La política argentina tiene su propia jerga. A fuerza de hábito o impostura, cosas o prácticas pasaron a ser designadas con palabras. Buena parte de ellas se volvieron de uso cotidiano, tal vez más en la militancia que en la dirigencia: por ejemplo, se puede llegar a escuchar que hay orgas con derpo, fierros y aparato. A veces, esa jerga precisa una traducción para el ciudadano de a pie: que haya orgas con derpo y fierros significa que existen agrupaciones que tienen poder y cuentan con recursos (partidarios o estatales).

La jerga política también tiene palabras para designar lo que los politólogos definen como instituciones: gobernas, rosca… Probablemente la rosca sea el concepto más estirado: vilipendiado por puristas como fetichizado por realpolitikeros, se usa más de lo debido e incluye a veces situaciones que tienen que ver más con un séquito o el fragoteo. Los que están en el asunto, sin embargo, están en otra. No la nombran ni adornan. En suma, podemos comenzar a decir que la rosca es aquello que no se nombra pero aparece a los ojos del buen observador.

La rosca es el palacio: se hace en el Congreso, se hace en el Ministerio del Interior; en la UCR se rosquea siempre y en Matheu 130 (la sede del Partido Justicialista) cada dos años. También se rosquea en el Conurbano Bonaerense. Por todo eso hay que ir al hueso: ¿qué se entiende por rosca? ¿Qué es lo que se rosquea en el Gran Buenos Aires? ¿Dónde se hace? ¿Es el rosquero una especie en peligro de extinción?

“Reivindico la rosca”

La frase fue inmortalizada por Emilio Monzó cuando fue reelecto presidente de la Cámara de Diputados el año pasado: lo homologaron los principales bloques parlamentarios por apostar a la confianza y a los acuerdos, aunque en la mayoría de los casos hayan sido para avanzar con leyes que desordenaron la vida de los argentinos. Monzó, al comando hoy de una disidencia al interior de Juntos por el Cambio, sostuvo en su oda que los acuerdos no se generan “por las redes sino de manera personal”. ¿Por qué traer esta declaración? Porque tiene algunos de los elementos que definen a la rosca.

“El grado cero de la política son las relaciones interpersonales. La rosca, en el buen sentido de la palabra, es la utilización de esas relaciones con un fin determinado”, define un histórico dirigente peronista avezado en este arte. Luis Tonelli va en el mismo sentido: habla de una dimensión horizontal, de intercambio y solidaridad de la clase política “muchas veces expresada en un consenso nocturno”, ironiza. Raúl Mazzeo fue dirigente de los empleados municipales y concejal de Tres de Febrero; para él se trata de algo que es como el trabajo de una máquina tejedora “que une hilo por hilo, de diferentes texturas, grosores y colores, hasta crear un tapiz”.

Vista desde afuera, la rosca es endiosada o despreciada. La reseña del libro de Mariana Gené La Rosca Política explica mejor el desprecio: “en la Argentina, la ‘rosca política’ tiene mala fama. Para la ciudadanía y los medios, es sinónimo de negociaciones en las sombras y al borde de la legalidad, de un toma y daca que está en las antípodas de las convicciones y el interés general”. Desde adentro de ese baile hay menos juicio de valor, por eso hay que repasar algunas de sus características.

En primer lugar, el hecho de que es individual. “Uno nunca rosquea con otros. Rosquea con otro que representa a otros”, definió un militante formado en el cafierismo. Una segunda característica es que pivotea alrededor de la confianza. “En términos técnicos, es como la trust (colaboración) en las teorías del capital humano. Reduce los costos de transacción”, dice Tonelli. La tercera característica es una especie de asepsia valorativa. Mazzeo no comparte las lecturas despectivas (las que creen que hay una negociación sombría y desideologizada) porque asocia a la rosca con la ética weberiana de la responsabilidad: “es estrictamente la moral de los resultados, busca el resultado concreto. Ahí no hay un dilema weberiano”, cierra.

¿Qué se rosquea en el Gran Buenos Aires?

La rosca es el palacio, se dijo. Es el intercambio entre actores que gira alrededor de la confianza y que apunta a la consecución de resultados, independientemente de los juicios morales. En la política nacional, sus ámbitos más representativos son el Congreso y el Ministerio del Interior: el federalismo argentino hace que el estado nacional negocie políticas públicas con los gobernadores a cambio de votos.

Si la rosca es el palacio, la rosca del Conurbano son decenas de palacios municipales. Es el mismo intercambio, solo que entre actores a escala local: reemplacemos al poder ejecutivo nacional por un intendente cualquiera, a un gobernador por un dirigente local aliado u opositor, a un diputado nacional por un concejal. Hagamos un reemplazo de ámbitos: el concejo deliberante en lugar del Congreso, en vez del estado nacional la proximidad del primer mostrador que es el municipio.

«Si la rosca es el palacio, la rosca del Conurbano son decenas de palacios municipales.»

Entonces, ¿qué se rosquea en un municipio del Gran Buenos Aires? Los asuntos que tengan que ver con cualquier tema que movilice a la ciudad: “eso es tan abarcativo que va desde la elección en una sociedad de fomento hasta la aprobación de un plano”, sostiene un experimentado dirigente del peronismo de San Fernando. Listemos a grandes rasgos: se rosquea la implementación de políticas públicas, el desarrollo o avance de obra (sobre todo la que le convenga al ejecutivo), en el concejo deliberante se rosquean ordenanzas (su sanción o modificación), el temario de las sesiones y la conformación del cuerpo, desde las comisiones hasta las autoridades.

En términos electorales la rosca sí puede ser opaca: va desde el daca de recursos o cargos municipales a cambio de tibieza en la oposición al financiamiento de listas para fragmentar la oposición. Mucho de eso se condensa cada dos años en el mes de junio: por eso “un cierre de listas es un juego de tensiones y ansiedades, quizás el mejor” afirma con picardía el peronista sanfernandino.

¿Dónde se rosquea?

Parte del fetiche con que se representa la rosca es que la misma se hace en lugares que aseguran su carácter sombrío o subterráneo. Según esta imagen, algunos cafés o bares son los principales teatros donde se escenifican estas relaciones de intercambio y solidaridad entre la clase política. Son los lugares en donde se macera un asunto que se define en el palacio: un acuerdo, una medida, un garrochazo o lo que el lector se imagine.

Algo de cierto hay en eso y es el uso del verbo escenificar: solo se ve en situación de rosca a quien quiere ser visto. El fetiche se completa si se piensa en bares como el Florida Garden, pero si vamos al conurbano, en donde sobrevive aún una cultura de pago chico en donde se conocen todos, el efecto buscado es quizás mayor: que el espectador se pregunte “¿en qué andarán esos dos?”.

Lo que no es del todo cierto es que cafés o bares sean los escenarios exclusivos. En primer lugar, porque la etnografía política tiene puntos ciegos: hay reuniones, casualmente las más importantes o definitorias, de las que nunca sabremos porque son cenas o asados en domicilios privados. Esas sí que no se pueden ver. En segundo lugar, por razones operativas: un lugar de paso como una estación de servicio es apropiado para cocinar en veinte minutos una rosca.

Hechas las aclaraciones, vale la pena mencionar algunos lugares en donde se hace de veras esto que se describió (también se invita al lector a que complete el listado): el Tokio en San Justo, el Café Dalí en Lomas de Zamora, el 25 de Mayo en San Miguel o Pompeii en San Fernando. En aquel distrito hay dos estaciones de servicio que entran en este grupo: la Shell de Avellaneda y La 5 y la estación de servicio que hoy se llama Del Valle, en 202 y Las Tropas.

En otros distritos hay más de un lugar: el Bar Plaza o el Restaurante Urbión en San Martín; La Rueda o Adela’s en Caseros; La Bicicleta, La Farola o El Gato Negro en San Isidro. En Lanús parecían tener predilección por las pizzerías: una concejala mandato cumplido citaba a sus partenaires en Las Palmas o en El Campeón de la Pizza. En el pasado, en Quilmes solía hacerse este arte en lugares como Korner o Pertutti.

¿El rosquero es una especie en extinción?

La respuesta es no. De un modo perezoso podríamos terminar la nota, pero lo dicho tiene que ser justificado. Uno de los saldos de las elecciones pasadas es que el Frente de Todos fue más reivindicador de la rosca que Monzó: Alberto Fernández y Cristina Kirchner, las provincias con la santiagueña Abdala de Zamora presidenta provisional del Senado y el formoseño Mayans al frente del bloque oficialista en la Cámara Alta; la aldea bonaerense con Sergio Massa al frente de Diputados y Máximo Kirchner haciendo lo suyo en el bloque todista. Hacia abajo la rosca se replicó en el Gran Buenos Aires: botones de muestra fueron las reválidas de Julio Zamora en Tigre y Ariel Sujarchuk en Escobar o los batacazos de Federico Achával en Pilar y Mayra Mendoza en Quilmes.

La rosca está amenazada por dos ideas: en primer lugar, por una gestión “que cree que todo se resuelve con un algoritmo y una matriz insumo-producto”. En segundo, por esa idea “de que con big data se sabe que quiere la ‘gente’ y se le puede responder sin intermediarios (o sea, sin negociación)”.

Luis Tonelli

El matiz que hay que introducir tiene que ver con una suerte de cultura de la rosca. ¿Se puede perder? La respuesta es sí, aunque a esa amenaza no hay que tomársela demasiado en serio porque la autoproclamada nueva política, para Tonelli, no es otra cosa que la vieja y peluda política, “solo que se van a dormir más temprano, con los colaterales en el incremento de los costos transaccionales”. El politólogo cree que la rosca está amenazada por dos ideas: en primer lugar, por una gestión “que cree que todo se resuelve con un algoritmo y una matriz insumo-producto”. En segundo, por esa idea “de que con big data se sabe que quiere la ‘gente’ y se le puede responder sin intermediarios (o sea, sin negociación)”.

La rosca goza (todavía) de buena salud pero es necesario cerrar este artículo con una reflexión tan vieja como la política: la relación entre medios y fines. Sobre todo la discusión sobre los fines. Si bien no hay que impugnar a la rosca como medio, tampoco hay que perder de vista los fines a los que ella sirve. Caso contrario, el pragmatismo se deformaría en oportunismo y el arte de la rosca en un fetiche.