comedia se desdibuja tanto que ni la salva una payasada de Eugenio –“aquí comisaría de Lanús”, se burla ante una comunicación de los mafiosos– ni de Don Berto (Fidel Pintos), el chanta de su suegro que montó una oficina para hacer negocios con la imagen del flamante famoso. Y menos la aceleración de la velocidad de las imágenes, un recurso que podía ser gracioso en tiempos del cine mudo y que inexplicablemente se seguía usando más de medio siglo después.

Avenida Hipólito Yrigoyen. Captura: YouTube

Como es fácil suponer, El hombre del año transita por un camino sencillo, despejado de alusiones políticas. Sin embargo, hay dos escenas en las que se tuerce la aparente ingenuidad de la obra. 

En la primera, Eugenio es instigado por Simón a escaparse para no caer en manos de los mafiosos. En ese momento, imagina que se sube a un avión y que el asiento de adelante está ocupado por un hombre de barba. “Ay, no… A ver si este barbeta me lleva a Cuba”.

En la otra, los mafiosos se niegan a donar sus corazones (es decir, a morir) para salvar al líder de la banda. Ante la acusación de “cobardes” por parte del lugarteniente, todos repiten: “¡La vida por el jefe!”. Es inevitable trazar comparaciones y enlazar ese pasaje con el clima de la época. El grito golpea contra “¡La vida por Perón!” y el remanido paralelismo entre “mafia” y “peronismo” queda expuesto para alimentar el imaginario reaccionario.


 

Germán Ferrari es profesor de Periodismo Gráfico y Taller de Periodismo Gráfico en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora (UNLZ). Edita el Suplemento Universidad del diario Página/12. Sus últimos libros son Osvaldo Bayer. El rebelde esperanzado (2018),  Pablo Rojas Paz va a la cancha. Las crónicas futbolísticas de «El Negro de la Tribuna» (2020) y Raúl González Tuñón periodista (en prensa).