El reciente inicio del juicio por los delitos de lesa humanidad cometidos contra los hermanos Ramírez durante la última dictadura cívico-militar en el Hogar de Belén, de Banfield, expone la brutalidad que el Golpe también desató sobre las infancias, muchas veces con complicidad judicial. Las deudas que se tejen entre el pasado, el presente y el futuro para ejercitar la memoria.

Por Mónica Szurmuk*

 

El 4 de marzo, comenzó en La Plata el juicio por el Hogar de Belén. La responsabilidad de los nueve imputados -entre ellos, el exministro de Gobierno bonaerense Jaime Smart y el exdirector de Investigaciones de la Policía Bonaerense, Miguel Etchecolatz- incluye siete asesinatos cometidos en marzo de 1977, en el Partido de Almirante Brown, y la apropiación de los tres hijos de una de las víctimas. La imagen utilizada como referencia del caso es la de un cuadro realizado por María Ester Ramírez que reproduce a color una foto en blanco y negro de ella y sus dos hermanos, Alejandro y Carlos, cuando aún vivían con sus padres, los tres abrigaditos, los tres mirando con atención la cámara. El cuadro, como la foto que lo inspiró, es un eco vacío de un momento en la vida de esos chicos, un pasado anterior interrumpido por la violencia.

Entre 1991 y 1996, el artista visual Shimon Attie proyectó fotos de los judíos asesinados en el Holocausto sobre los edificios donde habían vivido y trabajado. Los espacios adquirían una nueva vida al ser iluminados por las figuras que habían sido violentamente extirpadas. Sin el acto de rememorar, los edificios son piezas inertes. Me he preguntado a menudo cómo sería iluminar de este modo algunas cuadras de Banfield, el barrio de mi infancia.

Juana Eva  Campero documentó geográficamente la presencia de los 317 desaparecidos de Lomas de Zamora, así como los sitios de memoria, los de falsos enfrentamientos y las monumentos realizados por barrios, utilizando Google Maps como herramienta.

En esa plataforma, las calles están marcadas por los comercios y edificios actuales. Las pequeñas siluetas que señalan a los desaparecidos en el mapa remiten a fotos en blanco y negro de víctimas directas del terrorismo de Estado. La convivencia de pasado y presente provoca un efecto de anacronismo particular. En el mapa de Juana, no figuran los chicos desaparecidos. La diversidad de violencias que la dictadura impuso sobre las infancias hace que, más que en un punto en el mapa, pudiéramos pensar en un vaso de agua desparramado.

 

Un mapa infantil

En la madrugada del 15 de marzo de 1977, Vicenta Orrego fue asesinada en el barrio San José, de Almirante Brown, frente a sus tres hijos de 5, 4 y 2 años. Cuando empezaron a ametrallar su casa, Vicenta solicitó un alto el fuego para proteger a los chicos, a quienes sacó por una ventana. Luego, salió de la casa con su bebé en brazos y un trapo blanco. Fue asesinada en el momento. La descarga de balas rozó la cabeza del chiquito, que cayó junto con su madre. Fue separado del cuerpo de ella a las patadas.

Los chicos son los únicos testigos de ese último día en la vida de Vicenta y de dos compañeros que vivieron con ellos durante esas primeras dos semanas de marzo de 1977, María Florencia Ruibal y José Luis Alvarenga, quienes fueron asesinados junto a ella. No podemos saber mucho de esas últimas semanas, últimos meses.

Vicenta y su marido, Julio Ramírez, eran paraguayos y habían vivido en el barrio Santa María de Bernal, donde habían formado una sociedad de fomento con el apoyo del cura Eliseo Morales. Tenían una vida descripta por sus amigos de esa época como agradable, marcada por los ritmos de la crianza de tres chicos muy chicos, el trabajo y la militancia social. En diciembre de 1974, Julio fue detenido. Vicenta se quedó en el barrio un tiempo más, pero para evitar el acoso policial se mudó a Villa Itatí bajo la protección del cura tercermundista José Tedeschi, conocido como padre Pepe. Hacia fines de 1976, después de la desaparición del cura, Vicenta se mudó con sus hijos a la casa de Nother y Santa Cruz, en el barrio San José, donde sería asesinada tres meses después.

Los chicos fueron abandonados en un baldío. Noche oscura, calles sin asfaltar, tres chicos solos. Una pareja de vecinos, Raúl y Otilia, los llevaron a su casa, donde pasaron una semana. Otilia fue convocada a testificar varias veces pero nunca le hicieron las preguntas que me gustaría hacerle. ¿Los chicos se despertaban de noche? ¿Lloraban mucho? ¿Hablaban de la mamá? La vi brevemente en San José un día. Estaba con su hijo. No quería hablar.

Los hermanos Ramírez - Foto: Captura Youtube El caso de los hermanos Ramírez - MPF

Los hermanos Ramírez – Foto: Captura Youtube El caso de los hermanos Ramírez – MPF

Después de una semana, Raúl llevó a los chicos al Tribunal de Menores de Lomas de Zamora y contó toda la historia. La jueza Martha Delia Pons decidió, sin embargo, caratular el caso como si fueran N.N y así se mantuvo, aún cuando la tía había ido al juzgado a solicitar la tenencia. En el momento en que Raúl dejó a los chicos allí, la historia pasó de lo clandestino a lo estatal, a lo institucional. Las instituciones estatales que debían cuidar a estos menores los victimizaban, los sometían a extrema desprotección y abuso. El delicado equilibrio de la “Justicia” en dictadura hizo que se llevaran a cabo procedimientos determinados como evaluaciones psicofísicas, que luego eran ignoradas; que se emitieran y se falsificaran documentos; que las leyes fueran usadas para el encubrimiento.

Los hermanos Ramírez fueron internados en el Hogar Leopoldo S. Pereyra de Lomas de Zamora, sin su identidad. En su novela La respiración violenta del mundo, Ángela Pradelli cuenta una historia ficcional de una chica que pasó por este hogar después de la desaparición de su madre. Pradelli imagina la subjetividad de una nena despojada de un nombre y una historia que debe acostumbrarse a vivir con una nueva identidad, con nuevos padres, y negar toda una historia afectiva y emocional anterior.

De ese hogar a donde llegaron, los hermanos Ramírez fueron retirados por dos hombres que utilizaban apodos y la identidad de uno de ellos aún no se conoce con certeza. Fueron ellos quienes llevaron a los chicos a la Casa de Belén, donde permanecieron hasta 1983, cuando la Corte Suprema de Justicia de la Provincia ordenó su restitución. Hacía años que su padre intentaba recuperarlos.

 

La Casa de Belén

El lugar que marcó la historia de los hermanos Ramírez fue fundado por el cura de la Iglesia Sagrada Familia de Nazareth en 1976 y presentado a los feligreses como una alternativa a la vida en orfanato para chicos sin familia. Antes de que los tres llegaran allí, ya se había sellado parte de su destino trágico al elegirse como padres sustitutos a Dominga Vera y Manuel Maciel, quienes ya tenían una larga historia de violencia intrafamiliar y ningún atributo que pudiera considerarse adecuado para cuidar chicos.

Si insertamos la Casa de Belén en el mapa de Juana Campero, vemos que en una ruta casi directa se podría hacer el recorrido hasta el Pozo de Banfield en 15 minutos en auto, menos de una hora caminando. La Casa de Belén es parte del recorrido del horror cuya localización más concreta en el barrio es el Pozo de Banfield. Forma parte, además, de un discurso que integra la maternidad, la infancia y los nacimientos al ciclo del terror. Recordemos que en el Pozo funcionaba una maternidad clandestina. Los chicos internados en la Casa de Belén, incluidos dentro de un orden familiar que se presentaba como mejor al que podían proveerles sus familias de origen, fueron sometidos a abusos sexuales, físicos y psicológicos espeluznantes. Algunos recuerdan visitas a la ESMA y a un lugar que podría ser el Pozo.

Casa de Belén - Foto: Captura Youtube El caso de los hermanos Ramírez - MPF

Casa de Belén – Foto: Captura Youtube El caso de los hermanos Ramírez – MPF

Los hermanos Ramírez fueron los primeros en llegar en guarda a esa casa, en 1977. Pocos meses después, se sumaron dos chicos que habían hecho un recorrido parecido. Sebastián Juárez, de 3 años, y Mabel Viviana Morel habían sido dejados con un vecino cuando sus padres fueron secuestrados de su hogar en Rafael Calzada. Después de unos días, el vecino los llevó al juzgado de Pons. A pesar de tener los datos completos de filiación de ambos chicos, y al igual que había actuado con los Ramírez, la jueza caratuló las causas como N.N y los internó en la Casa de Belén. Viviana fue entregada a su abuela ese mismo año, Sebastián fue restituido recién en mayo de 1984.

Todos los menores alojados en este lugar fueron bautizados en agosto de 1977 en la parroquia que lo administraba. En sus actas de bautismo, los tres hermanos Ramírez aparecen con su apellido y los nombres de sus padres. Sin embargo, en las tarjetas figura el apellido Maciel, con el que fueron anotados en la escuela parroquial y en el club deportivo. En la mayoría de los casos, los padrinos de los chicos eran militares y abusaron de ellos, pero es casi imposible reconstruir quiénes eran concretamente. Algunos de esos niños recuerdan ahora nombres o sobrenombres. Los adultos que son entrevistados como testigos dicen no recordar.

 

Las deudas de la democracia  

Los lugares donde transcurrieron la infancia y las vivencias del horror de los hermanos Ramírez no están marcadas en la calle, en las veredas, en las esquinas. No hay baldosa, no hay placa. Sus vidas estaban restringidas a pocas cuadras: la escuela, la parroquia, el club de barrio. Sin referencia al drama que se vivió en estos lugares, estos edificios callan la historia y muestran lo que es tristemente evidente: los niños son siempre indefensos, están siempre a merced de los adultos.

Los juicios abren estos relatos como un acordeón, miden el daño en minutos, en lugares en el cuerpo, marcan puntos en un mapa, repasan pesadillas y obsesiones. Los chicos de los cuadros de María Ester Ramírez nos miran desde ese lugar anterior, antes del daño, de la tortura, de la desprotección más brutal. Hay una deuda con ellos que es, a la vez, una responsabilidad con nuestras infancias ahora y con las que vendrán.

Foto: Agostina Invernizzi

Foto: Agostina Invernizzi

 


Foto: María Birba

Foto: María Birba

*Mónica Szurmuk es investigadora principal del CONICET y profesora en la UNSAM, donde codirige la Maestría en Literaturas de América Latina. Recibió su doctorado en Literatura Comparada en la Universidad de California y ha sido profesora e investigadora en universidades de Estados Unidos, México y Europa. Es autora de los libros “Mujeres en viaje”, “Women in Argentina”, “Early Travel Narratives” y “La vocación desmesurada: Una biografía de Alberto Gerchunoff”. Ha coeditado los libros “Memoria y ciudadanía”, “Diccionario de estudios culturales latinoamericanos” y “Sitios de la memoria: México Post ‘68”, entre otros. Actualmente, coordina el proyecto “Cartografías íntimas en comunidad”, que propone modos originales de trabajo de memoria con adolescentes en Lomas de Zamora.