A raíz del crimen de Roberto Sabo en un intento de robo en Ramos Mejía, y las consecuencias sociales y políticas que sobrevinieron a ese asesinato, el autor reflexiona en esta nota sobre el plus de violencia que se evidencia en el delito callejero, el rol de la Justicia y las fuerzas de seguridad y sus limitaciones para pensar respuestas superadoras y las protestas vecinales que muestran una tendencia a buscar soluciones de primera mano que, muchas veces, sólo acrecientan las violencias. Una sucesión de preguntas incómodas que, advierte, “conviene tomarlas en serio antes que la bola de nieve siga haciéndose cada vez más grande”.
Por Esteban Rodríguez Alzueta
En las últimas horas, circularon tres noticias por los medios de comunicación de todo el país. Tres noticias en una sola: la muerte de un kiosquero en un robo violento; las declaraciones del ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, quien dijo que “no era un problema policial”; y la protesta de los vecinos indignados frente a la comisaría ubicada a tres cuadras del lugar del crimen. Tres noticias de tres secciones distintas -Policiales, Política y Sociedad- embutidas en la misma tapa del diario.
Roberto Sabo, un hombre 48 años, fue asesinado de seis disparos alrededor de las 14 del domingo pasado, en la localidad de Ramos Mejía, en La Matanza, provincia de Buenos Aires. Por el hecho, fueron detenidas dos personas. Una de ellas, una adolescente de 15 años, y el otro, un joven varón de 29 años. No vamos a referirnos a este caso puntual, porque de ello se encargará la Justicia. Pero sí de las preguntas que conviene hacerse a tiempo.
El de Sabo es otro homicidio en ocasión de robo. Hace rato que los delitos contra la propiedad tienen un plus de violencia que excede la violencia instrumental, una violencia desproporcionada, que no guarda relación con la finalidad que se persigue en los hechos en cuestión. Esa violencia desmedida –que, a veces, puede costarle la vida a la víctima del robo, y otras, se traduce en lesiones y otro tipo de secuelas subjetivas (miedos, angustias, preocupación)- es una violencia que pide ser desentrañada y hay que hacerlo sin contarse cuentos.
El Indio Solari tiene una estrofa en una canción, El callejón de los milagros, que se acerca bastante a lo que queremos sugerir acá: “Esos pibes no sienten nada / No sienten que se pueden morir / y nada por vos”. ¿Cuánta de la violencia agregada a estos delitos callejeros está asociada a la rabia y el resentimiento, es decir, a la falta de reconocimiento y la cultura de la dureza que componen para hacer frente a las humillaciones diarias?
Los delitos tienen una dimensión emotiva que conviene no subestimar, no para romantizarlos y mucho menos demonizarlos, sino para comprender las transformaciones de las violencias contemporáneas. Hablamos de delitos callejeros, cometidos “al voleo”, por jóvenes que se mueven por la ciudad como cazadores furtivos, aprovechando las oportunidades que se les van presentando. No sólo se caracterizan por el repentismo a la hora de decidir la victimización y la falta de planificación, sino, a veces, por el ensañamiento.
Son delitos que ya no pueden comprenderse apelando a la racionalidad de sus protagonistas (a la ecuación costo-beneficio), pero tampoco reponiendo las condiciones estructurales: la pobreza, la desigualdad, la desorganización y la fragmentación social. Hay una dimensión emotiva que deberíamos empezar a mirar con más detenimiento, no sólo para tratar de comprender la particularidad que tienen estos delitos, sino, sobre todo, para imaginar respuestas creativas que colaboren en desactivar el odio que representan. Odio, dicho sea de paso, que no es patrimonio de estos jóvenes, sino que se está convirtiendo en una moneda de circulación nacional.
Hablamos de delitos hechos de resentimiento y muchas humillaciones que llegan de todos lados: a veces, con los estigmas que los empresarios morales le endosan al piberío, y otras, con el hostigamiento policial del que suelen ser objeto regularmente los jóvenes que viven en barrios pobres y tienen determinados estilos de vida y pautas de consumo (visten ropa deportiva y andan con capucha o gorrita). Más aún, en algunas ocasiones, esas pasiones tristes fueron fermentando al interior de los institutos de menores o las cárceles donde fueron a parar, a veces, preventivamente (por las dudas, como castigo anticipado) y, otras, con una sentencia negociada por ese sistema de extorsión que está reconfigurando las justicias en el país.
Por eso nos preguntamos: ¿cuánta de la violencia emotiva agregada a los delitos callejeros hoy día está asociada a las trayectorias carcelarias, a los procesos de estigmatización vecinal y a los perfiles criminales que las policías componen a través de sus rutinas violentas? No son preguntas fáciles de responder, pero conviene tomarlas en serio antes que la bola de nieve siga haciéndose cada vez más grande.
En una entrevista por radio La Red, Sergio Berni sostuvo: “Ayer [por el domingo] no fue una cuestión policial. Un agente forcejeó con el delincuente a la salida. El patrullero estaba pasando por ahí. Y se detuvo a los dos. Me hablan de prevención. ¿Qué es la prevención? -se preguntó- ¿Poner un policía en cada esquina de la provincia de Buenos Aires? Cada 100 manzanas hay 2,1 policías custodiando. Por eso se compraron los móviles. La Policía respondió”. Y agregó: “Una persona que estuvo presa del 2014 al 2020 por robo agravado sale de la cárcel sin resocialización, no hay seguimiento del Patronato de Liberados y comete el delito con un menor. Cuando sale en el 2020… ¿qué piensan que va a hacer? El delincuente se pidió un Uber, salió a recorrer con un montón de plata en la mochila para llevarse nada”.
Además de la vocación para pelearse con los funcionarios de su propio gobierno, hay que decir que Berni está equivocado, pero algo de razón tiene. Por un lado, se equivoca cuando señala la existencia de una puerta giratoria. Si pensamos el encarcelamiento con las estadísticas en la mano, nos damos cuenta de que la mitad de los presos están allí encerrados por las dudas, sin sentencia, de manera preventiva. Los pibes que delinquen, más que entrar por una puerta y salir por la otra, tienen más chances de pasar una temporada encerrados por las dudas, sin habérseles investigado los hechos que se les imputan. Más que una puerta giratoria, la Justicia es un sistema atrápalo todo.
Eso sí, Berni acierta cuando señala los límites de la prevención policial. No hay policía que alcance cuando se trata del delito callejero y predatorio. Los policías no tienen la bola de cristal para anticiparse al delito, para saber dónde y cuándo estos jóvenes van a producir el próximo atraco y, sobre todo, cuáles de todos serán violentos. La Policía siempre va a llegar tarde, es difícil atrapar infraganti a estos jóvenes protagonistas de estos delitos.
Pero Berni acierta también cuando sugiere que la Justicia llega tarde: no siempre, pero es cierto que muchas veces llega demasiado tarde. Y cuando llega temprano, es porque la sentencia fue negociada con los abogados defensores: que se hagan cargo de los hechos a cambio de una pena reducida. De esa manera, los fiscales y jueces laburan menos y mejoran sus estadísticas. Así de cínico se ha convertido nuestro sistema judicial.
De modo que puede ser que la Policía llegue tarde, pero la Justicia tiende a llegar más tarde todavía. Las sentencias se demoran y cuando se firman –si se firman-, suele ser demasiado tarde también. Se sabe: una Justicia que se demora no es justicia, es desgano, burocracia. “Demasiado tarde” significa acá desconfianza. Significa que la gente se siente cada vez más insegura, menos respaldada, menos cuidada.
Hace rato que la Justicia no tiene la vocación de reprochar los conflictos, mucho menos contribuir a generar respuestas superadoras. Los jueces se cubren y hacen la plancha. Y los fiscales ni hablar: se la pasan recostándose en las averiguaciones policiales sin dirigirlas, ni controlarlas.
Pero lo que Berni no dice cuando señala que no es un problema policial es que se trata de problemas que involucran a otras agencias del propio Estado. No hay que dejar a los jóvenes solos, mucho menos a los que cometieron estos delitos. Los pibes que pasaron por una cárcel salen con un certificado de mala conducta que los va a sustraer del mercado laboral formal. Por eso hemos dicho que la cárcel es una máquina de precarizar. “Acompañar” significa no sólo capacitarlos, sino, y sobre todo, conseguirles o darles un trabajo digno y estable.
Sólo de esa manera se podrán desalentar sus trayectorias criminales porque, después de pasar una temporada en el infierno, está visto que, algunas veces, suelen salir con más rabia y resentimiento todavía. Un resentimiento que fueron depositando en el odio y que después, cuando salgan, pondrá las cosas más difíciles para todos: no sólo para ellos, sino para nosotros también. Como hemos dicho otras veces: “Si mi vida no vale, la tuya tampoco”.
Después de semejantes hechos, la protesta de los vecinos no se iba a hacer esperar. Una protesta que luego se extendió y propaló por las redes sociales y los comentarios de los lectores en los sitios de Internet. Esa protesta no sólo era previsible, sino que tampoco es ninguna novedad. Basta mirar todas las noches Crónica TV para darse uno cuenta de que la gente se siente no sólo más insegura y desprotegida, sino más indignada. Si la Policía llega tarde, pero tampoco pueden acceder a la Justicia; si los policías se ríen o destratan a la gente, pero encima los operadores judiciales brillan por su ausencia; no tramitan sus conflictos y se comprende que empiecen a tomar las cosas con sus propias manos.
No es casual, entonces, que en los últimos años hayan aumentado los linchamientos y tentativas de linchamientos, los casos de justicia por mano propia, los escraches, los destrozos o quemas intencionadas de viviendas, las protestas en comisarías o la lapidación de policías. Todas estas formas de protesta vecinal que Crónica TV muestra en vivo y en directo todas las noches le agregan más violencia a la violencia. En todas estas protestas no está en juego la justicia, sino la seguridad. De lo que se trata es de reponer umbrales de tolerancia en los territorios. La gente no se resigna a aceptar con más angustia determinados conflictos.
Una protesta, hay que decir también, que le agrega más violencia a las violencias cotidianas. Una violencia mimética que no sólo recrea las condiciones para que los vecinos se sientan más inseguros, sino que puede llevar a escalar los conflictos a los extremos.
Termino, y lo hago con otra canción, esta vez del Pity Álvarez, que anticipa el tamaño y complejidad del ovillo en el que estamos enredados: “Hola, señor kiosquero / vengo en busca de su dinero / ponga las manos arriba / y présteme mucha atención / mi familia no tiene trabajo / y yo trabajar no quiero / por eso ponga el dinero en esta bolsa / por favor (…) Señor kiosquero, no me gusta lo que le estoy haciendo”.
*Esteban Rodríguez Alzueta es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del Laboratorio de Estudios Sociales y Culturales y de la revista Cuestiones Criminales. Además, escribió, entre otros libros, Temor y control, La máquina de la inseguridad; Vecinocracia: olfato social y linchamientos; Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil; y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
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