El desempleo fue la postal que se repitió con un particular ensañamiento durante los noventas en el Conurbano. Fábricas vacías, como las heladeras. Las changas. Y las familias, tambaleando, haciendo lo posible para silenciar, al menos por un rato, el eco de los estómagos. ¿Cómo transitaron los niños esta etapa? ¿Cuáles son los recuerdos que regresan? Lejos de las respuestas, este relato se hace las mismas preguntas. 

Por Leandro Alba

“Murió M”, dice el noticiero mientras chupo el primer mate de la mañana. Muestran imágenes de archivo. Fotos que son, de algún modo, las de mi niñez. Las que me enseñó esa otra integrante de la familia que nunca se callaba. La tele. Un petiso con los labios hinchados por la risa desbordada, patillas largas y blancas, posando con una flamante Ferrari. Otra con los Stones, con Charly. Con Diego. 

Hay imágenes que son como esos libros que están ocultos en nuestras bibliotecas. Esos que cuando empezás a revolver para encontrarlos, para releerlos, provocan una cascada de títulos. Autores que nos acompañaron. Personajes que nos emocionaron. Personajes que, por alguna razón, todavía detestamos. Tanto, que ni siquiera nos animamos a nombrarlos por miedo a invocarlos. Y que regresen. Con sus historias. 

Miro el noticiero en volumen bajo, como cada mañana. Eso, el chistido del mate exigiendo agua hervida, el ronroneo de mis gatos y la sutil agudeza del tono que imprime cada tecla son los únicos sonidos que tolero por estas horas. Es ese ritual. Ese paisaje transitado es el que trae consigo una cascada de recuerdos. Regreso. Veo las cosas con otros ojos. Ojos de primera vez. Mi guardapolvo blanco, la primaria en la escuela 8, en Haedo. La lluvia de fotos que no fueron en el pasado empapa el presente. 

Todas las familias tienen un álbum propio. Los primeros pasos del nene, la comunión, el juramento a la bandera. La Navidad. Muchas de las cosas de las cuales renegamos, que fueron ley y hoy son nostalgia. Esa es la historia de la adultez.

Pero también hay un álbum que no fue. Que existe y que está hecho de fotos que no fueron. Fotos que, de algún modo, conservamos en nuestra memoria. Y descansan. No duermen, apenas reposan hasta que un movimiento, un grito, una llamada las sacuden. O una noticia. 

La foto que regresó hoy es de 1995. Tal vez, de 1994. Para el caso es lo mismo. Vivíamos sobre la calle Constitución, en Haedo. Veo con claridad a mi viejo frente al televisor. Sentado. Por sobre todo, cansado después de las doce horas en la fábrica. El volumen bajo permitía que se filtre la musicalidad de lo cotidiano. La cuchara raspando el tarro de la azucarera, el sonido hueco de la lata de yerba. La pava sobre la mesa, a un costado. Sola. Lejos de las galletitas de agua, en penitencia. Despedida de la merienda. El ambiente revuelto por el vapor del agua que un rato atrás había hervido. Que había echado ese humito que largan los dibujitos cuando están enojados. Cuando tienen rabia. El mate servido hasta el tope en su mano. Los palitos flotando. Frío. Mi viejo lo sostenía con desdén, como quien tiene un micrófono para gritar, pero son tantas las cosas por decir que sólo puede recitarlas el silencio. La balerina en la otra mano. Estrujada, como si aquel trapo amarillo fuese el responsable de todo. 

Era verano. Tenía puesta su campera. Para mí, esa campera enorme era una especie de chaleco antibalas que hacía que a mi viejo nunca le pasara nada. Me contagiaba seguridad. Eran contadas las veces que lo había visto sin ella. En Mar del Plata, por ejemplo, en la casa de la tía Pocha, no la usaba. Mejor dicho, casi. La agarraba sólo si salíamos a caminar por la Rambla. Mi vieja le decía “Aaaaaaaldooo, ¿eeeeeso te vas a poner?”. Y mi viejo sonreía con un gesto cómplice, como lo hace alguien que fue atrapado en una picardía que no puede evitar porque esa es su esencia. Su identidad. 

Esa campera se la ponía cada mañana, a las cinco. Lo sé porque venía a saludarme y escuchaba la tela rozando el empapelado hasta llegar a la habitación en la que dormíamos con mi hermano. Habitación que mi viejo había hecho luego de cerrar el patio y ponerle un techo de policarbonato y machimbre. Todavía siento el eco de las gotas rebotando. Cuando caían las primeras, parecía que una maratón de hormigas gordas corría sobre aquella parte de la casa. 

La campera tenía el nombre de la fábrica bordado en la parte de atrás. Casi, porque había empezado a desaparecer. Algunas letras se habían despegado. Una sociedad cada vez más anónima. Algunos fines de semana, mi viejo hacía arder la parrilla y venían sus compañeros a casa. A todos se les perdían letras distintas. Parecía como si alguien estuviera jugando al ahorcado con ellos, sin que lo supieran.

Vuelvo a esa foto que no fue. Apago la tele. Me concentro. Estoy ahí. Tengo el pelo largo, una remera de las Tortugas Ninjas que heredé de mi hermano y juego a rescatar pingüinos de galletitas de agua en mi taza de Xuxa antes de que el mate cocido con leche los termine de deshacer. Ahora hago algo similar. Hago lo posible por atrapar todo lo que se me escapó. Siento nostalgia por los detalles que fueron a parar al fondo de la taza. Trato de inundarme del ambiente. Escribir es un intento por no ahogarse en ese río revuelto que es la memoria. 

Esa vez, el primer quejido me llamó la atención. Hasta pensé que había sido un estornudo de la Michi. Pero fue más profundo, más sentido. Más humano. Unas tras otras, como las gotas de la lluvia que caían en mi habitación-patio, las lágrimas de mi viejo brotaban con furia.

No supe qué hacer. Los chicos nunca saben qué hacer cuando los grandes lloran, porque siempre es al revés. 

Recuerdo, sobre todo, la mano de mi vieja acariciándole la espalda, como lo hacía cuando yo me caía de la bici. Como lo hizo la última semana de maullidos de la Michi, anticipando un final que yo, a esa edad, no sospechaba. Recuerdo la voz suave de ambos. El susurro compañero. El caminar lento de él hasta el baño. Los zapatos reforzados arrastrándose. Y las palabras de mi vieja en su ausencia. 

-Desde hoy, papá va a estar más tiempo en casa.

Cierro los ojos y todavía lo vuelvo a ver saliendo del baño. Fresco. Casi repuesto. Sin su campera era otro. Parecía más flaco. Hasta más joven. Descalzo. Vulnerable.

Me quedo con esa foto que no fue, pero que regresa. Mi viejo con los ojos hinchados y una sonrisa que empezaba a ser. 

Esa semana me explicó cómo hacer panqueques. Debo reconocer que quemé varios y, por alguna razón, nunca volví a comer otros que fueran igual de ricos. Hicimos pan dulce y churros, también. Pero los últimos no me dejaba hacerlos porque había que usar aceite caliente. Yo quería rellenarlos con dulce de leche, aunque no encontramos la forma. Así que se lo poníamos arriba. 

Un tiempo después, me enseñó a pedalear de forma correcta, porque yo me trababa. Me enseñó a lavar la bici, “porque uno es lo que cuida”, me dijo. También le sacó las rueditas. Me sentí vulnerable. Pero era algo  de lo cual tenía que sobreponerme. “Superar”, dijo y yo entendí que esa palabra era parecida a otra que sí conocía. Levantarse. De la forma que él seguía haciendo cada día a las cuatro y media de la mañana, por más que no hubiera ni camperas de superhéroes, ni zapatos reforzados, ni fábrica. Me curó las rodillas y me sopló las frutillitas que se formaban. Una y otra vez. Cada vez que me caía, ahí estaba. Y entonces, volvía a explicarme. Volvía a decirme cómo debía hacer. 

Por sobre todo, esos días, mi viejo me enseñó a ponerme de pie.