En esta segunda entrega para Revista Cordón, Mariana Komiseroff analiza el lugar que (no) ocupan las mujeres lesbianas en la práctica sexual en los espacios públicos.  “Aun en la actualidad, (el espacio público) es percibido por las mujeres como un lugar de disputa, donde nosotras intentamos legitimar nuestra presencia y mantenernos a salvo de la violencia cotidiana de la que somos destinatarias principales”, asegura. 

Por Mariana Komiseroff*
Fotos: Kohei Yoshiyuki

 

Mientras escribía la nota sobre cómo las teteras, baños públicos de la ciudad marcados para el sexo ocasional entre hombres, habían cambiado su función social desde la última dictadura militar hasta la actualidad, me pregunté por qué las lesbianas no tenemos la misma práctica del sexo casual en lugares públicos y llegué a la conclusión obvia de que ningún espacio es abordado de la misma manera por las mujeres.

Paul Preciado considera que el baño público funciona como “cabinas de vigilancia de género”. En el siglo XX los baños se volvieron lugares de inspección donde se evalúa la adecuación de cada cuerpo con los códigos vigentes de la masculinidad y feminidad. Existe un acuerdo tácito que permite a las mujeres de paso inspeccionar el género de cada cuerpo que ingresa al baño. “El control público de la feminidad heterosexual se ejerce primero mediante la mirada, y sólo en caso de duda mediante la palabra. Cualquier ambigüedad de género (pelo excesivamente corto, falta de maquillaje, una pelusilla que sombrea en forma de bigote, paso demasiado afirmativo…) exigirá un interrogatorio del usuario potencial que se verá obligado a justificar la coherencia de su elección de retrete”.

El urinario actúa como una prótesis de la masculinidad, como tecnología de género, ya que ayuda a orinar de pie que es una de las performances constitutivas de la masculinidad heterosexual moderna, y están ubicados en espacios abiertos a la mirada colectiva, rituales de masculinidad que funcionan como caldo de cultivo para la experimentación sexual homosexual en las teteras. Sin embargo, en baños que no cumplen esta función, la cercanía entre hombres están tácitamente prohibidos.

Mientras tanto, del otro lado de la pared, el baño de señoras funciona como un panóptico de género en el que las mujeres vigilan colectivamente su grado de feminidad heterosexual con más o menos libertad para el acercamiento físico al menos entre mujeres que se conocen. Es muy común que las mujeres entre sí se acomoden la ropa las unas a las otras, se corrijan el maquillaje provocando cercanías físicas similares a las de la práctica de la seducción.

 Las lesbianas se relacionaron durante la dictadura militar teniendo encuentros secretos en lugares privados para evitar las represalias de los militares. Las reuniones en domicilios particulares eran la forma de socialización más común.  Los varones gays de la época, además de los encuentros en departamentos o en casa en el Tigre, frecuentaban teteras. Los baños públicos para la comunidad lésbica no eran un lugar posible de socialización, ya que la vigilancia de la feminidad heterosexual no admite, y mucho menos en público, desvíos de la norma.

Investigando sobre el sexo en baños y otros espacios públicos me encontré con el fotógrafo Kohei Yoshiyuki, que en su proyecto The park fotografió a los voyeurs que miran a las parejas teniendo sexo en parque públicos de Tokio en los años ’70. Resulta que, en Japón, con una esperanza de vida cada vez mayor, los jóvenes que hasta edades más adultas viven con sus padres, la gran densidad de población, las familias multigeneracionales, las parejas casadas que viven en un espacio reducido con padres ancianos y niños, hacen que los parques para el sexo furtivo a la noche sean una alternativa práctica para las casas japonesas de paredes finas donde la privacidad escasea.

Cuando las fotografías de Yoshiyuki, casi de tamaño natural, estaban expuestas en la galería Open Eye de Liverpool, en una sala con las luces apagadas, al llegar, les daban a los espectadores una linterna para que pudieran guiarse por el espacio y observar a los personajes retratados en su hábitat natural, la oscuridad. La experiencia de metavoyeurismo logra convertir a los visitantes en espectadores ocultos.

A Yoshiyuki le parecía fascinante que los parques habitados por madres con sus hijos durante el día se convirtieran en espacios habilitados no solo para el sexo, sino también para observar esta práctica al aire libre.

Desde el 1971 a 1973 estuvo preparando el proyecto. Primero tenía que hacerles creer a los otros mirones que él era uno de ellos. Yoshiyuki solo fotografió, porque solo encontró, en los parques a parejas heterosexuales y más adelante a parejas de hombres gays, y a espectadores siempre masculinos. Cuando le preguntaron al respecto respondió que a las mujeres también puede gustarles el voyeurismo, pero son más realistas y no se arriesgan a hacer algo tan absurdo.

Las mujeres aún no hemos conquistado el espacio público. En diferentes épocas y contextos sociales e históricos, hombres y mujeres abordamos la calle de formas y con consecuencias diferentes para unos que para otras. No es real el enunciado de que el espacio público es para todos y todas. Aun en la actualidad es percibido por las mujeres como un lugar de disputa, donde nosotras intentamos legitimar nuestra presencia y mantenernos a salvo de la violencia cotidiana de la que somos destinatarias principales. 

Es interesante que en el imaginario colectivo lo público tiene significaciones opuestas para hombres y mujeres. El hombre público se identifica con el político en actividad, con el que se relaciona con colegas o extraños, mientras que la mujer pública es aquella accesible a todos. Hoy, luego del fugaz paso de Silvina Batakis en el Ministerio de Economía, en nuestro país tenemos a dos ministras: Elizabeth Gómez Alcorta en el Ministerio de Mujeres, Género y Diversidad, y a Carla Vizzotti en el Ministerio de Salud. Dos ministerios relacionados al cuidado, como si el sistema solo pudiera generar un espacio doméstico dentro del espacio político para las mujeres.

Monique Wittig va a decir que los conceptos, las palabras y las categorías tienen efectos materiales, producen los cuerpos como mujeres, como individuos inferiores y devaluados. Ser mujer en el heteropatriarcado es algo opresivo; ser lesbiana duplica esa carga e impide perderla de vista. Ser lesbiana en “tiempos anteriores al movimiento de liberación de las mujeres” era una constricción política y aquellas que se resistían a volverse heterosexuales eran acusadas de no ser “verdaderas” mujeres. Pero si las lesbianas no son mujeres, tampoco son hombres. “Una lesbiana debe ser cualquier otra cosa, una no mujer, un no hombre, un producto de la sociedad y no de la ‘naturaleza’ porque no hay ‘naturaleza’ en la sociedad.”

Cuando las lesbianas decimos “ese es un problema de las mujeres heterosexuales, que están dentro de ese régimen”, nos metemos en la discusión del feminismo sobre la desigualdad entre los géneros y las relaciones de poder entre hombres y mujeres, pensamos que somos fugitivas de ese sistema. Lo que decimos es que ser lesbiana no es solamente una forma de amor entre nosotras sino una posición política, una renuncia a ese lugar dentro de la división sexual del trabajo. “Si ser mujer es producir y cuidar para los varones, entonces no soy mujer”, dice la activista lésbica Amanda Alma. Sin embargo, el espacio público está prácticamente desierto de lesbianas y/o mujeres con sexualidades no normativas.

Con la democracia, las lesbianas no alcanzamos el grado de representatividad pública de los hombres gays, que empezaron a ocupar lugares hasta ese momento vedados a las personas LGTB+. Todavía hoy, en el imaginario colectivo, la homosexualidad está vinculada al hombre gay, blanco, joven y físicamente atractivo y con más poder adquisitivo. Las mujeres lesbianas seguimos prácticamente desaparecidas cuando no siendo pensadas como dejadas, feas, resentidas y rechazadas por los hombres, etc. Esa invisibilidad es aún más terrible en el caso de las lesbianas racializadas, mayores o con discapacidad, ya que la relación entre clase, género, etnia, etc. multiplica la discriminación.


Mariana Komiseroff nació en Don Torcuato, en 1984. Publicó el libro de cuentos “Fósforos mojados” (Suburbano Ediciones 2014), la novela “De este lado del charco” (Editorial Conejos 2015); la novela “Una nena muy blanca” (Emecé 2019) y el poemario “Györ Cronograma de una ausencia” (Patronus 2022).

Obtuvo una mención de la Secretaría de Cultura y la Fundación Huésped en el Concurso Cultura Positiva en 2006, y ganó el segundo premio Itaú Cuento Digital en 2013. Fue seleccionada para la residencia de artistas Enciende Bienal, y para el campus de formación de la Bienal de Arte Joven 2017. Obtuvo, entre otras, la beca a la creación del Fondo Nacional de las Artes y la beca Jessie Stret para la diplomatura en Derechos humanos de la mujer de la universidad Austral de Salamanca en 2018.