Un día cualquiera, algo cambia. Adentro de la familia. Y afuera. En la casa y en la calle. La infancia empieza a quedar atrás, con Papá Noel, las mentiras y todo lo que antes se podía comprar. Por delante, todo. Lo que puede ofrecer. Un país que se cae a pedazos. 

Por Leandro Alba

De pibe, cada vez que iba al supermercado, me perdía. No había visita en la que el futuro de mi paradero no dependiera de aquella voz latosa y anónima. Esa que anunciaba: “Familia Alba, por favor, presentarse en la mesa de entrada. Familia Alba, por favor, presentarse en mesa de entrada, gracias”. Y como en todas las historias hay un “pero”, no voy a contarles sobre alguno de esos episodios. Aquí voy a contarles sobre el día en que se perdió mi viejo.

Durante mi niñez, a decir verdad, hacer las compras con mi familia no era algo que me preocupara. Quiero decir, en nuestro barrio, en Haedo, sólo había que caminar los menos de cien metros que nos separaban del almacén de Don Carlos. Llegar era lo de menos, pero había que bancarse el humor del viejo. Así que era necesario cumplir con dos consignas centrales si el cliente quería salir ileso de aquella operación. Por un lado, llevar cambio. Fundamental. Y, por el otro, no ser insistente al momento de aplaudir para que el viejo salga. Si abría la puerta del negocio engominado y con un tango de fondo, todo estaba bien. El tema era cuando arrugaba los labios mientras miraba con ojos de siesta. Ahí, créanme, había un problema. Esa cara era la negativa anticipada a la pregunta obligada que mi mamá me mandaba repetir, una y otra vez, frente al viejo: ¿No me puede anotar esto, Don?

Después, empezamos a ir a los Supermercados Su. Y ahí, lectores, lectoras, ahí empezó mi drama. Como les dije, no había vez que no me perdiera. Ya al entrar, lo hacía contrariado por ese juego de palabras que me interpelaba. ¿Acaso SU era por La Su? ¿O porque, efectivamente, buscaban, con la primera sílaba, interpelar a los que compraban: “Su supermercado”? Así que, en ese mar de dudas, avanzaba hacia mi triste destino como si fuese una vaca en un camión jaula cuyo final será el matadero. No podía hacer otra cosa que quedarme en las góndolas mirando todo eso que no me podían comprar, porque no se podía y punto. Hasta que, al observar a los costados, comprobaba que me había quedado solo. Con los años me convertí en una especie de especialista en perderme. Solo me quedo parado en un lugar. Y espero que las cosas se muevan. Antes, cuando eso ocurría, en los supermercados SU, por ejemplo, lloraba. Hoy, no tanto.

Todo empeoró cuando empezamos a ir a los supermercados más grandes. Mis viejos, me acuerdo, se pasaban horas mirando las revistas de las tiendas. Mi viejo anotaba, con una caligrafía perfecta; destreza heredada de sus dibujos técnicos, cuáles eran las ofertas y, después, llevaba aquel papel al supermercado y no apartaba la vista de la hoja al igual que lo hacía con la guía T cuando todavía podíamos subirnos al Renault 9 para ir a la casa de la abuela Pocha, en la Costa.

Lo que les voy a contar pasó en Carrefour de San Justo, cuando parecía que aquel karma no iba a seguir molestando a mi familia. Recuerdo haber entrado y quedarme pensando en lo alto que estaba el techo. La mercadería, en ese entonces, se ponía también por encima de las góndolas. Estaban muy altas y era la comprobación de que, por más que quisiéramos, por más que lo deseáramos con mucho entusiasmo, había cosas a las que nunca íbamos a llegar. 

Antes de esa visita, como le comenté, podía pasar horas en el sector de juguetes. Además, en los veranos, todo se ponía más entretenido porque llegaban productos de los más variados. En los veranos, también, todo se ponía más áspero para aquellos que recibíamos como respuesta, cada vez que demandábamos algo de eso, que no se podía y punto. Más de una vez pensé el chafarme uno. Chafar decíamos en esa época con mis amigos. No decíamos robar, no sé por qué. Creo que, de algún modo, era nuestra forma de correr el eje para contar algo que no podíamos contar pero queríamos contar. No decíamos robar. El juguete que más me gustaba, el que más se llevaba las ambiciones por metérmelo en el pantalón y correr hasta la parada del 242 para ir a casa era, como no podía ser de otro modo, era un muñeco del Caballero de la Noche. Sí, de Batman. Batman fue el superhéroe que más me gustó, siempre. Lo que siempre me atrajo de él fue que, de alguna forma, el tipo se hizo solo. Es decir: se hizo. Tiene más vínculo con Robin Hood que con Superman. Antes de debatir sobre el fin y los medios, entra donde sea, se lleva el botín y a otra cosa. Y luego. Bueno, y luego lo que viene luego en cada capítulo. En el medio, el debate sobre el melodrama: el bien y el mal, se complejiza. ¿Hay buenos enteramente buenos? ¿Hay malos enteramente malos? ¿qué es el bien cuando todo está mal?

En un sentido estrictamente sartreano, Batman hizo lo que él quiso con aquello que los demás habían hecho con él. Es más, si se me permite, es Bruce Wayne la farsa. Y no Batman. Porque cuando sale a la calle como Wayne, hace todo lo que la sociedad le exige. Dicho en otras palabras, consume eso que los mortales no llegamos a alcanzar en las góndolas de los supermercados. Y no porque pueda volar, porque, de hecho, no puede. Lo consigue porque es parte de la aristocracia de Ciudad Gótica. Pero eso, sabemos, es parte de una puesta en escena. Él, en realidad, no hace más que contar las horas para irse. Para meterse en su cueva, bajo su casa. En pocas palabras: para perderse. Porque perderse, a veces, es encontrarse.

Y eso mismo pensaba cuando miraba ese muñeco, que quería perderme con él. Chafarlo y esperar el 242 para ir hasta mi baticueva que, por esos años, compartía con mi hermano.

El día en que se perdió mi viejo solo pasé unos minutos frente al muñeco. Y seguí de largo. Hoy sé, fue una manera de despedirme hacia los demás. Para el afuera. Y, también, un modo de confirmar cuánto lo seguía deseando. Por dentro. 

Estaba aquella despedida interna que se había extendido más de la cuenta, porque ya estábamos con mi vieja a la altura de los electrodomésticos que, como sabemos, hay que pasar rápido porque no se puede y punto, cuando mi vieja reparó en la ausencia de mi viejo. Yo miraba un televisor enorme. Me lo imaginaba en el centro de mi baticueva. Empezaban a llegar unos que no eran taaan armatoste como el que teníamos en casa. Es más, de hecho, un amigo, que después se cambió de escuela y dejó de usar uniforme, tenía uno. Las imágenes eran más claras. Y todo lo que se veía parecía una película. Al menos para mí. Lo curioso es que no me habían llamado la atención las imágenes. Lo que despertó mi interés fueron los ruidos. Los estruendos. Los llantos. Y, por sobre todo, los gritos. Porque los gritos, definitivamente, no eran los de las películas. No. Nadie decía, caramba, o rayos y centellas. Chorros. Decían. Que se vayan. Todos. Que no quede. Ni uno solo.

-¿Y tu papá?

– …

-A mí, Leandro, prestame atención a mí… Y dejá de pensar en ese juguete porque estás bastante grande ya. Y no se puede. No se puede y punto. 

Así que, como les decía, el día en que se perdió mi viejo fue mi vieja la que reparó en eso. Y, también, la que me recordó que ese verano había cumplido doce años y me adelantó lo que, poco a poco, había empezado a pasar. Empezaba a perder mi interés por esos juguetes. Salvo por él. De algún modo, también era como Bruce Wayne. Por fuera empezaba a mostrarme adulto. Mientras que, por dentro, soy este que escribe.

Familia Alba, por favor presentarse en la mesa de entrada. 

La voz latosa y anónima resolvió el misterio con la misma velocidad en la que se llevó nuestra atención.

“Familia Alba, por favor, presentarse en mesa de entrada, gracias”.

-Tavyrón– puteó por la bajo, en guaraní, mi vieja con una sonrisa y un gesto de, supe después, complicidad. 

Cuando llegamos a la mesa de entrada, mi viejo, sentado en un banco, se sostenía la cara con ambas manos y tenía los codos apoyados en la tapa de madera. Parecía un chico esperando la merienda. Debo decir que yo no lo reconocí de inmediato. Todavía me costaba identificarlo sin su uniforme de trabajo. Sin esa campera enorme, sin el pantalón de overol y los zapatos reforzados. Sin uniforme, mi viejo era otro. De hecho, me gustaba más cómo era así, cuando estaba más tiempo en casa, cuando no tenía trabajo. Porque hacía cosas que nunca me hubiese imaginado verlo hacer, como llevarme a la escuela, enseñarme a andar en bicicleta, churros con dulce de leche arriba porque nunca aprendimos cómo ponerle adentro y, desde luego, lo que hizo ese día en que se perdió. 

En un primer momento, puse atención al sitio en que se dirigían los ojos de mi viejo. La tele. Desde luego. A esa edad, sentía que todas las historias que valían la pena pasaban por ahí. Gritos. Lo mismo de antes. Los mismos que se repetían de forma insistente. Chorros. Chorros, chorros. Devuelvan. Los ahorros. 

Mi viejo se puso de pie. Y yo lo alcancé a ver. Estaba de pie, ahí estaba parado. Como mi viejo. El Caballero de la Noche parecía observarme a mí, parecía mirarme. Como se mira a alguien luego de mucho tiempo sin verse. Ahí estábamos, sin cartones, sin plásticos ni envoltorios que mediara nuestros cuerpos. Apenas unos metros nos separaban. Un salto. Un supersalto. 

Recuerdo que, ni bien aparecimos en escena con mi vieja, unos tipos de seguridad le dieron su documento. Quien se lo entregó sonreía de un chiste que parecía saber él y sus amigos,  porque ni mi vieja ni yo mostramos los dientes. Mucho menos mi viejo. Y aquella situación, tan rara, tan poco frecuente. Tan disruptiva. Solo se podía explicar por un hecho igual de raro, de poco frecuente. Y disruptivo. Uno que sea tan así que, al momento de encontrarnos, hiciera que nadie pregunte nada. Ni por la vergüenza de mi padre, ni por su desaparición, de un momento a otro, en el supermercado. Ni esa aparición abrupta con la gente de seguridad, ni de esos tipos que nos acompañaron hasta la calle.  

Cuando salimos, algo me resultó todavía más raro. Raro para mí, claro. Había móviles y cámaras de televisión por todos lados. Todos apuntaban contra un grupo de personas, no debían ser más que diez, recuerdo. Recuerdo sus palabras. Sus gritos. Recuerdo a la policía empujándolos. Insultándolos. Con rabia. Como si, en realidad, los enemigos fueran ellos. Como si, en realidad, existieran enemigos. Y recuerdo, por sobre todo, a mi viejo. Mirando esa escena. Esa especie de imagen velada caminando, que era mi viejo, sin su ropa de trabajo. Y yo con el estómago revuelto por el miedo de los gritos, pero también el duelo de saber que se había escapado la última oportunidad de tener mi Batman, solo tenía un consuelo. Recuerdo haber pensado que, en realidad, nunca me perdí en los supermercados. Tal vez, me asustaba, sí. Y me iba. Directo a la mesa de entrada. A la voz latosa y anónima, y, a la vez, familiar para mí. Pero mi viejo siempre supo dónde estaba, qué hacía y, por sobre todo, qué era lo que quería. Ese día también aprendí que no todos los superhéroes usan uniforme.