Políticas de género y fuerzas de seguridad

A partir de su trabajo de campo en una Comisaría de la Mujer y la Familia del Conurbano bonaerense que tradujo en un ensayo seriado, la investigadora analiza la relación entre las definiciones formales de la política pública de género y seguridad y su implementación práctica en el trabajo policial. ¿Cómo se da la toma de decisión en situaciones de violencias machistas? ¿Cómo juegan sus sentidos y representaciones cuando deben actuar en la primera respuesta?, son algunas de las preguntas sobre las que abunda en esta primera entrega. Y una conclusión como adelanto: a pesar de estar protocolizadas, las intervenciones muestran graves problemas en la práctica.

Por Agustina Ugolini*

Cuando se pone impaciente, Aylén frunce el ceño. Parece que algo de lo que escucha en el relato de la denunciante colma su paciencia, porque se la ve tragar saliva, respirar profundo y repreguntar, mientras se suena los nudillos y vuelve a apoyar los dedos sobre el teclado de la computadora. Aylén es una joven oficial ayudante de la Policía de la provincia de Buenos Aires, encargada de tomar denuncias en la Comisaría de la Mujer de Campo Verde.

Un rato más tarde, me cuenta sus sensaciones. “Cada viernes, se toman, como máximo, unas diez denuncias por amenazas. Son las más comunes: les dicen que son unas putas, que las van a matar, que les van a prender fuego la casa… y ellas vienen a la comisaría a buscar una solución, quieren que cese la violencia, justifican a sus parejas diciendo que son eventos aislados debidos a cuadros de alcoholismo o de desempleo, o porque ellas se niegan a tener sexo. Lo naturalizan, lo justifican y, la verdad, a veces tengo ganas de escucharlas y otras veces, no. Yo necesito que me cuenten los hechos, poder fundamentarlos y que la información no sea contradictoria. La mayoría de las veces se pasan un largo rato llorando y contando toda la historia de su relación. Muchas veces, les pido que vuelvan a la guardia mientras hago pasar a otra persona y priorizo los casos de alto riesgo, con presencia de armas o lesiones graves. Ahí sí es como si la comisaría se transformara… entre todas, nos ponemos a conseguir que se dicten medidas de protección para la víctima, nos apoyamos en otras jurisdicciones para buscar al agresor, conseguir su aprehensión. Ese ritmo me moviliza, el resto del tiempo el trabajo es monótono y desgastante”, se sincera.

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Los datos empíricos de esta nota –que tendrá otras entregas publicadas en Cordón– surgen del trabajo de campo etnográfico que realicé durante dos meses, durante el primer semestre de 2019, en una Comisaría de la Mujer y la Familia de la Policía de la Provincia, ubicada en la zona norte del Conurbano bonaerense. Los nombres propios y de los lugares son ficticios, con el objetivo de preservar la identidad de mis interlocutores.

Como en muchas otras dependencias, en la Comisaría de la Mujer de Campo Verde los lunes y los viernes son los días de mayor movimiento. Aquel viernes de mi visita, seis mujeres amontonaban sus caderas buscando un lugarcito en el banco largo de madera de la guardia. Aurelia era una de ellas. Un par de horas después, cuando le tocara su turno, iba a contarle a Aylén que había llegado de Tucumán tiempo atrás, con tres hijos y dos bolsos. Lleva inscripto en sus manos un saber campesino de su oriundo Tarija, desde donde viajó con apenas trece años para asentarse primero en Tucumán y trabajar de manera temporal en los cultivos de cítricos. Unos años después, siguió a unos conocidos coterráneos que habían migrado a Buenos Aires a trabajar en el cordón frutihortícola del Conurbano bonaerense. Así conoció a Oscar, trabajando en las quintas que están pegadas al paredón del country Solar del Norte.

Nueve años después, estaba en la Comisaría de la Mujer de Campo Verde. En la espera, intercambiamos algunas palabras. Me contó que vino empujada por una promotora de género que conoció en el comedor al que asistía con sus hijos. “Sola no habría llegado hasta acá”, me explicó. Es que Aurelia no quería denunciar a Oscar, sólo que la Policía le diera un susto, que lo hiciera recapacitar sobre sus “ataques de furia” y conseguirle ayuda para salir del consumo problemático de drogas.

Durante esos nueve años, Aurelia convivió con la violencia y naturalizó su situación. Unos meses antes de su llegada a la dependencia en la que la encontré, una vecina la había invitado a sumarse a un proyecto cooperativo de autogestión para pequeños productores del cinturón frutihortícola de la zona norte del Gran Buenos Aires. En los últimos años, el trabajo en la quinta se hizo cada vez menos rentable y las mujeres productoras tuvieron que insertarse en otros rubros del sector informal. Al trabajo de la quinta, empezaron a sumar largas jornadas como empleadas domésticas o como vendedoras ambulantes de verduras y hortalizas.

Para Aurelia, asociarse a la cooperativa fue el disparador de importantes cambios en su vida, tanto en sus posibilidades económicas como en su desarrollo personal a través de experiencias de capacitación en temáticas vinculadas a la administración de su negocio, al acceso a derechos y a aprender que hay formas de nombrar y redes para sortear las distintas situaciones de violencia que vive en su hogar. Su participación en la cooperativa también transformó para siempre su representación sobre Oscar, quien, en el marco de la crisis, andaba sin changas y se ponía furioso cada vez que Aurelia se iba a las reuniones con las compañeras. Él la acusaba de serle infiel, porque la única explicación que se daba para su progresiva independencia era la infidelidad, y entonces la celaba cada vez que llegaba tarde de las reuniones. Su creciente libertad y autonomía y el acompañamiento por parte de sus compañeras a partir de la participación en la cooperativa cambiaron su forma de pensar: ya no se dejaba, hablaba y, ese día, se había animado a registrar una denuncia.

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Historias como la de Aurelia llegan como una marea a la guardia de la Comisaría de la Mujer de Campo Verde, donde se produce un cuello de botella que enfrenta una vez más a las personas en situaciones de violencia por razones de género con las violencias propias de la desigualdad, las largas horas de espera para realizar una denuncia y la escasez de recursos materiales y humanos para una correcta atención.

El trabajo de recepción en la comisaría se organiza con una separación tajante entre quienes toman las declaraciones y las denuncias, y el asesoramiento jurídico y la asistencia psicológica que posteriormente realizan desde el equipo interdisciplinario. Esa división de tareas fue cristalizándose como organizadora de sentidos para el accionar de cada una de las áreas: mientras que Aylén y las demás policías a cargo de la toma de denuncias concentran su esfuerzo en que las mujeres narren los hechos de modo claro y ordenado, el abordaje integral es tarea del equipo de profesionales que hace derivaciones, articula con otras agencias estatales, asesora jurídicamente y acompaña la problemática específica de cada una.

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Aurelia está sentada en el banco. Jenny, su vecina y promotora de género de su barrio, la toma de la mano. La sala de guardia queda frente al lugar donde se toman las denuncias y la deficiente infraestructura de la comisaría hace que lo que se habla adentro se escuche clarito desde afuera. Adentro está Aylén, que más o menos cada diez minutos manda a llamar a una nueva denunciante. Desde donde estoy, parada en la sala de guardia, puedo escuchar el procedimiento que se repite casi calcado una y otra vez: deja que las mujeres hablen un rato. Lo que se escucha da cuenta de la necesidad de una intervención multiagencial, pero Aylén retoma el relato allí donde pueda pescar los hechos, intentando recolectar pruebas para un encuadre legal. El trámite finaliza con un rosario de procedimientos penales y procesales, las medidas de protección que pueden tramitarse y el ofrecimiento del teléfono de la psicóloga de la comisaría.

Para Aylén, su tarea está bien diferenciada de la asistencia que hace el equipo interdisciplinario y afirma que pensar su trabajo de esa manera, casi estrictamente burocrática, es un bálsamo para la indignación que dice sentir cuando las mujeres justifican la violencia practicada por sus parejas y la recargan de trabajo cuando sólo buscan en la comisaría una ayuda o un tratamiento para los hombres.

Según el protocolo con el que trabajan las Comisarías de la Mujer, la recepción debe hacerse en un espacio de atención humanizado, silencioso y reservado, además de requerir personal policial –preferentemente mujeres- calificado en la comprensión de la violencia por razones de género y del procedimiento específico a seguir en estas situaciones.

Aunque esté formalmente protocolizado, durante mis días en Campo Verde pude ver que esto no siempre sucedía así. Las deficientes condiciones edilicias y las limitaciones de personal son moneda corriente en las comisarías bonaerenses. Instalaciones rudimentarias, móviles radiados o sin combustible, tecnología obsoleta y provisión del tóner, el papel y las lapiceras por el propio personal o por colaboraciones de terceros, son parte del día a día.  La situación es aún peor para las Comisarías de la Mujer porque, casi 30 años después de su creación, su rol aún se subestima en relación a las tareas que históricamente realizaba la Policía: disuadir e investigar el delito contra la propiedad y contra las personas en ocasión de robo, perseguir y arrestar sospechosos y mantener el orden público.

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Hasta acá, una descripción más de lo ya lamentablemente conocido: una comisaría desbordada y la angustia de “otra Aurelia”, que había viajado durante casi una hora para llegar ahí y que esperaba ser atendida por una sobrepasada oficial de servicio para registrar su denuncia, al igual que otras seis mujeres.

Ya estaba por irme cuando un evento crítico captó mi atención. Habían llegado, casi en simultáneo, dos móviles del Comando de Patrullas. Uno traía a una chica de unos 20 años con un bebé en sus brazos en una crisis de llanto. En el otro patrullero, una oficial ayudaba a una señora mayor de edad a descender con dificultad. “Viene a denunciar al nieto porque dice que le pide plata para drogarse y cuando ella se niega, él le pega”, dijo la oficial al entrar. La chica con el bebé también ingresó a la guardia, donde ya éramos nueve personas. No cabía nadie más, yo tenía casi medio cuerpo afuera, apoyado en el dintel de la puerta de entrada. Adentro, nadie cedía su lugar en el banco de madera. La ayudante de guardia reclamó un espacio y aclaró que estas dos personas iban a recibir prioridad para la denuncia. Las mujeres que esperaban junto con Aurelia levantaron su queja y el ambiente se caldeó.

El alboroto hizo que Cristina, la titular de la comisaría, saliera de su despacho, también comunicado con la guardia. Parecía un pulpo tirando órdenes para un lado y para el otro: intentaba poner paños fríos diciendo que ella misma las iba a atender para sumar un efectivo más a la toma de denuncias. Hizo pasar a su despacho a la joven con su bebé mientras le pedía a la ayudante de guardia que le llevara un vaso de agua. Mientras hablaba, arrastraba con dificultad una banqueta y se la ofrecía a la viejita, a quien, con un ademán afectuoso, le pedía que la esperara un ratito. Por último, salió a la vereda, donde aguardaban los dos móviles del comando con los motores en marcha. La escuché quejarse, pero sin entender bien lo que decía. Pocos minutos después, entró con aire triunfal y se dirigió a la ayudante de guardia: “Estos no aprenden más”.

La reacción de enojo de Cristina con el personal de comando despertó mi interés. Hasta entonces, ni siquiera se había asomado a la guardia para dar una respuesta a la flagrante revictimización de las mujeres por la deficiente calidad del servicio en su comisaría, pero estuvo presta a intervenir para hacerles un llamado de atención a los efectivos que habían llevado a estas mujeres hasta su dependencia.

Siguiendo la valoración de Cristina, puse mis ojos en la primera respuesta, ese instante clave en que los efectivos policiales son comisionados a un evento etiquetado como un “conflicto familiar” por los sistemas de emergencias y los operadores de radio. Esos efectivos son quienes toman las primeras decisiones respecto del tratamiento de la compleja problemática de la violencia por razones de género. Según pude observar por la reacción de Cristina, esa intervención presenta grandes problemas.

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¿Cómo se da esa toma de decisión cuando los efectivos se encuentran con la emergencia? ¿Cómo juegan sus representaciones sobre las violencias machistas cuando deben actuar en ese momento crítico? La inclusión de las políticas de género en la cartera de Seguridad provincial en 2004 quedó restringida a las dependencias policiales especializadas en las situaciones de violencia familiar. El resto de las comisarías y otras dependencias, como los comandos de patrulla, quedaron, de alguna manera, exentos de aplicar la perspectiva de género en su trabajo cotidiano (para un exhaustivo análisis de esta situación, recomiendo el trabajo de Jésica Pereiro publicado en 2014 en la Revista Estudios Feministas: “Las políticas de seguridad y el abordaje de la perspectiva de género en Buenos Aires”).  

Así es que quienes intervienen en el momento de la primera respuesta no están capacitados en un marco conceptual y procedimental que les permita abordar las situaciones de violencia desde una gestión integral de la problemática. En cada intervención, realizan autónomamente un ajuste contextualizado entre sus propias representaciones sobre las violencias y las desigualdades de género, las definiciones de lo legal y lo legítimo en el accionar policial, las directrices político institucionales, los modos de trabajo aprehendidos y lo que creen que los ciudadanos esperan de ellos. Todo eso, a su vez, se encuentra con las expectativas sociales sobre lo que tiene que hacer la Policía.

La titular de la comisaría reconoció que sobreactuó su enojo con los efectivos del comando como señal para su propio personal agobiado por la cantidad de trabajo que tenía, pero después me contó que, en realidad, prefiere que le lleven a las mujeres antes que ensayen formas de resolución intermedias que las dejan aún más expuestas.

“No están preparados para evaluar el riesgo, no conocen lo que es el ciclo de la violencia y que pueden estar frente a la punta de un tremendo iceberg, prejuzgan a las mujeres y desestiman las denuncias porque dicen que, al otro día, las quieren retirar. Algunos fueron entendiendo y aprendieron a trabajar bien a los tumbos, pero nadie los capacita, o se lo hace como una cosa sin planificación, y tampoco se les exige rendir cuentas por lo que hacen mal. Por eso, aunque sea, que se aguanten mi reto”, razonó.

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En el caso de la viejita, los efectivos explicaron que habían intentado convencerla para que no denunciara a su nieto, con quien también se entrevistaron en el lugar. Habían fracasado en su intento por “curar al pibe de palabra”, una arcaica forma policial de intentar mediar en el conflicto, en alusión a los métodos de la curandería. Los agentes desalentaron la radicación de la denuncia, preguntándole a la señora si ella sabía lo que eso implicaba para su nieto.

“Le dijeron que el pibe iba a quedar empapelado, mientras a él le preguntaban si no le daba vergüenza maltratar a la abuela, pero la señora les mostró marcas de lesiones, así que decidieron finalmente bajarla a la comisaría”, me contó Cristina. En las explicaciones de los agentes, se observa que intervienen en las situaciones de violencia por razones de género y familiar buscando soluciones inmediatas, que les permitan atender la urgencia, resolver momentáneamente la situación conflictiva en el lugar y poder seguir hacia otro tipo de ocurrencias que consideran más importantes.

Es así que las soluciones in situ son mucho más frecuentes de lo que nos imaginamos. Muchas veces, una mujer en situación de violencia puede llamar al 911 decidida a denunciar agresiones por parte de su pareja y que, luego de ser entrevistada por los efectivos, le recomienden que tramite una separación judicial. Otras tantas veces, quienes llaman al servicio de emergencias buscan que la Policía haga de padre para un hijo desobediente, asuste al marido agresor o intervenga entre dos partes en conflicto por la tenencia de los hijos. En ese sentido, el viejo -y expresamente prohibido por ley- procedimiento policial de la “cura de palabra” va al encuentro de lo que muchas veces la sociedad exige a los efectivos policiales.

Estos modos de actuación policial que reproducen prejuicios y estereotipos socialmente compartidos acerca de la violencia por razones de género y familiar como una cuestión privada que debería resolverse fuera de los marcos formales de la ley, son formas de saber hacer aprehendidas y que los efectivos usan para desempeñar su labor en la intervención primaria de este tipo de urgencias, que ocupan un altísimo porcentaje del trabajo cotidiano de la Policía. Asimismo, la gran diferencia entre el tratamiento formal que dan los efectivos a otras cuestiones criminales, como robos, hurtos y homicidios en ocasión de robo, entre los más comunes, y la valoración de las ocurrencias de género como delitos sin importancia, son muestra de lo extendida de la resistencia en la institución policial del estatuto criminal de la violencia por motivos de género y familiar. Esto se expresa institucionalmente, como dijimos, por la persistente descalificación institucional del trabajo realizado por la especialidad de políticas de género.

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La provincia de Buenos Aires inauguró su primera Comisaría de la Mujer en 1988, de modo que ya llevan más de 30 años de vida y han sido fundamentales para la visibilización de la especificidad de las violencias por razones de género, así como también para ir construyendo saberes procedimentales que permiten procesar una gran diversidad de hechos, que incluyen daños, amenazas, violencia psicológica, económica, hostigamiento, lesiones leves y agresiones físicas hasta tentativas de femicidio.

A pesar de todas las dificultades que tanto en este breve ensayo como en la gran cantidad de bibliografía que ya existe sobre el tema podamos describir, las Comisarías de la Mujer vienen siendo la herramienta más frecuente de primera atención para las mujeres en situaciones de violencia, una herramienta cuyo alcance va quedando cada vez más restringido y más lejos de los problemas contextualizados en el territorio.

El gran desafío respecto de la intervención policial en estas situaciones está en desarmar las representaciones institucionales machistas por las que el trabajo en la especialidad policial de Políticas de Género no goza de la misma valoración que las áreas de Seguridad o Investigaciones. Del mismo modo, es clave profesionalizar al personal policial respecto del desempeño cotidiano de sus tareas, porque si bien lentamente se va instalando el reconocimiento de la gravedad de la problemática, la siguen viendo como “hechos que no son de seguridad” y, en todo caso, son abordados por los efectivos desde sus representaciones del sentido común que, muchas veces, reproducen lógicas familistas y patriarcales.

Pero, sobre todo, es necesario transformar, a través del fortalecimiento de estrategias multiagenciales de prevención y asistencia a las mujeres en situación de violencia por motivos de género y la profesionalización policial, el nivel del trabajo más cercano a quienes se encuentran en estas situaciones. No hay que olvidar que es en el vínculo entre la ciudadanía y los funcionarios concretos que patrullan sus barrios donde se ejecuta la política pública de seguridad.


*Agustina Ugolini es Licenciada en Sociología (UNLP) y Magister en Antropología Social (UNSAM). Trabaja desde una perspectiva etnográfica cuestiones vinculadas a problemáticas de seguridad pública en la provincia de Buenos Aires, especialmente, en torno a los sentidos de la legalidad en las prácticas policiales cotidianas.