Temo al cemento que oprime las vidas
De los extraños poetas que deliran
Cuando el Sol se muere contra un edificio
Sin poder tocar la extensión total

Alejandro De Michele

 

1. El primer éxito de Pedro y Pablo, pero más aún el de Sui Generis entre 1972 y 1975, produjeron la aparición de, por lo menos, dos dúos acústicos que cargaron con la comparación –y disputaron la sucesión del trono vacante. El primero fue Vivencia (Eduardo Fazio y Héctor Ayala), que había debutado en 1972, casi simultáneamente a la grabación de Vida, el primer disco de Sui Generis; pero Vivencia saltó a la fama un poco después, con su segundo disco, Mi cuarto, un buen proveedor de canciones de fogón (y no mucho más). Sus canciones eran “bonitas”, como las calificaba Juan Alberto Badía, en su programa televisivo, veinte años después. Pero incluso con las limitaciones de sus primeros temas, la potencia lírica y musical de Charly García era insuperable: y, para colmo, Sui Generis no se trataba sólo de dos guitarras aburridas –perfectas, sí, para el fogón. La comparación era insostenible.

 

Vivencia se recuerda aún por un mito: la canción “Natalia y Juan Simón” afirmaba que “Natalia y Juan Simón están presos/la ley los sorprendió/en un beso”, pero el boca a boca afirmaba que la historia correspondía a dos varones, Natalio y Juan Simón, por lo que habría sufrido la censura setentista. Suena extraño: el disco era de 1973, posiblemente el año menos censurado desde 1810 hasta el retorno democrático de 1983. Horacio Esber, en el sitio LiterariaPandora.com, cuenta que “Héctor Ayala desmentiría esa versión: afirmó que esa situación la había vivido con su novia en una sucursal del Banco Provincia de Buenos Aires cuando se besaban, y un policía los amenazó con meterlos presos si continuaban haciéndolo”. Es posible que haya sido lo que realmente ocurrió: la escena está, por ejemplo, en Fiebre de Primavera, de 1965, la primera película que protagoniza Palito Ortega –pero con Violeta Rivas: un bodrio con exceso–, en la que un policía (jovencísimo Javier Portales) persigue a los enamorados que se besan en los lagos de Palermo, en Buenos Aires, un día de la primavera. Como se sabe, el moralismo argentino pasaba del beso al coito con una velocidad que los mismos protagonistas desearían y envidiarían. La homosexualidad, en cambio, debería atravesar aún mucha censura y mucho dolor hasta ser incorporada al mundo de lo visible, lo decible y hasta lo deseable. (El rock argentino era, además, suficientemente machista y homofóbico como para aceptar esas insinuaciones).

El segundo dúo acústico fue Pastoral, que grabó un disco casi secreto en 1973 pero explotó en 1975, cuando lanzaron su En el hospicio, su disco más exitoso, producido por Litto Nebbia, que los acompañó con su trío musical (nada menos que Nebbia, Jorge González en el contrabajo y Rolando Astarita en la batería; y hasta Juan José Mosalini metía un bandoneón).

 

El disco es mucho mejor que cualquiera de los de Vivencia: las armonías vocales son más jugadas, y la voz de Alejandro De Michele, impresionante –la de Miguel Ángel Eurasquin acompaña con bastante más que dignidad. De todas maneras, lo más fuerte es la oscuridad de las letras, de las músicas y de la foto de tapa: el hospicio –el loquero– sólo podía significar encierro y opresión. No era una metáfora política: la cuestión de la locura era casi un lugar común en las letras roqueras, por eso de los locos y los niños diciendo la verdad y sus alrededores –“Las manos de Fermín” ya habían puesto esto en movimiento en 1969, en el primer disco de Almendra: “en el hospicio te darán/agua, sol y pan/y un ave que guarde tu nombre”.

No, no había política en Pastoral: la opresión de “Opresión natural” era, literalmente, opresión natural –“temo al cemento que oprime las vidas”. No había política en el rock, no al menos en el sentido lato y tradicional del término; la idea de un rock “resistente” e “impugnador” es más un producto de la prensa roquera posterior a la dictadura o una autopercepción de sus protagonistas –sean ellos músicos o público: alguien tenía que haber resistido y, como el lugar parecía vacante, el rock no tardó en adjudicárselo. En la reciente miniserie sobre la vida de Fito Páez, un solemne letrero anuncia, en la primera escena: “Es el tercer año de dictadura en la Argentina. Miles de personas están desaparecidas, en su mayoría jóvenes. Los artistas son perseguidos. El rock es considerado una voz de resistencia”. Algo debe fallar para que sea necesario decirlo tan explícitamente. O afirmarlo a cada rato, aún hoy.

Como dije hace un mes: la música popular –el rock nacional dentro de esa bolsa– nos permitía sentirnos resistentes, porque cantábamos canciones que nos dejaban en paz con nuestras conciencias y porque íbamos a recitales en los que, desde 1982 en adelante, cantábamos invariablemente “se va a acabar/la dictadura militar”. Pero no porque esos artistas fueran especialmente decisivos en la resistencia a la dictadura. El problema es, quizás, mucho más amplio y no lo hemos encarado con suficiente lucidez hasta hoy: a qué llamamos resistente y, por ende, a qué llamamos colaboracionista, y a qué llamamos indiferente.

Pastoral no era ninguna de las tres cosas: eran buenos músicos, con limitaciones. De Michele era un buen letrista, un poco obsesionado con las metáforas oscuras, la locura, la muerte, la ciudad como opresión. No sé hasta qué punto lo obsesionaba la velocidad, pero el pobre se comió un árbol una noche yendo a gran velocidad con su auto por la zona de Palermo y se mató, el 20 de mayo de 1983, hace cuarenta años. Una semana más tarde, la compilación Todo Pastoral estaba entre los discos más vendidos. Como argumento de ventas era un poco exagerado: ¿era necesario matarse para conseguir un éxito?

 

2. Ni siquiera recuerdo el impacto de la muerte de De Michele, que se murió mucho antes que todos los demás: antes de Luca Prodan, Miguel Abuelo, Federico Moura, todos y todas los que siguen en esta lista. Fue el primer muerto de la escena roquera, fue el único que no llegó a ver la restauración democrática.

Y no lo recuerdo porque apenas una semana antes, el 14 de mayo, un comando parapolicial había secuestrado a dos militantes peronistas en un bar de Rosario; tres días más tarde, el 17, una patrulla de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, conducida por el oficial principal Luis Abelardo Patti, los encontró de casualidad cerca de Zárate, tuvieron un enfrentamiento y ambos militantes, Osvaldo Agustín Cambiaso y Eduardo Daniel Pereyra Rossi, murieron por las balas policiales. El problema fue que el secuestro había sido a plena luz del día y con testigos, y que los cuerpos presentaban marcas de torturas y de disparos a quemarropa. Sencillamente, no había habido ningún enfrentamiento: era un secuestro seguido de asesinato, una técnica que la dictadura conocía de sobra y había pulido y practicado durante siete largos años –la Triple A, no lo olvidemos, ya la había ensayado desde 1973. Como era 1983, con partidos políticos activos, elecciones convocadas y periodismo un poco desamordazado, hubo un amago de juicio en el que los policías fueron absueltos; en 2016, reabierto el caso, cuatro policías fueron condenados, entre ellos Patti, que ya estaba preso por otra causa de torturas y asesinatos ilegales, pero que también ya había sido Intendente en Escobar y diputado nacional electo. La Cámara de Diputados no lo dejó asumir, dados sus antecedentes de asesino y torturador. Era mucho, hasta para esta democracia.

(Periodismo desamordazado: lo que el periodismo mainstream no pudo esquivar –hacerse los burros– fueron las publicaciones del diario La Voz, que apareció entre 1982 y 1985. La Voz fue el producto periodístico de una alianza entre el luego gobernador catamarqueño, Vicente Leónides Saadi, de la ortodoxia justicialista, con la izquierda peronista: el financiamiento provenía de Montoneros. Saadi buscaba posicionarse en la escena nacional e incluso pelear una candidatura presidencial que, definitivamente, no era para él: tuvo que conformarse con la senaduría por su provincia. Lo cierto es que La Voz es un diario injustamente olvidado: era la lectura cotidiana de todos los militantes que atravesábamos el final de la dictadura. Como puede verse, no se andaba con medias tintas: la muerte de Cambiaso y Pereyra Rossi era un mero fusilamiento clandestino.)

 

14 de mayo de 1983: el gobierno de Bignone secuestraba, torturaba y asesinaba aún en mayo de 1983, hace cuarenta años. Apenas unas semanas antes, el 28 de abril, la dictadura había difundido su “documento final”, su versión de los crímenes de lesa humanidad que había cometido a troche y moche, instaurando un régimen de terror, desde 1976. Según ese documento, los “excesos y errores cometidos” no podían cancelar el triunfo obtenido en la “lucha contra subversión”: había habido una guerra, y en todas pasan esas cosas, lamentablemente. Al “documento final” le seguiría, meses después, la Ley de Autoamnistía. Esta era la explicación: la ley sería su consecuencia jurídica. Los asesinatos de Cambiaso y Pereyra Rossi señalaban con justeza que ese documento era un montón de mentiras: que se trataba, simplemente, de una guerra del estado nacional contra su propio pueblo, y que aún faltaba mucho por pelear.

O por resistir.

 

3. ¿Cómo se resiste en/a una dictadura? Desde la nota anterior que sigo dando vueltas como una calesita en torno de esto. Dije más arriba: el rock imaginó su resistencia. Para usar una cláusula de moda, se auto-percibió resistente, y con eso nos solucionó la vida a todos los que pasamos siete años de terror: estábamos encerrados, sí, escuchando Pastoral, Vivencia y Serú Girán –la discoteca era mucho más extensa, claro–, y sólo Malvinas, la derrota y el espanto frente la locura militar nos soltó el bozal y el pánico. Pero nuestra generación –los que estamos cumpliendo sesenta, los que terminamos el secundario con Videla– no puede jactarse de ningún heroísmo, me temo. Apenas, ir a recitales y bajar la cabeza mientras la policía te verdugueaba

Hubo, claro, algunas marcas de otras cosas. En 1979, la Comisión Nacional de los 25, un grupo de gremios encabezado por el líder cervecero Saúl Ubaldini, llamó a un Paro Nacional por 24 horas el día 27 de abril. Por supuesto, la huelga fue reprimida y todos los dirigentes terminaron presos por unos días: pero fue el inicio de una ruptura con los gremios colaboracionistas encabezados por Jorge Triaca –de infausta memoria: pactó con los militares, declaró a su favor en el Juicio a las Juntas de 1985, fue uno de los grandes operadores de la complicidad sindical con el desastre menemista y dio a luz un hijo que fue, sin haber trabajado jamás en su vida, ministro de Trabajo de Macri. En este caso, en la interna gremial, la oposición resistencia-colaboracionismo se sostiene intacta: los gremios ubaldinistas resistieron, los gremios triaquistas colaboraron. En 1981, el 7 de agosto, los 25 convocaron a una manifestación a San Cayetano con el lema Pan, Paz y Trabajo –los 7 de agosto es la celebración del Santo del trabajo–: toda manifestación estaba prohibida, pero cerca de 10.000 personas se movilizaron al santuario de Liniers acompañando la convocatoria. La policía intentó disolver las columnas cerca de Vélez, pero los manifestantes desbordaron por Rivadavia y por las calles adyacentes a la avenida Juan B. Justo.

Fue la primera movilización popular callejera contra la dictadura.

 

Yo estaba ahí.

Estaba con tres compañeras trotskistas del extinto PST, con las que habíamos comenzado a militar clandestinamente en la Facultad de Filosofía y Letras. Los y las trotskistas pueden tener muchos defectos, pero en estas situaciones nunca te dejan de a pie. Me llevaron ellas. Muerto de miedo, a escondidas de mis viejos, preguntándome todo el tiempo quién o qué me había mandado a estar allí.

Al lado nuestro, pasaron Saúl Ubaldini y Lorenzo Miguel (rodeados, claro, por varios muchachos con cara de pocos amigos). Pero estaban allí.

Y de pronto, también al lado nuestro, pasaron quince mujeres con pañuelos blancos en sus cabezas. Una de mis compañeras, no recuerdo su nombre (tengo su cara en la cabeza), me las señaló: “Esa es Hebe de Bonafini”, me dijo.

Ellas estaban allí.

Ese mismo 1981, en diciembre, estaba marchando con ellas por la Plaza de Mayo, en la primera Marcha de la Resistencia. La de veras.


Foto: Paula Ribas

Foto: Paula Ribas

Pablo Alabarces (Buenos Aires, 1961) es Licenciado en Letras (UBA), Magister en Sociología de la Cultura (IDAES-UNSAM) y Doctor en Sociología (University of Brighton, Inglaterra). Es Profesor Titular de Cultura Popular en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires e Investigador Superior del CONICET. Sus investigaciones incluyen estudios sobre música popular, culturas juveniles y culturas futbolísticas. Es considerado uno de los fundadores de la sociología del deporte latinoamericana. Entre sus libros publicados se cuentan Fútbol y Patria (2002, publicado en Alemania por Surkamp en 2010); Crónicas del aguante (2004); Hinchadas (2005); Resistencias y mediaciones. Estudios sobre cultura popular (2008, compilador); Peronistas, populistas y plebeyos (2011); Héroes, machos y patriotas. El fútbol entre la violencia y los medios (2014), que obtuvo el Segundo Premio Nacional de Ensayo Sociológico en 2018; Historia Mínima del fútbol en América Latina (2018, publicado por El Colegio de México); Pospopulares. Las culturas populares después de la hibridación (2020), publicado simultáneamente en México, Argentina y Alemania; y su flamante Un muchacho como aquel. Una historia política cantada por el Rey (2021, en colaboración con Abel Gilbert).